Javier Sagarra de Moor (primera parte): «En el Consejo de Guerra quedó probado que no teníamos intención de matar a nadie. No hay nada de lo que tenga que arrepentirme».

 

 

El Agitador continúa con su serie de entrevistas a los protagonistas de la política caspolina. Hoy charlamos con uno de sus históricos. Javier Sagarra lleva décadas dedicado de una u otra forma a la vida pública. Desde una u otra trinchera, toda su vida ha estado dedicada a este menester. Ello le ha llevado a militar en partidos de izquierda y también en formaciones de corte conservador, a pasar por la cárcel, a fundar formaciones políticas, a querellarse, a pactar. Ha sido diputado, presidente de la Comarca, concejal en el ayuntamiento de Caspe durante muchas legislaturas, también teniente de alcalde y alcalde. Para unos es un ángel. Para otros muchos un demonio. Unos le aman. Otros muchos le odian. A nadie deja indiferente.

Esa es la idea que ronda mi cabeza mientras me dirijo a la cafetería zaragozana en la que nos hemos citado. Nunca antes he tenido oportunidad de charlar con él y, sinceramente, no sé qué es lo que me voy a encontrar. Siento un vivo interés por su persona pero me desconcierta lo extraordinariamente opuestas que resultan las opiniones que sobre Javier Sagarra he obtenido entre mi círculo cercano. Un buen tipo. Un ogro. Un tío listo y trabajador. Un oportunista. Un hombre sincero. Un demagogo. La gran esperanza para Caspe. Un desastre. Intuyo, también, que, muy probablemente, él querrá obviar determinados detalles de su vida que a mí son los que más me interesan. Pocas veces me he enfrentado a una entrevista con menos certezas.

Como casi siempre, los principios resultan un tanto fríos. Él tampoco me conoce a mí, aunque enseguida compruebo que posee alguna información sobre mi persona. Eso es bueno, me digo, él también ha trabajado. Pedimos en la barra, nos sentamos en una mesa, hablamos sobre la crisis, sobre el trabajo… nos relajamos y nos metemos en faena…

Siempre empiezo de la misma forma: cuéntanos como fue tu entrada en la política. La política es mi vida. Empecé con dieciocho años y me moriré con ella. Mi vida ha sido ir superando permanentemente etapas, estar en constante evolución.

Vayamos a esa época en la que tenías dieciocho años. Yo vivía en Zaragoza y lo que quería era ser militar, como mi padre, pero acabé dedicándome al mundo del Derecho. En la Facultad, enseguida, me involucré en la lucha revolucionaria contra la Dictadura franquista. Estamos más o menos en 1969. Yo estaba muy influenciado por lo que había sido el Mayo francés de 1968. Recuerdo que escondí en casa material revolucionario que me había confiado un amigo. Paso de ser un buen estudiante, de familia conservadora y religiosa, en la órbita de Acción Católica, a ser un revolucionario implicado en las primeras huelgas. Me acuerdo de que el Decano de la Facultad era un profesor de Derecho Canónico que se apellidaba Salazar, un tipo bastante autoritario. Un día, en clase, los estudiantes protestamos pateando el suelo y Salazar me echó de clase. Yo me planté. Le dije que solo saldría del aula si me lo pedían mis compañeros. Al final fue él el que se tuvo que marchar.

Un pequeño triunfo. Sí, pero aquello me costó no poder seguir con la carrera. Me invitaron a dejar la Universidad.

¿Qué hiciste entonces? Entré a trabajar en una empresa de parquet como obrero sin que mi familia supiese nada.

Tampoco lo de tu abandono de la carrera. No. Yo ya estaba metido en la lucha y no quería alarmar a nadie ni levantar sospechas. Lo mejor era adaptarse a la nueva situación sin  hacer demasiado ruido.

¿Pertenecías a algún colectivo? Había entrado a formar parte del “Colectivo de la Hoz y el Martillo”.

¿Cual era vuestra orientación? Supongo que estarías lejos de la órbita del PCE. Sí, sí. Para nosotros el PCE era una organización revisionista. Nosotros estábamos entre el trotskismo y el maoísmo.

