Anacrónicas asiáticas: los descendientes de Babel

 

Como cada mañana, cuando paso por la recepción de mi bloque de apartamentos, sonrío amablemente, hago una pequeña reverencia (como el conejo con la cara de vergüenza) y suelto un sonoro y casi infinito sawasdeecraaaaaaap.  Le pongo buena voluntad, pero seguro que no he atinado ninguno de los cinco tonos que puede tener cada sílaba de este misterioso idioma digno de una película de artes marciales.

Me encantaría entablar conversación con los diligentes recepcionistas, pero ya he utilizado el veinte por ciento de mi vocabulario tailandés y con el ochenta por ciento restante no creo que profundicemos demasiado en nuestra relación:

– Soi pat (calle ocho).  Porque sé mi nombre y mis apellidos y también la calle donde yo vivo.  Gracias, Arco Iris, por recordarnos lo que es realmente importante en esta vida.

– Trompay (todo recto).  Imprescindible para dar direcciones cuanto vas ídem.

– Mi mi mai? (¿Tienes un oso?) También imprescindible para… no sé, compradores de osos (peluches, gominolas, mascotas) y ególatras enmimismados.

– Krap.  Éste es el comodín que usas a todas horas y para todo, como un “pues” para un buen aragonés o un “venga”.  Suena muy similar a “mierda” en inglés, así que me da la impresión de estar jurando en arameo, bueno, en siamés, todo el día.

Pues sí, patético.  Ahí termina mi conocimiento del léxico tailandés.  Ésta ha sido toda mi inmersión lingüística durante un año completo.  Ni siquiera me ha dado por memorizar los cuatro insultos que uno siempre se aprende cuando llega nuevo a un país.  Y a uno le vienen a la mente esas frases tan manidas que se escuchan frecuentemente por otras latitudes y longitudes: ¡¡Malditos extranjeros que llegan a nuestro país y ni siquiera se preocupan por aprender nuestro idioma!!  ¡¡Había que extraditar a todo el que no hable nuestra lengua pasado un año!!

Bueno, bueno, antes de que me manden a la “krap” y me expulsen de este paraíso tropical, vamos a retroceder once años en la historia de este que escribe y suscribe.

Recuerdo la primera vez que llegué a Osaka, mi primer destino internacional, perdón, segundo (Teruel también existe… ¿internacionalmente?), y lo que más me sorprendió fue la cantidad de expatriados que llevaban años y años viviendo en Japón y chapurreaban lo justo, o nada, la lengua de Murakami.  Sinceramente, me parecía una vergüenza y una tremenda falta de respeto hacia los nativos y su cultura.  Así que, inmediatamente, pensé que no quería ser uno más de “ellos” y, “pos” eso, me puse a estudiar como un poseso.  Japonés, bah, pan comido: dos silabarios de 48 signos cada uno más unos cuantos millares de símbolos chinos… al menos los sonidos vocálicos son clavados al español y no hay tiempos verbales.  Al final de mi año de estancia me defendía como un cabritillo, bueno, un “choto” japonés, o lo que es lo mismo, poco.

Luego vino mi experiencia fragatina con el LAPAO.  Por cierto, ¡qué cachondos estos tecnócratas y sus denominaciones!  Podían haber sido incluso más osados en su desquiciamiento y haber cambiado la “L” de lengua por la “C” de “chapurriao” y se les quedaba un perfecto “CAPAO”.  Bueno, voy a saltarme este año que pasé desterrado en la (potencial) frontera y continúo con Turquía.

Todavía estaba convencido de las bondades de aprender el idioma del país de acogida y ahí me puse otra vez.  El “bueno” de Ataturk (dictador cruel donde los haya, pero ¿dónde estarían los pobres turcos sin él?) me había facilitado la faena deshaciéndose del alfabeto árabe allá por los locos años veinte.  De todas formas, la situación era la misma que en Japón; uno vive en la burbuja de los expatriados, que no te deja sumergirte de lleno en la cultura local. Conclusión al final de dos años: nuevo fiasco lingüístico.

En Suiza, comencé estudiando alemán estándar, porque los dialectos suizos no se escriben y utilizan el alto alemán para ese propósito.  Genial (pronunciado “guenal” en alemán), ahora incluso tenía que estudiar dos idiomas.  Además, a los suizos no les suele gustar hablar alto alemán, no sé si por un complejo de inferioridad, o de superioridad, y te acaban, más bien te empiezan, respondiendo en inglés.  Lo de que los helvéticos hablan sus cuatro idiomas oficiales es un poco mito, de hecho, en innumerables ocasiones prefieren utilizar el inglés como lengua franca.

En Zambia ya ni me puse con el bemba o el nyanja, u otra de las 72 lenguas locales, siendo que el inglés es el idioma oficial y que la clase media zambiana prefiere hablar inglés de andar por casa a rebajarse con los dialectos nativos.

Y así llegamos a Tailandia.  Después de tantas oportunidades lingüísticas, resulta que tan sólo hablo español, normalmente mal, y algo de inglés, que no me sirve ni para entender a mi esposa… pero bueno, supongo que esto no es una cuestión lingüística.

La cuestión es que aprender un idioma no es tan fácil como muchos se puedan pensar.  Por algo será que España sufre de una terrible epidemia de monolingüismo (enfermedad curable, eso sí); por no mencionar el desprecio a otras lenguas que se hablan incluso a escasos kilómetros de donde provengo.

No quiero excusar a muchos inmigrantes que, tras años en España, continúan sin dominar la lengua de Cervantes.  Sin embargo, sé lo que se siente cuando se vive en un estado de temporalidad en un lugar; cuando trabajas todo el día y lo último que deseas es llegar a casa y ponerte a estudiar; cuando la gente que realmente te importa se comunica en el mismo idioma que tú; cuando mucha gente de tu país de acogida no tienen ningún interés en saber qué piensas…

Por lo menos, yo tengo la suerte de ser emigrante por elección y, además, con dinero, para los estándares de mis países de adopción, con lo cual me evito que se me juzgue y se me discrimine.

Sergio Ferrer Giraldos

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