El reciente acuerdo entre PAR y PSOE para repartirse cargos y sueldos en el Gobierno de la Comarca del Bajo Aragón-Caspe está levantando ampollas tamaño XXXL. Arden los blogs. Los representantes de la oposición, PP y CPC, no dejan de mesarse las barbas. Hasta una cadena de radio nacional ha dado cuenta de la tropelía. Y aunque no es para menos, aquí estamos para decir que tampoco es para tanto.

Efectivamente, no es para menos porque jode aceptar que, con lo que cuesta pillar un curro o conservar el propio, a alguien le vayan a pagar un sueldo alimentado con fondos públicos sin resultar estrictamente necesario. No es para menos porque, ante las declaraciones del propio Presidente comarcal avisándonos de los recortes que se avecinan, resulta casi insultante que parte del gasto de personal se justifique por razones, llamémosle educadamente, “de oportunidad política”.

Pero tampoco es para tanto. O no debiera serlo. Que en una coyuntura tan desfavorable como la actual se creen nuevos cargos en una institución sostenida con nuestros impuestos no tiene por que ser necesariamente malo. Que en el fragor de la mayor crisis que ha conocido Occidente en los últimos ochenta años se decida dotar generosamente la retribución de un cargo público no tiene por que resultar obligatoriamente perjudicial para el interés general. Si los cargos creados son capaces de generar resultados empíricamente demostrables, bienvenida sea su creación. Si contribuyen a contrarrestar los efectos de la coyuntura desfavorable, de la devastadora crisis, baratos nos saldrán a todos esos sueldos generosos. Deberíamos analizar, pues, no el grado de maquiavelismo con el que los representantes comárcales de PAR y PSOE han logrado ponerse de acuerdo para “colocar” a uno de los suyos a cuenta de todos nosotros sino la utilidad que de ello percibiremos los que le vamos a pagar el sueldo. Y ahí es donde viene el problema.

Difícil es que, a día de hoy, haya muchos ciudadanos en el territorio de la Comarca del Baix Aragó-Casp íntimamente convencidos de que de la labor de dicha institución puedan derivarse grandes progresos para su existencia cotidiana, para sus negocios, para sus estándares de vida. Ni en esa ni en ninguna comarca aragonesa. Si, en general, los españoles desconfiamos de políticos e instituciones, barrunto que en el caso de las comarcas la desconfianza se convierte directamente en devastadora certeza acerca de su total falta de utilidad. Vistas así las cosas, el problema que se suscita no es el número de consejeros que cobra de esas instituciones. El problema es el hecho de que alguien cobre. El problema es la propia existencia de la institución.

No se trata de atacar a las comarcas per se. En realidad, la idea es muy buena. Agrupar intereses, concentrar gestión, acercar la toma de determinadas decisiones, suplir la ineficiencia de los pequeños municipios en un territorio tan desvertebrado como el nuestro. Perfecto hasta ahí. Aragón apostó en su momento por ello. Pero se quedó a medias. Instituidas las comarcas, su entidad debiera haberse nutrido de las atribuciones de los municipios y las Diputaciones Provinciales. En consecuencia muchos municipios deberían, directamente, decaer como centros de toma de decisiones. Convertirse en instituciones portadoras de simbolismo y tradición pero con las manos atadas a efectos prácticos. Las comarcas deberían crecer a costa de sus superiores, las Diputaciones Provinciales, y sus inferiores, los municipios. Deberían contar con medios importantes. Deberían ser absolutamente transparentes en la contratación de su personal. Deberían asumir competencias de peso (infraestructuras, urbanismo, educación, ¿por qué no?). Deberían ser capaces de transformar el territorio y a quienes lo habitan. Pero, sobre todo, deberían haber supuesto un importante ahorro y mejora en la gestión de la mayoría de los servicios que la Administración viene prestando en el territorio.