¿Era un colectivo grande? ¿Cómo estaba organizado? Éramos pocos y nos organizábamos en células que a su vez se integraban en tres aparatos. Laboral, Propaganda y Militar. Cada célula estaba integrada por tres miembros. Los miembros de cada célula desconocían la identidad de los miembros de las demás células. Yo me integré en el aparato militar. Nos encargábamos de lo que llamábamos la “acción directa”.

¿Cómo era esa vida clandestina y peligrosa en una ciudad provinciana y pequeña como Zaragoza? Era complicada porque sabíamos que era fácil caer y sabíamos lo que significaba eso. Nos reuníamos en una finca que tenía mi familia en Garrapinillos, allí nos entrenábamos e imprimíamos panfletos de propaganda. Mi nombre de guerra era “Fidel” porque siempre sentí mucha simpatía por la Revolución cubana. Disponíamos de armas que conseguimos por diversos medios, yo mismo robé algunas a mi padre y a mi abuelo. Entre los tres miembros de nuestra célula habíamos hecho un pacto según el cual, en el caso de ser detenidos, antes de cantar, nos quitaríamos la vida para no perjudicar al colectivo.

¿Qué tipo de acciones llevasteis a cabo? Muy variadas. Entramos en la Facultad de Veterinaria a “expropiar revolucionariamente” la fotocopiadora. Aunque la más destacada fue la del consulado de Francia que fue la que precipitó la caída del colectivo.

¿No tienes problemas en hablar de eso? ¿Por qué? En el Consejo de Guerra quedó acreditada la falta de intencionalidad. No pasa nada.

Me alegro. Eso me facilita el trabajo. Hablemos, pues, de ello. Yo entonces tenía veintiún años. Hacía veintiún días que me había casado con Cristina, a la que conocí en la Facultad porque era compañera de clase.

¿También ella era militante? No, ella no tenía nada que ver. Ni siquiera era conocedora de a qué nivel estaba yo comprometido con la lucha revolucionaria.

Sigamos. Habíamos planeado realizar una acción en el consulado de Francia en Zaragoza para protestar por las detenciones de miembros de ETA VIª Asamblea que se estaban realizando en aquel país. Únicamente buscábamos publicidad, no teníamos ninguna intención de causar daños personales a nadie. El consulado estaba cerca del Colegio de La Salle, por la zona de la Plaza San Francisco, no recuerdo la ubicación exacta. La acción consistía en entrar en el consulado, quemar el despacho del cónsul y desalojarlo de todo su personal. Al mismo tiempo teníamos que verter un bote de pintura roja sobre el cónsul para que, al salir a la calle, todo el mundo lo viera empapado en pintura con aquella pinta ridícula. Eso era todo.

La versión que yo había escuchado era que le habíais envuelto en una alfombra y que habíais vertido la pintura sobre ella. No, eso es falso.

¿Qué fue lo que falló, entonces? Habíamos conseguido agrupar tanto al cónsul como al personal del consulado en un salón que había cerca de la entrada cuando prendimos fuego al despacho del cónsul con gasolina o algún otro líquido inflamable, no lo recuerdo exactamente. Lo siguiente era salir ordenadamente a la calle y, una vez allí, marcharnos. Ya habíamos rociado con pintura al cónsul, cuando este, al ver el fuego en su despacho, salió corriendo del salón en dirección al despacho que ya estaba ardiendo. Todo estaba controlado. Habíamos estado, incluso, charlando con él, explicándole que aquello no tenía nada que ver con él a nivel personal, que era solo una protesta contra su país…

¿Por qué crees que hizo algo así? Lo desconozco. Supongo que querría rescatar alguna cosa de valor que hubiera allí dentro. Dinero, documentos, no lo sé. Después he sabido que el cónsul era una persona influyente, con muchos intereses. El caso es que la pintura ardió en contacto con el fuego, cosa que ninguno de nosotros había previsto ni tenido en cuenta. Lo que planteamos como una acción incruenta acabó en una muerte.

