Indalecio: el santo que no nació en Caspe

Escudriñar sobre esta figura, en el marco de la Hagiografía, supone adentrarse en la aurora de la cristianización en la Península, indagar en sus mitos y sumergirse en las luchas intestinas de una Profesión Religiosa que consume su energía en justificar y acomodar, en el tiempo histórico, hechos y circunstancias de difícil encaje lógico.

Jaca atesora, hoy, en su Catedral los restos de San Indalecio, allí arribaron desde San Juan de la Peña, su morada anterior. Muy turbio y misterioso fue su traslado desde Pechina, la Bayyana islámica (Almería), hasta el Monasterio aragonés, pero lo sorprendente es que al adalid de la cristianización, en la Bética, se le tenga por natural de nuestra Ciudad.

La inquietante demostración de Valimaña sobre la filiación caspolina del Santo invita a una ligera investigación. Pronto se averigua que en torno a su figura se ha producido una larga batalla intelectual, que por supuesto obviaremos, donde es irrelevante su lugar de nacimiento.

El Doctor Gabriel Pascual y Orbaneja (Calificador del Santo Oficio de la Inquisición, Catedrático de Teología de la Universidad de Osuna, Magistral de púlpito, Vicario de la Iglesia de Velez Málaga, Arcipreste y Prior en la Santa Iglesia Catedral de Almería y Dean, electo Obispo de la Iglesia para el Reino de Nápoles, que renunció) en 1699 imprime a su costa, una obra fraccionada en tres partes: Vida de San Indalecio y Almería Ilustrada en su antigüedad, origen y grandeza. Historial discurso de su primer Obispo y Prelado Apóstol de Andalucía. Allí, entre sus abundantes páginas, dedica un ímprobo esfuerzo en recomponer una historia de Almería, entreverada con la vida y obra del Santo.

En la Parte Segunda, Capítulo Primero: Naturaleza origen y patria del Gran Prelado San Indalecio, el afamado historiador señala, tras barajar otras posibilidades, que nuestro protagonista es un hebreo natural de Toledo. Un joven inquieto y culto al que las autoridades, de la sinagoga, envían junto a Eufrasio como legados a Jerusalén para entrevistarse con María Santísima, Señora Nuestra, y con San Pedro, a propósito de la injusta sentencia que había recaído sobre Nuestro Señor Jesucristo. Por cierto, Ella misma los bautiza y reenvía junto a Santiago y otros discípulos a Hispania, con la misión de extender la nueva doctrina entre los buenos judíos de aquellas Provincias.

Indalecio irá y vendrá de Toledo a Jerusalén cumpliendo diferentes misiones. Nombrado Obispo, tras haber participado en la inhumación de Santiago en los confines de la Tierra, centra su misión apostólica en la Bética, de hecho la tradición lo reconoce como el primer Obispo de Urci (Almeria).

Sin entrar en el delicioso anecdotario, cargado de citas y apostillas, que nos brinda el Dean en su obra, cabe extraer algunos de sus postulados más relevantes: que el mensaje, entonces herético, de la secta cristiana, en el tiempo que media entre el ajusticiamiento de San Esteban y la presencia de Pablo, iba destinado exclusivamente a los judíos, que los judíos afincados en Hispania también se dividieron y muchos quisieron participar de aquellas enseñanzas.

En resumen, aceptando en parte el planteamiento del erudito, la cristianización primera se abrió paso a golpes en y entre las comunidades judías. Fueron tiempos muy difíciles para los sectarios, quienes con posterioridad habrán de recapitular y cribar los acontecimientos de aquellos años para el consumo interno de los nuevos adeptos, los gentiles.

Indalecio nace en Toledo y realiza su primer viaje a Jerusalén hacia el año 35. Es lógico, solo así puede ser coetáneo de Santiago y conocer el embrión de la cristiandad en Tierra Santa. Notorio es que esta perspectiva aleja la figura de Indalecio de nuestra Ciudad, pero eso no debe extrañarnos ya que Orbaneja no utiliza, para el tiempo en el que circunscribe la acción, siglo I, ninguna fuente que haga referencia a la misma.

Más reciente, 1978, en la obra de D. José García Antón  Urci y San Indalecio, se apunta con indudable rigor que los Siete Varones Apostólicos, entre los que se encuentra Indalecio, son una creación mítica. El producto de la recalificación y reorganización de la cristianización de la Península. Una leyenda tejida al norte del Ebro, tras la invasión musulmana, en el siglo X por acólitos de una Iglesia que dirigen los benedictinos, quienes en su afán uniformador eliden ciertas evidencias: que la cristianización peninsular brotó con el trasiego comercial con el Norte de África, que, como atestigua la arqueología, la propagación de la nueva doctrina es un fenómeno que no se detecta en nuestras tierras hasta mediados del siglo II.

Es evidente que tras los Varones Apostólicos, y el reconocimiento de sus andanzas, se oculta la aviesa intención de aniquilar la tradición mozárabe, heredera de la primitiva cristiandad hispana, que sufrió las persecuciones, asimiló a los visigodos y convivió, codo con codo, durante al menos III siglos con los musulmanes.