¿Ha sido eso lo que nos ha traído el proceso de comarcalización? Ni de coña. Seguimos teniendo el mismo número de municipios, cientos de ellos absolutamente inviables desde el punto de vista económico, demográfico y técnico pero con alcaldes que, en el ejercicio de sus atribuciones, poseen capacidad suficiente para exigir inútiles museos y centros de interpretación o de impulsar planes de urbanismo con campos de golf de la señorita pepis y más viviendas que Sao Paulo a pesar de contar con escasos vecinos en su censo. Seguimos teniendo las mismas discutibles y arcaicas Diputaciones Provinciales con su clásica capacidad de financiar inútiles museos y centros de interpretación según pedido. Si a ello sumamos el gobierno de la Comunidad Autónoma y el del Estado Central, resulta que un fabarol, un bilbilitano y un calandino dependen de cinco administraciones diferentes. Cada una de ellas con su personal, sus medios técnicos y sus prioridades. Cada una de ellas sujeta a sus propios criterios políticos. Porque eso es lo que son las comarcas: centros políticos. Instancias en las que escenificar el combate por el trozo de pastel que las urnas otorgan a quienes se someten a su juego. Las comarcas, lejos de ser potentes centros de gestión, son foros nuevos a los que los partidos políticos pueden trasladar las luchas y equilibrios de su  eterna contienda por el poder. Con los cargos comarcales pueden pagar a alcaldes y concejales que de otra forma no cobrarían ni un duro por su dedicación. Con la contratación de personal pueden satisfacer a fieles y simpatizantes. Las comarcas no pueden transformar el territorio porque sus competencias son de escasa relevancia. No pueden ahorrar porque no implican reducción o amortización de otras instancias administrativas. No pueden traernos paz y sosiego porque en ellas afloran con la misma intensidad que en el Parlamento de la nación o el autonómico las eternas rencillas políticas que tanto y tanto aburren.

El caso que nos ocupa presenta, además, dos peculiaridades que lo hacen especial. Por un lado la comarca del Bajo Aragón-Caspe, como su nombre indica, parece condenada a ser el espejo en el que se refleje la vida política caspolina, con toda su complejidad, su atomización y su desagradable mal rollo, sin que sus demás miembros puedan pasar de ser meros convidados de piedra o, a lo sumo, cooperadores necesarios. Por otro lado, esa vida municipal caspolina se articula hoy en torno a una anomalía política difícil o fácilmente explicable: A diferencia de lo que ocurre en Zaragoza, PP y PAR son incapaces de gobernar juntos. Está claro que si, como ocurre en Zaragoza, PP y PAR gobernaran juntos las críticas que  en estos días estamos escuchando serían otras, o vendrían de otros. Esa y no otra es la esencia de la política.

Lo ideal sería que los populares del Baix Aragó-Casp profundizaran en su queja, ahondaran en la verdadera esencia del problema y, en lugar de lamentarse por los sueldos, corrieran a Zaragoza a solicitar a las altas instancias de su partido que pusiesen fin de una vez por todas a una institución tan, hasta el momento, inútil como las comarcas. O al menos tal y como hasta la fecha ha sido concebida. Corren tiempos de ajustes y todo ayuda a cumplir con las exigencias de los mercados. Aunque, claro, si las cosas se ponen chungas y Mariano decide apretar siempre resultará más fácil cerrar una planta de la Casa Grande, dejar de contratar a varios interinos en cualquier instituto o recomendar al rector de la Universidad de Zaragoza que suba las tasas que pedirle al partido con el que no solo gobiernas en coalición sino que compartes candidatura a las Cortes Generales que renuncie a uno de sus juguetes favoritos. ¿Y saben por qué? Porque con las cosas de comer no se juega. Eso es algo que PP, PAR y PSOE tienen clarísimo, una de las escasas cosas en las que siempre coinciden. Y es que esa, y no otra, es la esencia de la política.

Jesús Cirac

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