¿Murió en el acto? No, tardó unos días en hacerlo. Con los años he sabido que quizá podría haberse salvado. Se plantearon llevarlo a Madrid, donde poseían los medios para curarle, pero se empeñaron en hospitalizarlo en Zaragoza…

¿Qué hacer en una situación así? Escapar. Estaba claro que iban a ir a por nosotros. Además alguno de nosotros perdió el D.N.I. en el consulado con lo que a la policía le costó poco atar cabos. A las once de esa noche me avisaron de que la policía iba tras mis pasos y se me indicaba que debía huir a Italia, obviamente no a Francia. Solo en Italia había posibilidad de recibir ayuda. Esa misma noche cojo el coche de la empresa de parquet, un cuatro latas, y me pongo en camino hacia Santa Coloma de Gramanet. Allí tenía que encontrarme con un enlace en un bar cuyo nombre aún recuerdo: Aragón.

¿Cómo conseguiste llegar hasta Barcelona? Supongo que habría controles por todas partes. Hice el trayecto por la carretera nacional. Me ayudó a evitar a la policía el hecho de que el coche fuera de empresa. Recuerdo que, cada vez que veía un control o un coche de la policía, me ponía en paralelo a un camión y circulaba por el arcén medio oculto. Como es de imaginar, estaba nervioso. Me acuerdo que no llevaba armas, de lo contrario me habría pegado un tiro. Al llegar a Santa Coloma, me falló el contacto. Por medio de la prensa me enteré de las detenciones de mis compañeros en Zaragoza y tuve claro que me estaban esperando en la frontera. Aún así, decidí jugármela porque en aquel momento no tenía otra alternativa.

¿Por qué paso fronterizo? Port Bou. Yo llegué a Figueras de noche y pregunté por la frontera. Seguí camino con el coche y, al llegar a la garita del puesto fronterizo, me pidieron el pasaporte y me preguntaron el motivo de mi viaje. Dije que iba a Las Landas a comprar parquet. Recuerdo que el funcionario se hizo un poco de lío con la foto de mi pasaporte. En la foto de mi D.N.I. llevaba bigote pero no en la del pasaporte y eso le hizo dudar un poco. Podría haber aprovechado esos momentos para arrancar el coche e intentar cruzar la tierra de nadie y entrar en Francia pero eso me hubiera costado la vida con toda seguridad. Me pidieron que esperase y enseguida llegaron varios secretas armados y fui detenido.

¿Adonde te conducen? Primero a Figueras y de ahí a la Comisaría de Vía Layetana, en Barcelona. Tuve suerte de que me detuviera la policía secreta y no la Guardia Civil. Era una garantía de que no me iba a pasar nada extraño. De hecho, mientras me conducían a Figueras, ya preso, fuimos detenidos por un coche de la Guardia Civil. Uno de los guardias me dijo: “Sal a mear”. Yo sabía lo que eso significaba. No salí. Si lo hubiera hecho tenía muchas posibilidades de que me hubieran pegado un tiro por la espalda y de que hubieran justificado el asesinato con la aplicación de la famosa “Ley de fugas”. Esas cosas pasaban mucho por aquel entonces.

Pero a ti te juzgan en Zaragoza. Sí. En Vía Layetana me esposaron a un radiador y me interrogaron. Pasé allí unas horas y enseguida me trasladaron a Zaragoza. A la Comisaría de Policía del Paseo María Agustín.

¿La misma que aún existe junto al Pignatelli? Sí, la misma.

¿Cómo fueron los interrogatorios? ¿Fuiste torturado? Yo no pero mis compañeros sí. En cualquier caso, no canté. Lo primero que hicieron fue dejarme a solas en una habitación sentado frente a una mesa sobre la que habían dejado una pistola. Yo ya sabía lo que me pasaría si la tocaba. Acabaría arrojado por la ventana igual que aquel estudiante de Madrid que había muerto así poco tiempo antes.

¿Te refieres a Enrique Ruano? Sí.

¿Y de ahí pasas a prisión? A Torrero, donde en principio permanecí incomunicado durante veinte días. Estuve en Torrero hasta la celebración del Consejo de Guerra. Tuve suerte porque un familiar de mi madre era Jefe de Servicio y eso facilitó algo las cosas a nivel de enterarme de lo que pasaba fuera y tal. En cualquier caso, yo era un preso político y estaba protegido.

