Caspe literario: Ana Mª Sagi y un bombardeo en 1937

En el Caspe de 1937, las brasas de un bombardeo alumbran un poema, hiperbólico y justiciero. Son veinte versos (ochenta palabras y una más) que acompañarán a su autora toda su vida, cruzando océanos en silencio. Las estrofas solo amanecen en letra impresa en los años sesenta, sepultadas en la inmensidad de una antología, en la que nadie fija su mirada. Mucho más tarde, cuando el siglo XX está a punto de finalizar, un novelista de fama y éxito reivindica la valía literaria de la escritora y miles y miles de lectores se acercan a ella. Pero la trova que a mí me interesa continúa inaccesible. Por fin, en la primavera de 2017, cuando se cumplen los ochenta años de su firma, puedo leerla. ¿Les apetece compartir conmigo la historia de este poema?

Ana María Martínez Sagi nació en Barcelona el 19 de febrero de 1907. Su padre era un empresario textil con jardines en Pedralbes que, desde su posición de privilegio, mostraba ciertas inquietudes sociales; su madre, una burguesa tan convencional que pronto abrió el abismo ante una hija zuriza por la libertad. Le esperaba una juventud intensa, rompiendo moldes: republicana en tiempos monárquicos, antiaristócrata cuando tan cerca los tenía, pionera del feminismo en un cosmos masculino… Políglota y de sólida cultura, pronunció conferencias y a los 22 años presentó su primer poemario. Adicta al deporte, lo disfrutó: esquí, tenis, baloncesto, natación, atletismo (1931, medalla de oro en el campeonato de España) … promovió el asociacionismo y hasta ocupó un sillón en la junta directiva del Fútbol Club Barcelona.

Colaboró con intensidad y acierto en la prensa catalana y en la de la capital de España: Las Noticias, Lecturas, El Día Gráfico, Crónica… Cultivó géneros tan difíciles como la entrevista, el reportaje y el artículo de opinión, y ganó una plaza de periodista en el gabinete de información del ayuntamiento de la Ciudad Condal. Supo granjearse la amistad de García Lorca y Margarita Xirgu. César González-Ruano consiguió darle un beso. Se enamoró (quizá de por vida, aunque rompieron en 1932) de otra mujer, la también poetisa Elisabeth Mulder.

Casi todo lo que sabemos de la escritora se lo debemos a Juan Manuel de Prada, que la sacó de los «los yacimientos de amnesia en que se hallaba enterrada», tras dar con su paradero y conversar con ella, ya nonagenaria. El autor de «Las máscaras del héroe» avanzó su hallazgo en un generoso artículo de prensa (ABC,12.12.1997) y le dedicó en el 2000 el apasionante libro «Las Esquinas del Aire», volumen que fusiona novela, biografía, periodismo y poesía (recientemente ha remachado el clavo en ABC, 14.04.2016). Esta bibliografía me encamino hacía «la muchacha flamígera que trastornó las tradiciones de su época» y que en su madurez se transmutaría en «la mujer desalojada de sí misma y de sus utopías, solitaria y nómada, perdida en las esquinas del aire», siempre según Juan Manuel.

En 1936, tras la muerte de su padre, se agranda el profundo distanciamiento entre Ana María y su familia. La escritora, que entonces tiene 29 años y goza de cierta notoriedad popular, dirige sus pasos hacia el Bajo Aragón. De Prada lo contará así en el ABC (12.12.1997):

«Pronto partirá para el frente de Aragón, con el estallido de la Guerra Civil, como corresponsal de Daily Mail y El Tiempo de Bogotá, acompañando a la Columna Macia Companys, integrada por anarquistas catalanes. ‘Yo sabía que habían cometido muchas atrocidades en Barcelona -me confiesa, con un resignado arrepentimiento-, sabía que habían quemado iglesias y fusilado a curas y monjas, pero había entre ellos hombres valientes con cuyas ideas yo comulgaba (…).

            Ana María se instala en casa de unos campesinos baturros, en las proximidades de Caspe, donde Ascaso había formado el Consejo de Aragón. Llegó a cultivar la amistad de Ascaso, y mantuvo una entrevista con el mítico Buenaventura Durruti, que había acampado en un cementerio concienzudamente profanado. ‘Durruti era alto y brutote, muy velludo y campechano. ‘Hola chicarrona -me saludó-. Te voy a enseñar nuestras posiciones’. Me llevó hasta el cementerio, donde pernoctaban sus milicianos: los mausoleos habían sido descerrajados, y en los altares de las capillitas no era raro encontrar pistolas desenfundadas. Me llevó de paseo por las trincheras; sabía que yo era de familia burguesa, y pensaba que del silbido de los disparos me amilanaría. Cuando concluyó nuestro recorrido, se extrajo una pluma Reynolds del bolsillo de la camisa: ‘Para que tengas un buen recuerdo de Durruti -me dijo-. Escribe con ella y todo te saldrá bien en la vida’. Poco después moría».