Entonces, ¿que pasa con Jaca, con la reliquias?, Bueno, esa es otra historia. Un novelón, donde se entrecruzan: eremitas, monjes copistas, judíos, Abades, militares de fortuna, mozárabes, ángeles, Reyes, cronistas románticos y carlistas. El resultado una aventura coral que se desplaza durante varios siglos y cuya finalidad última es acercar a los piadosos, a la gente sencilla, los héroes de la Cristiandad, manejando exclusivamente el criterio de la fe.

Pues bien, todo monasterio que se precie ha de atesorar en su cripta los restos de un señalado Príncipe de la Cristiandad, pero San Juan de la Peña carecía de  huesos con ese marchamo. Por ello su Abad Don Sancho con la inestimable ayuda de su pariente y mercenario castellano Don García, uno de tantos que sobrevivía en la frontera, consigue el trofeo, para mayor honra del Monasterio y de los Reyes de Aragón. El Rey Don Sancho y el Infante Don Pedro su hijo, por cierto, están presentes en el momento de la recepción de los venerables restos, en plena Cuaresma.

Dos intrépidos monjes del monasterio, posible carne de horca en sus anteriores andanzas, se trufaron en la variopinta mesnada del Don García, jefe de la hueste cristiana de Murcia al servicio del Rey moro, y aprovechando las racias sobre Almeria (1084), con ayuda de un ángel se apoderan de los restos de un mártir local hispano-romano que descansa, en su martyrium, custodiado y venerado por los mozárabes. Apresuradamente huyen a lomos de borricos, siguiendo el camino mozárabe que conduce al Norte y gira en San Juan de la Peña para continuar hacia Santiago, llevando al Monasterio su botín.

La pregunta sería ¿que tienen que ver estas peripecias con nuestra Ciudad? Aunque la Diócesis Almeriense desprecia la tesis de Urbaneja mientras corrobora lo referido por Valimaña, sobre la vida y obra del Santo, aceptando que Indalecio es natural de Caspe, entendemos que esa licencia se mantiene por respeto hacia los sentimientos piadosos de nuestra Ciudad, la tradición y la fe, ya que una aseveración así carece de rigor en el ámbito de la Historia.

Caspe, lo lleva marcado a fuego en su propio nombre, es una fundación musulmana y su crecimiento definitivo se produce a la sombra del Castillo de Bailío. Por tanto, al menos VIII siglos separan el nacimiento de nuestra ciudad de los hechos atribuidos a Indalecio. Mantenerlo en ese limbo histórico es fruto de intereses que no conocemos y que poco o nada interesan.

La política de exterminio que se aplicó a las otras confesiones religiosas, judíos y musulmanes, mientras se abría paso el Renacimiento, fue brutal. El Espíritu de Cruzada no tuvo problemas para aposentarse en nuestras tierras, pues beneficiaba económicamente a los menos, cristianos viejos, y en base a la furibunda discriminación religiosa sometía y empobrecía a los más. Frente a la persecución, por causa de la fe, nuestros antepasados intentaron diferentes argucias y no resulta extraño que aquella mayoría de nuevos cristianos, los conversos, fomentasen en base a  cualquier circunstancia, más o menos extraordinaria, situaciones de hecho que los encaramase en ola cristianizadora, al tiempo que procuraban blindarse frente a nuevos ataques de la Inquisición. Orbaneja cita al Obispo de Pamplona Don Fray Prudencio de Sandoval quien en La historia sobre el Rey Alfonso VI, narra como tras la toma de Toledo, por el Castellano-Leonés, los judíos le exhiben misivas, escritas en hebreo, que desde aquella plaza enviaron a Jerusalén para oponerse a la condena a muerte que pesaba sobre Nuestro Salvador Jesucristo. Sagaz modelo de redención de los judíos toledanos que ya se desmarcaban de la ortodoxia y se eximían de toda culpa frente a los ardientes conquistadores castellanos, herederos del crucificado. Pero no todos los perseguidos tenían tanta capacidad debiendo optar por soluciones menos ingeniosas. Así, no es de extrañar que las juderías se sanearan con ermitas, ocupando los solares en los que antes se erguían las sinagogas, o que las intrincadas calles de los populosos barrios moriscos, tras la expulsión, se flanquearan con capillas en honor a Santos y Vírgenes. Un intenso fervor religioso, durante aquel tiempo, se apoderaba de todos y los gestos públicos en honor a los nuevos iconos menudeaban, pues solo así se aplacaba a los Nuevos Señores.

Otro aspecto interesante del asunto asoma desde el Romanticismo,  movimiento apasionado, útero del nacionalismo y enemigo del rigor histórico. Entre sus vapores cabe incluir el empecinamiento de Valimaña por demostrar la filiación del Santo en nuestra Ciudad. Quizá necesitaba  poner en valor una tradición que, a todas luces insostenible, se tambaleaba, o puede que influido por los carlistas, numerosos e influyentes, pretendiera robustecer esta advocación oponiéndola a las incómodas ideas avanzadas que ya circulaban por nuestra Ciudad.

Bueno, los habitantes de Roma conocen, admiten y reproducen en su beneficio la leyenda de los dos mamones (Rómulo y Remo), eje de su origen mítico, pero indudablemente no la creen. Nosotros debemos tomar nota y hacer lo mismo, pues como señala el último dialogo de la película Con faldas y a lo loco, “Nadie es perfecto”.

 Nicolas Bordonaba Benito

San Indalecio 

 

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