El instituto y la Ética

“Estos jóvenes están cada vez más asalvajados”.  No importa de qué año, o siglo, hablemos; la misma sentencia se viene repitiendo generación tras generación.  ¡Con qué facilidad se nos olvida lo que hicimos nosotros cuando éramos esos jóvenes!  Los tan bien educados adultos que se quejan de la nueva remesa de quinceañeros eran los que fumaban como chimeneas en el mismo vestíbulo del instituto; oficiaban ritos iniciáticos en la sagrada pila bautismal; hacían “pirola” y se iban de cañas al Bar Sevilla… o, incluso, organizaban expediciones nocturnas para robar al enemigo documentos de valor incalculable en su propio territorio: los exámenes que se guardaban en la sala de profesores.  Así que, como no puedo competir con anécdotas gamberras, me dedicaré a pedir perdón.

Yo siempre había dado Religión, por mucho que mis últimas convicciones cristianas ya se hubieran disipado una vez que recibí los regalos de la Primera Comunión.  Sin embargo, se necesitaba mucho más que falta de fe para plantearse la salida de la manada tribal y unirse al grupito de los raros de Ética.  La ocasión la pintan calva y, convencido por lo poco que “curraban” los raritos, finalmente decidí oficializar mi apostasía escolar en tercero de BUP.

El primer día de clase se apareció Martín; melena al viento y con un reguero de risas a su espalda.  El profesor de Ética, y casualmente Griego, era carne de cañón entre los machitos adolescentes de principios de la década de los noventa.  Pero lo peor de todo es que ¡nos quería hacer trabajar en su clase! ¡Eso era un auténtico atentado contra las normas morales, y por supuesto éticas, del instituto!  Sin demora, inicié mi propia revolución juvenil, en aras de la objeción de conciencia (siempre la ética por delante).  Luché por mis derechos, supongo que a la vagancia estudiantil, a base de una estudiada actitud pasivo-agresiva, mientras cubría la mesa con las iniciales de mi ¿amor? de aquella época.  Martín, tan humano como su tocayo, ni se inmutaba en su regio estoicismo.  Llegó el final de trimestre y finalmente obtuve los frutos por los que tan duro había trabajado: tener el honor de, supongo, ser el primer estúpido al que le “catearon” Ética en la historia del instituto.

¿Hay alguien en su sano juicio que dude de la existencia del karma?  Supongo que Ganesh, en su elefantina sabiduría, siempre tuvo bien claro que mi destino sería convertirme en profesor y sufrir en mis propias carnes la insolencia adolescente.

Cada vez que mi “querido” Daniel, o cualquiera de los otros danieles, me boicotea una clase, echo la vista atrás y el recuerdo de las clases de Ética me insufla cierta esperanza existencial: supongo que muchos de aquellos insolentes adolescentes no acabamos tan mal.

Perdón, Martín, con muchos años de retraso, y muchas gracias por haber intentado dar sentido a las clases de Ética.  Su continuo desprecio caracteriza, o caricaturiza, perfectamente a nuestra sociedad.

Sergio Ferrer Giraldos

Este texto ha sido uno de los tres finalistas en: «¡Cómo hemos cambiado! 50 años del IES Caspe» – Concurso de anécdotas

Alumnos del IES Mar de Aragón (entonces José María Albareda) hacia 1990

 

 

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