Parece claro que las referencias al guerrillero anarquista deben enmarcarse en el contexto geográfico de Bujaraloz. Durruti no participó en la conquista de Caspe (el 24 de julio, la vanguardia de la Columna Ortiz se enfrenta a guardias civiles y falangistas caspolinos; el 25 las milicias anarquistas procedentes de Cataluña conquistan la Ciudad del Compromiso, tras derrotar la resistencia profranquista comandada por el nefasto capitán Negrete). Tampoco parece probable que el revolucionario Buenaventura llegase a pisar la ciudad (nadie ha sido capaz de encontrar huella de ello, ni en la prensa del momento, ni en las fototecas). Bien es cierto que nuestro paisano Agustín Camón en su libro de memorias («Crónicas del 36», 2000, p. 39) desgrana este recuerdo infantil (que yo presumo meramente literario) referido a la jornada del 25 de julio de 1936:

«Él apenas estuvo una hora. Venían desde Bujaraloz, alarmados por las noticias de los combates del día anterior; no esperaban tanta resistencia. esta mañana no encontraron ninguna y ocuparon el pueblo con toda facilidad (…). Teníamos la puerta de la calle abiertas de par en par y un grupo de milicianos se refrescaba en el patio, atendidos por mi padre. En esto uno de ellos gritó:

            – ¡Eh, Buenaventura!

            Y un pequeño grupo que ya se retiraba se paró en mi puerta. Durruti había delegado el mando y volvía al frente de su columna. Les invitamos a beber ¡Cómo recuerdo aquello! Mi padre llevaba en la mano una botella de anís del Mono, sí, lo recuerdo perfectamente, milagros de la memoria, y en varias copas escanciaba el licor que los milicianos saboreaban poco a poco, aguándolo luego con un buen trago de agua fresca del botijo de la bodega.

            Durruti tenía prisa, no tomó anís, pero aceptó el agua fresca».

Que algo sea muy improbable no quiere decir que sea imposible. En octubre de 2011, mi amigo José Ballabriga me guio en una excursión por la partida de Fonté. Y allí comprobé, una vez más, cómo el mundo real y el legendario se dan la mano:

«Mis abuelos, que vivieron muchos años por aquí, me contaban que si Durruti descansó unos días en el balneario, entonces muy famoso por sus aguas. Se le veía pasear por entre los rastrojos, leyendo el periódico y ¡completamente desnudo! Lo haría para sentirse en contacto con la naturaleza. Mi abuela más de una vez le dijo que se tapara un poco, por respeto a que era un lugar muy concurrido».

Durruti murió el 20.11.1936. A inicios de 1937, Ana María Sagi (que comenzó a firmar así, sin el primer apellido) ya debió de fijar su residencia en Caspe. Desde la capital del Aragón republicano viajaría en misión informativa a aquí y a allá. Prueba de esa movilidad son sus colaboraciones iniciales en el periódico Nuevo Aragón, editado en la Ciudad del Compromiso como portavoz del Consejo Regional de Defensa de Aragón. El 28 de enero, publica una crónica redactada en las trincheras del sector de Huesca:

«Es aquí, en los frentes de lucha, bajo los rigores del calor o del frío, sufriendo privaciones, viviendo horas de angustia, de inquietud y de peligro; es aquí, donde el compañerismo, la amistad, el afecto fraterno, brotan espontáneos y sinceros».

Apenas le daría tiempo de regresar a casa porque, unos días más tarde, se vuelve a poner en marcha:

«En el interior del auto, mezclado con el de los cigarrillos y el de la gasolina, predomina intensamente el olor a tinta fresca. Llevamos mil ejemplares del Nuevo Aragón recién salidos de la imprenta, y nuestra misión es la de repartirlos y organizar su distribución en los pueblos comprendidos en el trayecto Caspe-Barbastro» (crónica publicada el 03.02.1937).

