África: el continente del futuro

Kapishya-Shoebill-Kasanka-Kundalila 014Me está entrando complejo de Shar Pei: haciendo el perro durante horas y con crecientes arrugas que me van tapando la visión.  Supongo que simplemente se me están cerrando los párpados.

Todavía, entre la bóveda de palmeras y flora tropical, puedo ver las estrellas de un firmamento septentrional que aún me es ajeno.  Mi mente divaga entre la laxitud producida por los vahos sulfurosos y el estado de alerta causado por los instintos atávicos que no están muy convencidos de que a los cocodrilos no les guste el agua caliente.   Al menos, aquí no hay heces de hipopótamo flotando alrededor, como era el caso de las aguas termales de McBride. .. y, lo que es mejor, tampoco están los defecantes paquidermos.

No tengo más faenas que flotar y meditar.  Empiezo a pensar sobre si las puñeteras hormigas guerreras que nos invadieron la tienda ya habrán decidido trasladar su campamento militar lejos de nuestro territorio.  No te das cuenta de que las tienes sobre ti hasta que una de ellas te muerde y… ya es demasiado tarde.  Entonces comienzan las santas maldiciones y los bailes endiablados al compás, hasta que uno se tiene que despelotar (siempre hay una, como mínimo, que llega hasta el fondo… hasta los más bajos fondos).

Pronto, mis divagaciones me llevan a los eventos de la cena y su sobremesa.  El dueño, Mark, nos ha deleitado con otra velada llena de cuentos  africanos, salpimentados con la ironía inglesa que todavía fluye, a borbotones, por sus venas.  Durante el día arrastra su amargura, tanto de su eterna resaca escocesa como de la nostalgia por un pasado que no hay duda de que fue mucho mejor; por la noche, realiza el cambio de máscaras teatrales, tragedia por comedia, y entra en escena con su flamante sonrisa de anfitrión cautivador.  Sus artes oratorias son arrolladoras y a los convidados, ya petrificados, sólo nos cabe preguntarnos cómo de boquiabiertos nos dejará su próxima anécdota.

Su abuelo creó la finca en la que nos encontramos, Shiwa Ngandu, a principios del siglo XX siguiendo el sueño africano de tantos aristócratas británicos.  Desde la entrada de la ostentosa mansión colonial, con sirvientes locales todavía hoy vestidos de levita, se puede observar el lago y los fértiles campos que ocupan lo que, por naturaleza, debería ser sabana.  Sin duda se trata del mismo tipo de tierra en la que viven, malviven y muchas veces ni siquiera sobreviven, la gran mayoría de zambianos y “que con el agua cerca se van del sitio”, como nos recuerda el himno, aparentemente universal, de Labordeta.  Éste es el punto desde el que centrifugan casi todas las anécdotas y relatos de nuestro anfitrión: la maldición del “carpe diem” africano.  He de reconocer que el concepto se me antoja bastante “generalizante” y, hasta cierto punto, racista, pero dos años de experiencia africana me obligan a darle cierta razón.

Los locales poco saben del término acuñado por Horacio, sin embargo lo siguen a rajatabla, aunque de forma más prosaica de lo que nos presenta la poesía medieval.  Sus genes no les permiten olvidar que el futuro es un bien de lujo por estas latitudes y la mentalidad del día a día les recuerda constantemente que el concepto “largo plazo” caduca en menos de veinticuatro horas.  El choque cultural está servido cuando los blanquitos vienen, o venimos, y les queremos dar lecciones de cómo invertir para un futuro prometedor.

Durante la cena, tomo apuntes mentales de las historias que me gustaría recontar.  Apañado voy; pertenezco al extenso club de los que se saben todos los chistes y que, cuando llega tu momento de gloria para contarlos, no te acuerdas ni de uno.  Compruebo que estar casado trae ciertas ventajas memorísticas al escribir este artículo.

