Anacrónicas africanas (II)

 

Tiro al blanco

Acabo de parar en una gasolinera.  Le echo un vistazo al mapa.  Mecagüen la leche (el original era más divino), ya me he vuelto a pasar la calle.  Salgo por la izquierda de la estación de servicio y tuerzo a la derecha para dar un giro en u, como hace todo el mundo.  Bueno, todo el mundo negro.  Hay un claro problema, soy un “muzungu”, el blanco perfecto para la policía.

Estoy preparado para cruzar la calle, cuando de repente se para un minibús de transporte público, modelo LSA (lata de sardinas azul).  Se abren las puertas y saltan un par de policías en plan los hombres de Harrelson (va medio sueldo a que nadie sabía cómo se escribe esta palabra).  Uno se coloca al lado de la ventanilla derecha, donde está el volante, y mientras me dirige la palabra, su compañera mete la mano por la ventanilla izquierda, levanta el seguro y se acomoda dentro del coche.  Comienza el aleccionamiento.

Ésta es una vía de un solo sentido.  Bla, bla.  Esta maniobra es extremadamente peligrosa.  Bla, bla.  Todo el mundo en Lusaka sabe que esto no se puede hacer.  Bla, bla.  Si no conoces la ciudad, monta a alguien que te pueda guiar.  Bla, bla.  Vamos al cuartel general.  Por supuesto, al señor Ferrer le va el barro.  Primer día de vacaciones, prisa cero, a discutir tocan.

La mayoría de los policías en Lusaka no tienen vehículo propio, así que tienen que recurrir al autostop o, si es una emergencia, a un taxi que tendrá que pagar la persona que está en apuros.

Durante el camino me siento con la presión de cuando hice el examen práctico de conducir… no parpadees, ni se te ocurra cometer el mínimo error.  Paro en un stop.  ¿Por qué paras?  Porque hay un stop.  Todo el mundo sabe que en este stop ya no hay que parar.  Ah.  Me estoy empezando a sentir fuera de este mundo.  Deben de haber enviado una circular a “todo el mundo” sobre cómo conducir en Lusaka… ¡y no me incluyeron!

Llegamos al cuartel de la policía.  La señorita abre la puerta y me pregunta ¿y ahora qué hacemos?  ¿Una ligera insinuación de corrupción? Noooo, nunca en Zambia.  Le pido que me lleve con su superior.  La oficina del oficial es amplia, con buenas vistas a los 360 grados, aunque, eso sí, bastante embarrada.  Vale, aceptamos aparcamiento como despacho de oficiales.  Allí hay una veintena de agentes, unos ocupados con los paquetes de multas, otros más ocupados con los paquetes del almuerzo.

Empieza mi periplo de agente en agente y tiro porque me toca; a veces con una audiencia circular de diez o doce.  Quizá ése era el momento de fama que todos nos merecemos una vez en la vida.  Explico por enésima, y zetaésima vez si es necesario, mis argumentos.  No había señal de prohibido el paso a la salida de la gasolinera.  Bla, bla.  No había línea continua ni flecha obligando a girar a la izquierda (toque factual, gesto de asombro).  Bla, bla.  He conducido en una veintena de países y nunca he visto nada así (toque de experiencia, muestro el pasaporte).  Bla, bla.  Soy profesor y siempre instruyo a mis alumnos en la honestidad (toque sentimental, lagrimita).  Bla, bla.  Nunca haría algo así intencionalmente (toque responsable, mano al corazón).

Los agentes continúan con su teoría pseudo-conspiratoria de “todo el mundo lo sabe” y su alegato al sentido común en el centro de Lusaka; sin duda alguna, el menos común de los sentidos cuando conduces en las calles y carreteras zambianas.  Al final vence el sentido de la razón y la justicia… o posiblemente de la pesadez.  Ferrer 1 – Policía 0.

Por supuesto, mis encuentros con la policía no siempre terminan victoriosos.  En otra ocasión fui detenido por adelantar en línea continua, continuamente descolorida en una recta de dos kilómetros.  Las cosas empezaron a ir mal desde el principio.  Bueno, lo peor que podía ocurrir es que mi esposa (¿alguna vez se acostumbra uno a esta palabra?) iba en el asiento del copiloto.

En mí, siglos de endogamia caspolina han modificado ciertos genes hasta crear la naturaleza canallesca que nos caracteriza: todo vale para librarse de un marrón (o azul o verde, como dice el cántico juvenil que termina con un cabrón es un cabrón).  En ella, su 50% de alemán responsable vence por goleada a su 25% de italiano descarado, su 12.5% de irlandés juerguista y su 12.5% de ruso caótico.

Yo ya había conectado el modo argumentativo, entre diplomático y “soy guay”, y había reducido la multa de ochenta euros (un par de sueldos para la mayoría de los zambianos) hasta los ocho euros.  Ahí empezó la auténtica batalla… contra los alemanes.

Fräu Hehl, mi esposa (todavía no me acostumbro), comenzó su intervención sobre cómo debemos ser un modelo y no caer en la corrupción policial.  Mi respuesta, no sé si honesta o nublada por mi puño prieto, fue que el dinero de la multa tampoco iba a ir a ninguna parte, ya que se lo quedarían los corruptos oficiales, o los corruptos políticos, o cualquier otro corrupto personaje por el camino; para eso, prefiero que se lo quede mi corrupto bolsillo.

La discusión estaba perdida desde el principio.  Al final, nos unimos a la selecta minoría zambiana de pagadores de multas.  Supongo que hicimos lo correcto, pero… ¿dónde se quedó el dinero?  Quiero creer que ayudará a solucionar el millar de problemas imperantes en la inoperante Zambia.  También quiero creer en los Reyes Magos de Oriente.

Sergio Ferrer Giraldos

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