¿Cómo fue la experiencia del Consejo de Guerra? Lo primero que tengo que decir es que el atentado tuvo lugar el dos de noviembre de 1972 y la detención tres días después,  el cinco. Pues bien, ¡la sentencia del Consejo de Guerra es del cinco de febrero de 1973! ¡Apenas habían pasado tres meses! El Consejo de Guerra respondía a lo esperado. Nos aplicaron el Código Penal Militar. EL fiscal solicitó pena de muerte. El fallo del primer Consejo fue de treinta años.

¿Primero? Sí, luego hubo un segundo, que se celebró en el edificio del C.I.R. que estaba en el Barrio de San Gregorio y ahí se revisó la pena y se elevó a cuarenta y siete años.

¿En qué penal cumpliste? En varios. Yo había retomado los estudios de Derecho que había tenido que dejar cuando lo del Decano y, para examinarme, fui enviado a la Cárcel Modelo de Barcelona que era donde se celebraban los exámenes de los presos universitarios. Ingresé en la Tercera Galería, donde estaban los más peligrosos. Durante ese periodo pude contactar con presos de la Quinta Galería, los políticos, gentes del PSUC y tal. Y otra vez de vuelta a Torrero, desde donde fui de nuevo trasladado al Penal de Alcalá de Henares siendo separado del resto de mis compañeros que fueron destinados al de Jaén.

¿Cómo era tu vida en prisión? ¿Mantenías los contactos con otros militantes políticos? ¿Seguías militando? Sí, por supuesto. Seguí con mis ideas y con la militancia. Y además conocí a mucha gente que estaba en situaciones parecidas a la mía. Yo lo que hago fundamentalmente en la cárcel es continuar con la carrera, hasta el punto de que cuando salgo en el 77 he conseguido licenciarme y he sacado también algunas asignaturas de Económicas. También trabajo dando clases a otros presos junto al maestro, con quien trabé muy buena relación. Y también en la imprenta que había en el penal y en el botiquín haciendo casi de practicante.

¿Cuándo y en qué circunstancias sales de prisión? Salí en libertad el treinta de julio de 1977. Fue consecuencia del indulto general que se produjo en marzo de aquel año. Por otra parte me habían rebajado mucho la pena porque salvé a varias personas en un incendio que se produjo dentro.

Cuéntanos más acerca de eso. Dentro del penal había varios talleres penitenciarios en los que los presos trabajaban. Un día vi salir humo del taller de carpintería. Se había producido un incendio. Abrí una puerta y con una manta mojada entré dentro del taller y conseguí sacar a diez o doce presos. Fue un incendio tremendo en el que murió mucha gente. Nos dieron una mención especial por ello.

Al salir de la cárcel, las cosas eran bien distintas de cuando entraste en ella. Franco había muerto, se empezaba a intuir el nuevo régimen político que estaba aún por llegar pero cuyo trazado parecía bastante claro. En ese momento, si mis cuentas no fallan, tenías veintiséis años, te habías licenciado en Derecho y, lo más importante aunque apenas lo hemos comentado de pasada, estabas casado y tenías una familia ¿De qué manera afrontaste ese momento? ¿Te planteaste seguir en la lucha? ¿Preferiste arrojar la toalla? Como te he comentado, en la cárcel conocí a mucha gente. Concretamente, hice buena relación con gente de ETA VIª y tuve una oferta para incorporarme profesionalmente al despacho de abogados de Juan Mari Bandrés, que había sido el abogado defensor en los procesos de Burgos, y que luego lideraría con otros ex polis milis aquel partido que se llamó Euzkadiko Ezkerra que, al final, acabaría integrado en el PSOE.

Buena oferta. Sí, sin duda. Era una puerta importante que me hubiera llevado quien sabe adonde. Pero, tú lo has dicho, habían cambiado las cosas y yo ya había arriesgado bastante. Estaba casado y tocaba cambiar de aires. Mi mujer era de Caspe y su padre era procurador. Nos planteamos abrir bufete allí y empezar una carrera profesional juntos. A partir de entonces me iba a dedicar tan solo a ser abogado y a salir adelante como tal.

O eso es lo que creías entonces. Bueno, ya te he dicho que la política es mi vida.