El anfitrión deja claro continuamente que su filosofía con los locales es la de darles los medios, los materiales y/o la financiación; pero nunca lo que exactamente necesitan.  Éste es el grave error que han cometido innumerables ONGs, creando una cultura de pedigüeños que obtienen lo que necesitan sin esfuerzo.  No hace mucho tiempo, el consejo de locales le pidió unas mesas para la escuela.  Mark les ofreció la madera y los tornillos que necesitaban, de forma que sólo tenían que poner la mano de obra.  Tristemente, la escuela continúa sin mesas.

En otra ocasión, una trabajadora del hotel le pidió un préstamo para comprar harina y así producir pan.  El negocio iba bastante bien y generaba beneficios que le permitían comprar más harina y ampliar poco a poco su “panadería”.  Al poco tiempo la mujer acudió a Mark pidiéndole dinero porque no tenía ni un gramo de harina.  Se había gastado todo en una pequeña televisión.  Contaba también una historia con similar moraleja de un “empresario” que empezó a construir ataúdes y los vendía en la ciudad.  Pronto le llegaron varios pedidos, con los que no pudo cumplir ya que no era justo que él estuviera trabajando mientras la mayoría de la aldea se reunía a charlar y jugar mancala a la sombra del baobab.

Las redes anti-mosquito para la cama es otro clásico en el repertorio del cuentacuentos. Las ONGs se empeñan en darles a los nativos lo que sus mentes y conciencias occidentales les dictan y no lo que les demandan los locales… o quizá haya que plantearse educarlos antes de ofrecerles cosas que creen que no necesitan.  Muchos africanos argumentan que es mejor morir de malaria que morir lentamente de hambre; así que utilizan las redes anti-mosquito que reciben para pescar.  Mark comentaba que se habían dado casos de muertes debido al insecticida que impregna la red, lo cual no lo he podido corroborar, pero lo que es seguro es que muchos de los hijos de los pescadores morirían de malaria, esa enfermedad por la que no se preocupan mucho (el resfriado africano) y de la que dicen que el Dios que les llevamos los blanquitos les libra.

Otro tema recurrente es el de las iglesias y las millonadas de dinero que sabiamente invierten en, qué si no, iglesias, valga la redundancia.  ¿Qué necesita África?  Templos para pasar los domingos; con esto se solucionan todos los problemas de un continente.  Mark comentaba cómo en una ocasión había mandado, literalmente, a “tomar pol culo” (en inglés todavía suena más directo) a uno de los ricos clientes de su hotel.  Éste, testigo de Jehová, se dedicaba a limpiar su, supongo, sucia conciencia y reservarse una de las 144.000 plazas de su cielo post-apocalíptico construyendo un templo cada diez kilómetros.  No tengo claro que harán en el interior vacío de sus sólidos muros, pero no me extrañaría que dieran clases de lucha cuerpo a cuerpo para pelearse por una plaza celestial: 144.000 puestos para unos ocho millones de testigos de Jehová en el mundo… más vale que estén preparados ante una probabilidad tan baja (ni las oposiciones españolas pintan tan mal).

Mark continúa con historias de mujeres que hacen todo el trabajo mientras el hombre se reúne con los amigos, de tener que elegir entre un teléfono móvil o medicinas (por supuesto la tecnología siempre gana), de corrupción, de… simplemente, de África y de su relación de amor-odio con este su continente de nacimiento.  La velada no termina hasta tarde, pero, como todo buen espectáculo también tiene su fin y se hace hora de refrescarse, recalentarse en este caso, en las aguas termales antes de meterse en la tienda de campaña y disfrutar de la sinfonía animal de la noche zambiana.

En mis últimos segundos en el agua (o me salgo ya o realmente serán mis últimos segundos) me viene a la cabeza la frase de que “el fútbol es el deporte del futuro en Estados Unidos”; a lo que un sonriente estadounidense añadía acto seguido: “y siempre lo será”.  No puedo evitar extender la frase a África: el continente del futuro.

Información adicional:

El lugar se llama Shiwa N´gandu y las aguas termales dentro de la finca se conocen como Kapishya.

El siguiente libro trata la historia de la finca y su creador:  The Africa House de Christina Lamb.

 Sergio Ferrer Giraldos

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