Una amiga mía, que ahora habla inglés como los ángeles (bueno, en plan hispano de los suburbios de Los Ángeles) se encontraba en sus primeros días en Carolina del Norte y sólo le quedaban dos dólares y cincuenta centavos en los bolsillos.  El hambre apretaba y, dada su situación financiera, decidió deleitarse con un menú degustación en un restaurante tradicional de la tierra… pues eso, que se fue a un McDonalds.

De la selecta carta pidió la hamburguesa que costaba exactamente, sorpresa, sorpresa, dos dólares y cincuenta centavos.  Tras unos minutos de espera, una voz robotizada le anunció que su pedido estaba preparado y se acercó presta al mostrador.  El robot parlante, con un alto parecido humano, le entregó su hamburguesa, con un alto parecido a carne, y le entregó la cuenta que ascendía a… dos dólares y 68 centavos.  Mi amiga, en su inglés “castizo”, le comentó que debía haber algún error porque ella no había pedido ningún extra; a lo cual, el busto cajero le contestó que sí, que había un extra que eran los “taxes”.  Esto tranquilizó bastante a mi amiga, que le dijo al dependiente que por favor le quitaran esos “taxes” de su hamburguesa, por muy bien que supieran, ya que no le llegaba el dinero para más.

Si hay alguna costumbre de mis países de acogida que realmente odie,  es que los precios que se muestran no sean los precios finales.  Impuestos federales, impuestos estatales, el cubierto, el servicio, el pan, el reparto, el IVA, el Benía… la lista es casi infinita, como la estupidez humana.  Sin embargo, la madre de todas las confusiones para un españolito son las propinas.

Uno salía de España sin haber dado más propina que el duro que te sobraba del café y con el claro convencimiento de que dar propinas era dar pie a la continuación de una injusticia universal.  ¿Acaso me habían dado alguna vez una propina trabajando de profesor?  ¿No eran los clientes de Adidas (perdón, adidas) en toda España unos tacaños por no darnos propinas a los trabajadores del almacén?  ¡¡Por supuesto que no!!  Todo sería tan fácil si los restaurantes ofrecieran el precio final y pagaran a sus camareros un salario decente y competitivo.

Mi militancia “anti-propinera”, todo en defensa de los ideales de justicia, me llevó en ocasiones a irme de restaurantes dejando ínfimas o nulas propinas.  Contentos se quedarían los camareros que debían de cobrar unos tres euros a la hora y que dependían completamente de la generosidad, o de la cantidad tácitamente esperada, de los clientes.  O aún peor, aquel pobre turco que tenía que subir cincuenta y tres peldaños con dos garrafas de agua de veinte litros al hombro, para que el justiciero universal le despidiera con un muy gracioso “teşekkür ederim” y le “propinara” una palmadita en la espalda.

Unos cuantos países después sigo tan confundido como al principio con este tema.  De hecho, todavía mantengo que el sistema es sumamente injusto e ineficiente y que no sería demasiado complicado mejorarlo.  Supongo que es uno de los muchos casos en que la justicia universal,  esa que las mentes privilegiadas y clarividentes creemos, o creíamos, que está por encima del bien y del mal, debe adaptarse a las necesidades locales… al menos temporalmente.

Todos tenemos un pasado oscuro del que pudimos escapar.

Sergio Ferrer

Ronald

 

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