Decías al principio de la entrevista que eras hijo de militar y que, en general, tu familia era bastante conservadora. ¿Consiguieron encajar tu implicación en un atentado con resultado de muerte y la posterior estancia en prisión o lo tomaron como un baldón inaceptable? Mi padre era Teniente Coronel, durante la Guerra Civil había sido Alférez Provisional y había combatido con los nacionales en el Frente de Aragón. Cuando tuvo noticia del atentado lo primero que hizo fue presentar su dimisión, que le fue rechazada. Dicho esto, mi padre, y en general toda mi familia, se volcó en mi defensa hasta el punto de que mi relación con él mejoró incluso.

Tengo la sensación de que lo ocurrido aquel 30 de octubre de 1972 en el despacho del cónsul francés en Zaragoza marcó tu destino para siempre. Estoy convencido de que si las cosas hubieran resultado de otra manera probablemente ni siquiera estaríamos sentados aquí ahora mismo. Creo, además, que aquello ha supuesto una dura carga que llevar ¿Compartes esa opinión? No me ha perjudicado en absoluto. No me ha cerrado puertas. Tampoco yo me he escondido. Siempre lo he explicado a la cara, de forma pública e incluso publicada. En el Consejo de Guerra quedó probado que aquello fue un accidente, que no teníamos intención de matar a nadie. No hay nada de lo que tenga que arrepentirme. Repito, fue un accidente.

Dices no dar más importancia a aquel suceso pero es un hecho que ello forma parte del argumentario que con mayor frecuencia utilizan quienes te atacan. Bueno, hay gente que no tiene problema en confundir los hechos para perjudicarme… (en realidad, utiliza un apelativo bastante castizo para referirse a dicha gente, pero nosotros optamos por no incluirlo)

Después de cuarenta años, ¿Cómo valoras lo ocurrido aquel día? ¿Crees que mereció la pena apostar tanto? Siento orgullo por la militancia y por lo hecho en defensa de las ideas que entonces nos parecían las adecuadas para el momento que vivíamos en este país. Y pena, también, claro, pena por las consecuencias que, repito, nadie quería. Pero yo creía que tenía que hacer lo que hice y fui consecuente.

¿Pero obtuviste el resultado esperado? ¿Estás convencido de que lo que hiciste sirvió para algo? La gente de mi generación, dimos nuestra vida, toda nuestra energía por la defensa de lo que creíamos. A nivel personal, creo que mi sacrificio no sirvió de nada. La realidad posterior me ha decepcionado. Está claro que se han conseguido muchas de las cosas con las que soñábamos, la igualdad y todo eso, pero otras muchas no.

Supongo que es una pregunta un tanto cursi, pero no me resisto a hacértela. ¿Qué queda en ti, a día de hoy, de aquel joven que se hacía llamar Fidel y se atrevió a dar un paso más allá de la línea que muchos nunca cruzaron? Sin esa parte de mi vida no se me puede entender. Mis principios generales no han variado lo más mínimo. Nunca he luchado contra personas concretas sino contra situaciones que, en ocasiones, tienen nombre y apellidos. Lo mismo se puede aplicar a mi actividad política posterior, ya en Caspe. Sigo pensando lo mismo que cuando era joven, sigo enfrentado a lo  mismo, la injusticia, la opresión, la desigualdad, solo que con otros medios, con otras herramientas: las del sistema democrático.

