Hace unos diez años realicé mi primer viaje  por el Sudeste Asiático con un colega argentino.  Sin comerlo ni beberlo (bueno, beber sí que bebimos y bastante)  dio la casualidad que terminamos nuestro periplo de hostales roedores (ocupados tanto por los ratas como por las ratas)  celebrando el Año Nuevo aquí mismo, en Bangkok.  Ente la marabunta de gente, manguerazos de agua, camisetas empapadas y el “moco” que llevábamos, acabamos separándonos.  A la mañana siguiente, yo tenía poco que contar, aunque hubiera querido tampoco recordaba mucho, pero mi compañero de aventuras, aparte de mojarse, había mojado…  bueno, una “churrupaílla” rápida.

Lo mejor de la historia que contó, entre un par de cafés bien cargados, fue como la terminó: “ahora que lo pienso no tengo muy claro si era un tipo o una tipa…pero, bueno, ¡qué importa!”.  Lo que yo transcribo en una línea, seguro que fue salpimentado con una docena de “boludos”, espolvoreado con unas pizcas de “cosos” y sazonado con un “che” cada media palabra.   Pero a lo que vamos, la historia era todo un alegato a la libertad sexual, de la de verdad, no la de boquilla… bueno, en este caso sí que fue de “boquilla”.DQMissTiffanys

¿Y a qué viene esta batallita del abuelo?  Pues simplemente que  el otro día estaba en la recepción de mi edificio, donde algunas madres veinte o treintañeras, de maridos blanquitos que les doblan la edad, se juntan a charrar de temas importantes mientras las nanas entretienen a sus hijos.  Las voces agudas y chirriantes (así se podría definir el timbre femenino tailandés) de las mujeres se entremezclaban, creando una dulce sinfonía de polipastos oxidados.  De repente, una voz ronca, de camionero (aparentemente si conduces un camión se te casca la voz de sopetón), surgió de entre el grupo de niños y niñeras, amonestando a un díscolo chiquillo.  Entonces, “ella”, perdón, ella sin insultantes comillas, se giró y pude admirar sus delicados rasgos neutros orientales… y ahí mismo empecé a divagar, cual Pablo Carbonell volando miles de millas inspirado en unas simples gotitas de agüita amarilla.

Lo primero que se me ocurrió fue gritar un “olé, olé, olé”. Olé por esta sociedad “tercermundista” en la que un travesti o transexual puede estar al cargo de la educación de unos niños “normales” con la más absoluta naturalidad.  Y entonces pensé en mi civilizado pueblo natal y en uno de los muchos personajes que como niños y adolescentes, y todavía como adultos mentalmente adolescentes, nos encargábamos, y encargamos, de vilipendiar.  Que tire la primera piedra el que no se haya reído alguna vez de La Pepi.  O todavía peor, según los estándares pecaminosos de Dante, ¿quién no se ha callado mientras alguien se reía de ella?

Luego, me puse a pensar en la cantidad de travestis y transexuales con los que me he encontrado en esta ciudad (en tiendas de electrónica, peluquerías, restaurantes, tenderetes callejeros…)  y cómo lo que sería un hecho anormal, y digno de comentarios y cuchicheos, en nuestras sociedades cristianodemócratas, no es más que otra interacción humana en la tierra de las sonrisas.

Entonces fue cuando me acordé de la historia con la que comenzaba y se me fue la olla con el hedonismo sexual.  Imaginemos que metemos dos hombres, de los de verdad, de los de pelo en pecho, en dos habitaciones diferentes con dos bombones tailandeses, versadas ellas en las más acrobáticas artes kamasútricas.  La única condición es que la puerta frontal se cierra a cal y canto.  Los dos machos pasan la noche de su vida, experimentando ambos por igual placeres nunca sentidos, y por la mañana, como ha venido ocurriendo por los siglos de los siglos entre hombres, fanarronean de todo lo que han hecho, aunque en realidad sea lo que les han hecho o les han dejado hacer.  El “problema” es que uno de los bombones era un Kinder y traía sorpresa.  ¿Se arrepentiría el machote de la noche que había pasado, aunque tan sólo un segundo antes de que se lo comunicaran había sido la mejor noche de su vida?  ¿Estaría dispuesto a repetir tan maravillosa experiencia? ¿Se lo contaría a sus colegas tras un par de cervezas?  No nos cabe ninguna duda de que las respuestas, en un 99% de los casos, serían sí, no, ¡¡¡¡NOOOOO!!!… siempre en este orden.  Quizá deberíamos dejar el experimento aquí con la última pregunta en el aire: ¿qué hay de malo en el placer sin prejuicios?

A mi máquina de divagar se le iba acabando la gasolina, pero, con las últimas pedorretas del motor, todavía me dio para recapacitar sobre la “vaginocracia” y “penecracia” en la que basamos las relaciones de pareja de nuestras sociedades modernas.  Se supone que decidimos pasar el resto de nuestra vida con alguien por su inteligencia, su sentido del humor, su compasión, su… resumiendo, su mente.  Dudo que alguien decida condenarse a cadena perpetua con otro alguien por el uno por ciento del tiempo que van a pasar “refrostrándose” lo que precede a las “cracias” anteriores (se escuchan las risas de fondo de un casado con hijos sobre ese estratosférico 1%).  Entonces, ¿qué tipo de sociedad es ésta en la que para validar una pareja se mira a los órganos sexuales en vez de a sus mentes?  Debe de ser que el cariño, la comprensión, la pasión, el compromiso… todavía los tenemos en los cojones… o quizá nos los pasamos por el forro de los mismos.

Ya para terminar, me gustaría expresar una sincera disculpa a todas las Pepis de este mundo, tanto por las calladas críticas como por los ensordecedores silencios.

Sergio Ferrer

Pepi

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