El club privado… del amor

Nueve meses de embarazo, más dos bolas extra en forma de semanas de desesperante espera, dan para mucho en cuanto a imaginarte el momento en el que tendrás por primera vez a tu hija en brazos: alegría lacrimosa, creación del eterno lazo paterno, incontinencia emocional y una larga lista de expectativas “sentimentaleras”.  Sin embargo, cuando llegó el momento, mi estado se podría resumir pura y duramente con la palabra confusión.

Tras quince minutos surrealistas en la sala de operaciones (abre, saca, ¡¡qué cosa más azul!!, pero respira o no respira, primera foto de familia, “cheeeeeeeese”, vaya caretos los tres, fuera de aquí), me dejaron a solas con la chiquilla momificada en una sala llena de cunas vacías.  Y allí estaba yo, observando al angelillo, igual que podría haber estado contemplando una camada de gatitos recién nacidos, inconsciente de la responsabilidad que se me acababa de caer encima.  Mis pensamientos seguían en la sala de partos, donde yo debería estar dando mi apoyo incondicional a mi esposa tras la vorágine partera… en vez de con esta desconocida.

Así que de amor a primera vista casi que no.  De hecho, ni te das cuenta de cuándo surge y cuánto crece.  Hasta parece irracional que se pueda amar a alguien que da tanto mal y que te deja en estado cataléptico continuo por ausencia total de sueño.  Pero, de repente, catorce meses después, tienes una revelación y te das cuenta de la explosión inenarrable de amor que se ha producido en tu vida.  De hecho, eres capaz de escribir “amor” y otros derivados de la palabra en un solo texto tantas veces como los habías mencionado en los cuarenta años de existencia previa… y no te importa que te traten de hortera.

Huelga decir que no todo es maravilloso.  Para empezar te da un ataque de vulnerabilidad existencial; ya no eres el superhombre que se atreve con todo.  La casa se convierte en un campo de minas; hay peligros acechando en cada esquina (de hecho, las esquinas son los peores peligros en sí).  Tienes que luchar constantemente contra tu instinto paternal para no convertirte en uno de esos padres sobreprotectores que tanto odias.  Pierdes tus principios y acabas cayendo en una buena parte de las prácticas que antes criticabas de “esos malos padres”… todo en aras de la supervivencia.  Tus amigos con hijos mayores, de los que tanto te habías reído por ser unos calzonazos, te sueltan lo de “a cada cerdo…”.   Y ya ni nos metamos con el tema del cóctel molotov de hormonas maternas… de esto, inexplicablemente, nadie te avisa.

Sin embargo, para mí la madre de las revelaciones ha sido el amor de ídem, de madres, y también de padres.  Es triste que hayan tenido que pasar cuarenta años para darme cuenta de lo que realmente me quieren mis padres.  De repente, le encuentras un nuevo sentido a la “inútil” lucha de las madres de la Plaza de Mayo; comprendes a esos padres que encubren a su hijos criminales; sientes cierta simpatía (la justa, tampoco nos pasemos) por los padres de esos alumnos que nunca tienen la culpa de nada; te das cuenta del esfuerzo consciente que se necesita para no mimar y para no presumir de hijos… porque objetivamente mi Kaila es la cría más guapa, más inteligente y más espabilada que nunca haya visto.  Realmente, esto del amor paternal es como una secta o la masonería (lo mismo para el caso) sobre la que la gente puede hablar, pero no se aprecia ni una mínima parte de su extensión hasta que uno se mete de cabeza.

Pues sí, por fin, comprendo lo de “ya te tocará, ya, cuando tengas hijos” y me tocará arrepentirme de cuando estaba de vacaciones durante dos semanas sin una triste llamada de teléfono (la ausencia de noticias son buenas noticias argumentaba algún inconsciente adolescente) o cuando pasaba las tardes emulando a Ángel Nieto con una triste “Mobileta” o cuando… bueno, mejor lo dejamos aquí, que va pareciendo un confesionario.

Quizá vaya siendo hora de decir esa frase que en la cultura de mi esposa (EEUU) la sueltan a todas horas sin pensar y no pocas veces sin sentirlo, mientras que en la nuestra casi nos tienen que torturar para soltarlo.  Pues eso, papa y mama (sin tildes), que se os quiere un montón.

Sergio Ferrer

Kaila en el túnel verde - 10 agosto 2014 027

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