Al final de su vida (falleció el 02.01.2000 en Moià, a 60 km de Barcelona), Ana María aún se sentía angustiada por un recuerdo bélico. Juan Manuel de Prada en «Las Esquinas del Aire» (Planeta, 2000) libera la voz de la poetisa:

«En Caspe asistí a la carnicería más repugnante de cuantas mis ojos presenciaron durante aquellos tres años de salvajismo desatado. Doscientos niños habían sido evacuados de Madrid y alojados en una escuela convertida en albergue, con literas distribuidas por las desoladas aulas que en otro tiempo habían acogido un griterío ensordecedor. La misma noche de su llegada, Caspe fue bombardeado por primera vez por la aviación enemiga. Sepultados por los escombros de la escuela, se veían los vientres que no conocían el pecado tajados por la metralla, los muñones chorreantes, las cabezas segadas del tronco, retratadas en su estupor. El rescate de los niños supervivientes, aplastados por los cascotes que apenas los dejaban articular un lamento, nos mantuvo ocupados durante un par de días. Al acabar las labores de desescombro, me acometió una náusea que ya nunca remitiría, mientras duró la guerra. Repudié la tierra donde había nacido, repudié la barbarie de los hombres que la habitan, y deseé verme lejos de aquel páramo de odio, que acogía tanta sangre inocente».

Ana María plasmó su desasosiego en el poema al que se aludía al inicio de este artículo. Lo tituló «Escuela bombardeada»:

            La metralla y la pólvora

            les han tajado el vientre.

            Espantados los ojos

            miran a un cielo ausente.

            Estallan rosas cárdenas

            que la sangre se beben.

            Las cabezas segadas

            podridas se desprenden.

            Martirizados dedos

            pies y brazos dementes.

            Muñones chorreantes

            a montones nos ciernen.

 

            Una selva de piernas

            sin tronco nos detiene.

 

            Doscientos cuerpos rígidos.

            Doscientos gritos breves.

            Doscientas bocas llenas de silencio y de sombra

            de ceniza y de muerte.

            Yo te envío este «puzzle»: ¡Dios misericordia

            que estarás aburriéndote!

Estas estrofas, inspiradas en 1937, permanecieron inéditas durante tres décadas. Que yo sepa, la primera vez que vieron la luz fue cuando su autora las insertó en 1969 en su antología poética «Laberinto de presencias», donde quedaron hibernadas en la página 221, hacia mitad de un volumen de 180 poemas. 

Al pie de «Escuela bombardeada», Ana María anota que la composición fue redactada en Bélgica. De Prada afirma que los versos «sin duda se refieren a nuestro conflicto civil» y añade que lo del país del norte fue un camuflaje estratégico: «Los censores debieron de creer que se referían a alguna circunstancia de la Segunda Guerra Mundial, y dieron el visto bueno».

Hoy, es más fácil salir vivo de un pancracio que tener entre las manos un volumen de la antología «Laberinto de presencias». Solo la gentileza de pacientes bibliotecarios públicos me acaba de permitir acceder a una fotocopia de la página que más me interesa.

Ahora, la pregunta es ¿qué hay de cierto en el poema, sin duda muy bello? No miente en la expresión del sentimiento, ni en la denuncia de la crueldad injustificable de lo que podría considerarse atentado con objetivo civil. Pero, ¿qué es lo que realmente ocurrió en Caspe cuando «fue bombardeado por primera vez por la aviación enemiga»? Desde luego, un infierno… pero no una multitudinaria masacre infantil.

El viernes 19 de febrero de 1937, al filo de las 11’30 de la mañana la aviación franquista bombardea por primera vez el casco urbano de Caspe, en claro atentado contra objetivos civiles indeterminados, causando dos muertos (María Camón Jimeno y Josefa Bondía Bergara, de 51 y 50 años), tres heridos de consideración (uno de ellos el niño Vicente Gil Costán, de 5 o 6 años). Un único avión arroja nueve proyectiles, dos de ellos en las proximidades de la torre-castillo de Salamanca y los siete restantes en el casco antiguo (barrios de El Muro y San Roque), donde doce casas quedan inutilizables. Una de las bombas, que no llega a reventar, atestigua su fabricación alemana. Los niños que jugaban en el patio del antiguo convento de los franciscanos, reconvertido en colegio Joaquín Costa, se libran por escasos metros de los efectos de las ondas expansivas.

