Incidente en la Plaza de la Virgen o el otro Pregón de las Fiestas de Caspe.

 

Lo del Pregón de las Fiestas siempre me ha parecido un coñazo pero este año un colega me animó a ir. Nos costó llegar porque era sábado, las calles estaban atestadas de paseantes y, con demasiada frecuencia, teníamos que pararnos a saludar a viejos amigos o familiares. Eso es, sin duda, lo mejor de Caspe. Al menos para los que vivimos fuera y venimos de vez en vez. Recuerdo que mi colega hablaba de ello. Su sobrino había terminado los estudios en el Instituto con buenas notas y se proponía cursar una carrera técnica en la Universidad de Zaragoza para lo cual había alquilado un piso en la ciudad que iba a compartir con otros dos compañeros, también caspolinos.

La escalinata de la Iglesia lucía imponente con tanta gente y tanta luz. Yo no prestaba demasiada atención a lo que allí acontecía pero, desde la distancia, podía distinguir a los miembros de la Corporación Municipal con sus bandas relucientes, a las damas o mozas o reinas y a los miembros de la Coral ordenadamente dispuestos. Nos detuvimos al final de la calle Mayor. No queríamos entrar en el mogollón. Desde allí podíamos ver y oír. Seguimos con nuestra charla incorporando a otro amigo al que hacía tiempo que no veía y al que acompañaban su mujer, su nuera, sus nietas y su hijo, también amigo. Formamos un pequeño corro cuyo discurso se vio interrumpido en el momento en que, inesperadamente, una mano golpeó el pecho de mi amigo. El golpe fue enérgico pero no se me ocurrió pensar que presagiara una agresión porque quien lo había lanzado era otro vecino de Caspe “de toda la vida”, una persona de unos sesenta años, cuyo rostro conocía de vista desde siempre. Creía estar asistiendo a una escena entre dos compadres bromistas, uno de esos encuentros entre vecinos que se conocen bien y a los que solo la confianza faculta para saludarse a golpes. Pero no.

El recién llegado retiró la mano a cambio de acercar su rostro crispado al de mi amigo y espetarle, con evidente desconsideración y en un tono de voz deliberadamente alto: “¿Tú también escribías en internet cuando los putos socialistas metían a gente en el Ayuntamiento?” Mi amigo, veterano en este tipo de lances, contestó con una sonrisa y un lacónico “Sí, claro”. Estuve lento. No llegué a darme cuenta de lo que realmente ocurría hasta que el recién llegado continuó con “Has dicho que a mi sobrina la han colocado a dedo pero tú también trabajaste para el Ayuntamiento y entonces no decías nada” y ahí fue cuando caí en la cuenta de que quien hablaba no era otro que el marido de una concejala del Tripartito que en ese preciso momento, a escasos cien metros de donde nos encontrábamos, ocupaba su lugar en el sancta sanctorum de la pompa y circunstancia caspolinas para inaugurar formalmente ese tiempo de convivencia y concordia ciudadana que se supone que son las Fiestas.

Una situación así le corta el rollo a cualquiera. ¿Qué hacer? Empujé suavemente a mi amigo intentando alejarle de la primera línea de fuego. Él, poco dado a amilanarse, apostó por rebajar la tensión con un “Este no es sitio para hablar de estas cosas” que solo sirvió para calentar aún más al recién llegado (vamos a seguir llamándole así) quien hinchó teatralmente su pecho, pegándolo al de mi amigo, y, mirándole a los ojos, le amenazó con un “¿Adónde quieres que vayamos para hablar?” Afortunadamente el hijo de mi amigo se interpuso entre ambos imponiendo su físico y su cordura. Al parecer el recién llegado interpretó correctamente el mensaje y procedió a desaparecer entre la multitud con la misma rapidez con la que había llegado. No sin antes regalarnos los oídos con un “Tú lo que eres es un mierda y un pelota de los putos socialistas” cuyo mal fario recordaré mientras viva como una letal letanía flotando sobre el “Caspe, Caspe la de los olivos, etcétera” con el que ya se habían arrancado las voces de la Coral dando oficialmente por comenzadas las Fiestas.

Así contada, la cosa puede resultar incluso chusca pero les aseguro que no lo fue. Nos quedamos todos bastante chafados y, aunque podía percibirse en la atmosfera un denso rastro de efluvios alcohólicos, ni siquiera así conseguía explicarme lo sucedido. No fue solo la brusquedad o el tono amenazante y chulesco con que aquel vecino de Caspe trató de amedrentar a otro de sus vecinos aguándole la fiesta a otros tantos. Había algo más. Uno puede beber más de la cuenta o dejarse llevar por los nervios o la ira. Ello hubiera resultado comprensible. Pero no fue eso lo que yo presencié aquella noche.