Continuará…

El veinte de enero de 1969, siendo Ministro de Información y Turismo Don Manuel Fraga Iribarne, el estudiante de Derecho madrileño Enrique Ruano Casanova, de veintiún años de edad, murió, supuestamente al caer desde la ventana del séptimo piso de un edificio ubicado en la calle General Mola de Madrid mientras asistía al registro de su vivienda en compañía de tres agentes de la Brigada Político Social que tres días antes lo habían detenido por repartir octavillas del Frente de Liberación Popular, popularmente llamado FELIPE, formación ilegal de izquierdas en la que militaba. Las circunstancias de la muerte del muchacho resultaron desde el principio muy sospechosas a pesar de que la versión oficial, convenientemente alimentada por la prensa del Régimen, especialmente por el diario ABC, afirmase que, llevado de su carácter depresivo, el joven militante se había zafado de los policías para arrojarse por la ventana buscando así eludir su responsabilidad. A pesar de las evidencias que hacían pensar que Enrique Ruano recibió un disparo antes de ser arrojado al vacío por los policías para camuflar así lo que fue un claro asesinato, nada se pudo demostrar y el crimen no solo quedó impune sino que los propios policías sospechosos de su muerte fueron condecorados apenas un mes después. Manuel Fraga, desde su despacho ministerial, mucho antes de convertirse en un prestigioso demócrata, se encargó de mover todos los hilos para evitar que la opinión pública se hiciese eco de aquel sucio asunto, llegando incluso a amenazar telefónicamente al padre de Enrique Ruano para que dejara de lamentar la muerte de su hijo. Alfredo Pérez Rubalcaba cita la muerte de Enrique Ruano como el momento en el que decidió iniciar su larga militancia política. Los tres policías que, presuntamente, liquidaron a Ruano nunca fueron condenados, llegando a desempeñar cargos de responsabilidad tanto durante la Transición como durante los gobiernos de la UCD y posteriormente del PSOE. Manuel Fraga Iribarne murió de muerte natural el quince de enero de 2012, casi exactamente cuarenta y tres años después de la fatídica defenestración de Enrique Ruano, a la edad de noventa años con todos los honores y la consideración de un verdadero padre de la Patria. 

 

A las 8,30 horas del día dos de agosto de 1972 un terrible incendió arrasó el pabellón destinado a taller de carpintería ubicado en el patio del penal de Alcalá de Henares. Fueron trece las personas que murieron en el desgraciado siniestro, doce de ellos internos y un empleado, a la sazón maestro carpintero. Ninguno de los internos pasaba de los veinticinco años de edad. Los cadáveres de las victimas fueron hallados totalmente carbonizados resultando del todo imposible su identificación.

 

Roger Tur murió a consecuencia de las quemaduras sufridas en el asalto a las oficinas del consulado de Francia por miembros del Colectivo la Hoz y el Martillo el dos de noviembre de 1972. La muerte le sobrevino a las 11,45 de la mañana del día ocho de noviembre en el Hospital Miguel Servet de Zaragoza. Había nacido en Nimes en 1904, tenía, por tanto, sesenta y ocho años en el momento de morir. Desde 1934 era el cónsul francés en Zaragoza, ciudad en la que residía y ejercía su actividad empresarial. Poseía un negocio, una fábrica de regaliz situada en la Calle Asalto. Además de cónsul y empresario, Roger Tur era una persona muy conocida en la vieja ciudad del Ebro, un hombre realmente popular. Lo que no sabía nadie era que, además de lo que parecía ser, Roger Tur era otras muchas cosas. No lo sabían sus amigos zaragozanos, ni las fuerzas vivas de la ciudad, ni las muchas gentes de orden que lloraron su pérdida. Tampoco podían saberlo aquellos tres universitarios que irrumpieron en su despacho una mañana de noviembre dispuestos a aportar su granito de arena en la larga lucha contra Franco. De haberlo sabido, quizá las cosas hubieran sucedido de manera distinta. En realidad la verdadera naturaleza de algunas de las actividades de Roger Tur se conoció mucho más tarde, en 2006, en el seno de una investigación histórica sobre el espionaje en España durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los tres universitarios eran ya adultos que habían conseguido rehacer sus vidas, mucho tiempo después de que salieran de prisión, cuando casi todo el mundo había olvidado lo ocurrido.