Los datos los ha fijado recientemente (El Agitador, 13.02.2017) Amadeo Barceló, reconocido especialista en el Caspe de la época, que ha tenido en cuenta -además de la información del Registro Civil- todas las fuentes anteriores disponibles de testigos presenciales y ha entrevistado a dos octogenarios que vivieron la tragedia desde las instalaciones adaptadas para escuela del citado convento de los franciscanos: (http://www.bajoaragonesa.org/elagitador/19-febrero-1937-80-anos-del-primer-bombardeo-caspe/)

Por su parte, el periodista José Manuel Guíu, autor de una brillante monografía sobre la aviación en la zona durante la Guerra Civil («El Verano de los Halcones», 2008), ve muy improbable que los hechos ocurrieran tal como Ana María relató a Juan Manuel de Prada. Guíu me acaba de regalar su reflexión en un correo electrónico:

«Lo cierto es que, hasta el momento, no he podido contrastar ni documentalmente, ni en la memoria popular, lo que comenta Sagi. Un bombardeo con tan crueles y devastadoras consecuencias habría sido aireado convenientemente por la propaganda republicana y por la prensa de la época. Puede que confunda hechos que conoció, pero que sucedieron en días y lugares distintos. Por aquellas fechas de febrero de 1937, que es cuando se produjo el primer bombardeo, estaba rodando en Caspe un equipo del Sindicato de la Industria y del Espectáculo (SIE Films) el documental «La silla vacía». Tuvieron oportunidad de plasmar en esas imágenes los efectos del bombardeo y en ningún caso hablan de niños refugiados».

En el ejemplar del 20 de febrero de 1937, la jornada siguiente al ataque, Nuevo Aragón apuntala la idea de dos mujeres muertas (una de ellas todavía no había fallecido al redactar la crónica). 

En torno al bombardeo, me parece interesante subrayar otra aportación de mi colega J.M. Guíu, en esta ocasión tomada de su libro:

«Lo sorprendente de esta acción es que la protagoniza un avión solitario, cuando lo normal era la intervención de una o más escuadrillas protegidas por cazas. Consecuentemente, cabe pensar que la incursión podía estar ideada para dar un golpe de efecto en una ciudad significativa de la retaguardia (…). Si se hubiese pretendido producir más estragos o castigar a las tropas que se hallaban en periodo de formación, el ataque habría contado con la participación de varios bombarderos para lograr mayor poder de destrucción. Quizás por su carácter simbólico algunas fuentes anarquistas han sugerido que este bombardeo fue el fruto de una conspiración gubernamental para atentar contra el Consejo Regional de Defensa de Aragón, cuya sede oficial estaba muy próxima al lugar en el que cayeron las bombas. Caspe acogía esos días, además, el Congreso de Colectividades de Aragón».

¿Puede haberse referido Martínez Sagi a otro bombardeo padecido por el Caspe republicano, y no al del 19 de febrero? No lo creo.

El segundo ataque aéreo contra el Caspe republicano se produce el primero de mayo de 1937. Alrededor de las tres de la madrugada de este sábado, cinco o seis bombarderos (alas negras) de las fuerzas franquistas, escoltados por en torno a una decena de cazas, sobrevuelan la ciudad arrojando durante media hora bombas de 50, 100 y 300 kilos. Matan a 7 personas (entre ellos una niña de meses), todos civiles; se registran 20 heridos graves y numerosos destrozos materiales, aunque no todos los artefactos explosionan.

Sagi contó a De Prada que el bombardeo que tanto le impactó fue nocturno (ABC, 12.12.1997). Pero la escritora nada parece mencionar de una circunstancia que no pudo pasarle desapercibida y que no se menciona: faltaban pocas horas para que en la ciudad se desarrollaran los multitudinarios actos del Homenaje a Méjico, que el Consejo Regional de Defensa de Aragón había programado para el Día del Trabajo, y que no se suspendieron ni rebajaron en contenido.

En el casco urbano, la acción aérea más destructiva de toda la guerra fue el bombardeo del 18 de octubre de 1937: a las cuatro y cinco minutos de la tarde, aviones italianos arrojan sobre la ciudad 72 bombas de 52 kilos y mueren once civiles en este ataque, en que se destruyen el teatro Principal, casas de la calle Rosario, calle Baja, calle Morera, portal de Valencia, plaza de la Matea; también desparecen el surtidor y la fuente de la posteriormente denominada plaza Madre Ferrán. Pero en esa fecha ya hacía más de dos meses que había sido disuelto por el gobierno de la República el Consejo regional de Defensa de Aragón. Los anarquistas habían sido desalojados del poder y presumo que Martínez Sagi, simpatizante del movimiento libertario, ya no estaría en Caspe.

Sea cual sea el bombardeo al que se refiere la poetisa, el caso es que fue «herida en una pierna», siendo el momento «en el que se le pierde la pista, hasta que la vemos cruzar la frontera a través de los Pirineos, cuando las tropas de Yagüe entran en Barcelona» (De Prada, ABC, 14.04.2016).

Alberto Serrano Dolader

Ana María Sagi

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