Lo que aquel hombre le reprochaba a mi amigo no era que hubiera inventado algo en relación a su familia. En ningún momento le oí cuestionar la veracidad de lo que hubiera dicho o escrito. Lo que a él le llevaba a ese estado de agresividad e intolerancia era el hecho mismo de que lo dijera, de que no lo callase. Lo que él reclamaba con tanto ardor era el silencio cómplice, la aceptación incondicional de una situación tan poco deseable en democracia como la contratación a dedo por parte de la Administración. Y su principal argumento descansaba sobre el hecho de que, en su opinión, mi amigo no hubiera denunciado con la misma diligencia otros casos que él imputaba a los “putos socialistas”. La estructura profunda de su relato venía a decir lo siguiente: “Si unos lo hacen, los demás también podemos hacerlo. Si a unos no los acusas tampoco puedes acusarnos a nosotros. Así que, cállate la boca y mira para otro lado”. No había, pues, remordimiento, ni vergüenza, ni siquiera una ligera incomodidad ante hechos que a la mayoría de los ciudadanos nos harían agachar la cabeza y buscar desesperadamente el anonimato. Tan solo había orgullo, bravuconería, prepotencia. A mi juicio, lo que hacía de aquel incidente aparentemente banal un acto de una horrible trascendencia pública, era la clara percepción de que aquel padre de familia adulto y responsable, aquel vecino seguramente tan ejemplar en otras muchas cosas, lo que en realidad estaba exigiendo era la excepcionalidad de toda normalidad democrática, su derecho inalienable a hacer lo que le saliera de los cojones y a que los demás, encima, lo aceptáramos en un completo y cómplice silencio. Y lo peor de todo es que creo que, además, estaba convencido de que era justo y razonable.

Continué la noche en la verbena de San Roque. También allí encontré a viejos amigos con los que compartir cerveza y charla hasta el amanecer. Las Fiestas, las noches de agosto, encarnan muchas de esas cosas por las que cada año volvemos al pueblo en el que nacimos y crecimos. A veces una cierta idealización tiñe de colores amables los recuerdos y tendemos a creer que las cosas siguen siendo como cuando éramos jóvenes e ingenuos. Pero no es así. Cualquiera que conozca el Caspe actual sabe que bajo esa apariencia late una realidad que resulta cualquier cosa menos idílica o feliz. Hoy, más que nunca en su Historia, Caspe está dividido y cabreado. Bien entrada la noche, cuando ya empezábamos a quedar muchos menos en el baile, me ocurrió algo curioso: mis ojos pudieron acceder a la contemplación del degradado pavimento de la vieja plaza a través de las piernas de los más trasnochadores. Puede sonar absurdo pero la visión de aquel suelo agrietado, avejentado y maltrecho, seguramente el mismo suelo que tenía la plaza cuando yo era un niño, me hizo volver a pensar en lo ocurrido horas antes durante el Pregón.

Y mi mente se disparó. Pensé en toda la energía desperdiciada, en todo el tiempo malgastado, en las malas caras y en los enfrentamientos; en aquel concejal consorte, maleducado y grosero, que hizo el ridículo delante de tanta gente y en todos los absurdos argumentos que durante años había escuchado de boca de muchos de mis paisanos. También pensé en el Sexto Centenario y en la Veracruz y en el turismo religioso y en los malditos museos y en el Mar de Aragón y en todas esas memeces. Y sobre todo pensé en el sobrino de mi amigo. Caspolino, hijo de caspolinos, joven, buen estudiante, que, en unos días, acometería el trayecto más interesante de su vida lejos de Caspe. Me atrevía a pronosticar su itinerario vital casi con exactitud. Terminar la carrera, probablemente un Erasmus, buscar curro dentro o fuera de España pero, con toda seguridad, lejos de su ciudad natal, formar una familia. Durante años seguiría volviendo a su pueblo en busca de todas esas cosas que un día apreció, los amigos, la familia, los recuerdos, y un día, ya mayor, simplemente dejaría de hacerlo y se lo tragaría el olvido. Admito que a esas horas yo ya estaba algo borracho y que, probablemente, desvariaba un poco pero lo cierto es que no podía dejar de preguntarme si en tan amplio espacio de tiempo, antes de que ese joven se convirtiera en un tipo tan viejuno y resabiado como yo mismo, algún responsable municipal llegaría a darse cuenta de que el suelo de la Plaza de San Roque necesitaba un buen parcheo. Digo yo que un día u otro tendrán que bajar a la Tierra.

Jesús Cirac

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