Lo explica muy bien el escritor y periodista de Heraldo de Aragón, Sergio del Molino, en su excelente libro “Soldados en el jardín de la paz”. En él se traza una aproximación histórica y sentimental a la presencia en Zaragoza de la amplia colonia alemana cuyos orígenes se remontan a la Primera Guerra Mundial y a la llegada a la ciudad de varios cientos de expatriados desde Camerún, hasta aquel entonces colonia alemana en el África occidental. En los años treinta y cuarenta del pasado siglo la ya veterana colonia germana de Zaragoza cayó irremediablemente bajo la influencia del Partido Nazi a través de la presencia de Albert Schmitz, director del Colegio Alemán, y de Gustav Seegers, cónsul alemán en Zaragoza, ambos nazis fanáticos. Roger Tur, jugando la baza de hacerse pasar por seguidor del régimen colaboracionista del Mariscal Petain, consiguió cultivar la amistad de Gustav Seegers y así se introdujo en el seno de la organización nazi que éste dirigía desde su domicilio en el número nueve de la Calle Costa de Zaragoza. Dicha organización, llamada “España o muerte”, perseguía facilitar la huida de Alemania a criminales de guerra nazis en coordinación con una célula radicada en Munich. Los nazis prófugos llegaban a Zaragoza y de inmediato eran empleados en cualquiera de los negocios que varios empresarios alemanes poseían en la ciudad y sus alrededores como paso previo a su nueva vida lejos de su pasado criminal y de los cargos que la justicia aliada pudiera presentar en su contra. Entre el quince de octubre de 1944 y el ocho de febrero de 1946, Roger Tur asistió a las reuniones de la organización nazi que presidía su amigo Seegers haciéndose pasar por lo que nunca fue. Durante esos casi dieciséis meses Roger Tur remitió al OSS (Office of Strategic Services), antecedente de la CIA, numerosos y detallados informes en los que informó a los servicios secretos norteamericanos de todos y cada uno de los pasos dados por Seegers y los suyos. El cónsul Gustav Seegers murió en Zaragoza en 1957, de muerte natural, disfrutando de su posición de respetado burgués dentro del organigrama social de la ciudad gracias a que Franco nunca atendió las reiteradas peticiones de extradición por parte de las autoridades aliadas para ser juzgado como nazi. También Ramón J. Campo en su obra sobre la estación de Canfranc y el tráfico de oro nazi proveniente del saqueo a los judíos centroeuropeos, refiere que Roger Tur estaba al tanto de las actividades desplegadas por la Resistencia francesa en ambos lados de la frontera.

Es un hecho que Roger Tur había sido un héroe, un antifascista convencido, capaz de arriesgar su vida en la defensa de un ideal y que en justa correspondencia fue condecorado por el Gobierno francés con la Legión de Honor. Explica Javier Sagarra que el inesperado desenlace de un golpe que se había planteado como incruento tuvo lugar al precipitarse Roger Tur en el interior de su despacho cuando este ya era pasto de las llamas y que no conseguía explicarse las razones que le llevaron a obrar así. No resulta difícil suponer que en aquel despacho habría muchas más cosas que dinero, sellos o documentos consulares. Aquel no era el despacho de un simple burócrata sino el de un espía, un hombre de acción, alguien que había hecho de la ocultación una parte importante de su propia existencia. Alguien como Roger Tur, acostumbrado a jugarse la vida ante tipos tan peligrosos como los agentes nazis, probablemente necesitara invertir poco tiempo en reflexionar acerca de la necesidad de jugarse la vida de nuevo para rescatar de las llamas quien sabe qué documentos, qué testimonios, qué objetos de un pasado que en 1972, vivo todavía el dictador y protector de nazis Francisco Franco, convenía seguir manteniendo en el secreto. Sabiendo lo que hoy sabemos sobre Roger Tur, las posibilidades que nuestra imaginación nos ofrece son ilimitadas. Sabiendo lo que hoy sabemos sobre Roger Tur, quedarnos sin saber qué es lo que intentó salvar de las llamas solo añade pesar a esta historia de por si triste y dramática.

Los caminos de la Historia son, a menudo, inescrutables y no es raro que su tránsito elija escribirse mediante enormes paradojas. Esta es una de ellas. El héroe antifascista murió a consecuencia de la acción, involuntaria pero funesta a la postre, que tres jóvenes no menos antifascistas que él quisieron llevar a cabo ignorando con quien se estaban jugando los cuartos. Seguramente aquel antifascista arriesgado y valiente murió intentado salvar de las llamas provocadas por tres jóvenes antifascistas huellas de un pasado en el que la lucha contra el fascismo exigió innumerables riesgos y sacrificios.

Una calle en el zaragozano barrio de Las Fuentes lleva el nombre del cónsul muerto. Si googlean el nombre de Roger Tur, lo que obtendrán será un aluvión de ofertas de pisos en venta en dicha calle. La crisis  tampoco respeta la memoria de los héroes.

 Jesús Cirac

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