Un maestro fabarol en la batalla de Stalingrado: José María Meseguer Rams “Chema”

Acaban de cumplirse 75 años del final de la batalla de Stalingrado, la más sangrienta de la Segunda Guerra Mundial. Por tal motivo, recuperamos la historia del fabarol José María Meseguer Rams.

El 22 de julio de 1941 Hitler lanzaba el ejército alemán contra la Unión Soviética.

Ante el avance alemán, los internados o “casas de niños” españoles fueron evacuados hacia el este, a la región del Volga, a los Urales, al Cáucaso y al Asia Central.

La decisión de evacuación fue tomada y comunicada a los niños por la directiva española de la emigración y los representantes del gobierno soviético comisionados para la ocasión: Dolores Ibárruri, Juan Modesto y Enrique Líster, y Mijail Nikolay Alexandrovich, como primer secretario del C.C. del Komsomol.

 En vísperas de nuestra partida tuvimos la inesperada visita de Dolores Ibárruri, quien en el mitin que organizaron nos arengó a ser útiles a nuestra nueva patria, a no escatimar esfuerzos, dentro de nuestras diminutas posibilidades, para acercar al máximo el día de la victoria, que sin duda alguna no está lejana. Debíamos esmerarnos en los estudios, para el día de mañana ser hombres de provecho en nuestra patria democrática.

José María Meseguer

Marchamos a nuestros nuevos destinos dirigidos por nuestros directores, maestros y educadores hispanos y soviéticos. En algunos casos los soviéticos habían sido movilizados y fueron sustituidos por otros.

 Por fin llegó la orden de evacuación; fue el uno de agosto, y en buen orden, sin alboroto, disciplinadamente, conscientes de la gravedad de la situación nos dirigimos en autobuses a la estación fluvial Severni, donde nos esperaba una de las tres embarcaciones de lujo que navegaban por ríos y canales de la Rusia europea, el Iosif Stalin, idéntico, mellizo del Viacheslav Molotov, en el cual habíamos realizado nuestro viaje turístico por el canal Moscú-Volga recién inaugurado.

Viajábamos juntos los niños de la Casa Infantil nº 12 de Moscú (en la que trabajaba el fabarol José María Meseguer Rams) con los de la casa de Krasnovidovo, algunos se embarcaron directamente desde el tren. Habían tenido que abandonar precipitadamente los lugares asentados, dejar la cosecha casi madura; probablemente los alemanes disfrutarían de ella.

Al amanecer abandonamos Moscú, río abajo por el Moscova, afluente del río Oká, en cuya desembocadura se encuentra la ciudad de Kolomna. Llegamos a la altura de la ciudad muy entrada la noche. Los chicos dormíamos en cubierta sobre unos colchones y las chicas en unos camarotes. Nadie tenía ganas de dormir, apoyados en la baranda del barco escrutábamos el lejano horizonte, donde a larga distancia se divisaba el cielo iluminado por las explosiones y el resplandor de los incendios.

Por encima de nuestras cabezas de vez en cuando se oía el run run de motores y adivinábamos siluetas fugaces de aviones perseguidos y de los perseguidores. Alguno, decidido a aumentar la velocidad en su huida caótica, abrió las compuertas del depósito y descargó su carga mortífera en el río, cerca de la nave. El pánico fue total. Enormes montañas de agua surgían del fondo del río, balanceando al Iosif de babor a estribor como si fuese una cáscara de nuez. Los alaridos entrecortados de la sirena del barco hacían aumentar aún más nuestra angustia. Con un golpe de timón nos dirigimos hacia la orilla, donde nos pudimos abrigar bajo enormes árboles, cuyas copas inclinadas sobre la superficie del agua en forma de sombrilla hacían menos visible el barco, hasta finalizar la alarma.

De Stalingrado a Leninsk

Doce días después llegamos a Stalingrado, bonita ciudad situada en la orilla derecha del río Volga. Serguei Shtariental, que reemplazaba al subdirector, nos daba toda clase de información. Tuvimos algunas horas de espera en Stalingrado, aprovechadas para visitar la ciudad con Serguei, sin alejarnos demasiado del puerto.

Un tranvía fluvial, por una de las mangas del Volga, el río Ájtuba, nos llevó hasta la ciudad de Leninsk, situada aproximadamente a unos 50 km al este de Stalingrado, ya en plena estepa.

Nos alojaron en el Instituto Pedagógico, enorme edificio con su no menos enormes aulas. Días después, como si el edificio fuera flexible, se unió a nosotros la tercera casa, la de Kiev y pusieron cerca una escuela, donde continuar nuestros estudios.

Al día siguiente Abram nos reunió para comunicarnos las últimas disposiciones del Gobierno para todo el territorio del país y obligatorias para todos sus habitantes. La jornada laboral sería de doce horas, en dos turnos, sin descansos, sin vacaciones:

Todo para el Frente, todo para la Victoria.

 En un caluroso día de fines de agosto nos pusimos en marcha en tres carros tirados por camellos, capitaneados por Chema (José María Meseguer) que dirigía las operaciones desde el primero. Toda nuestra clase sin excepción, chicos y chicas, nos apuntamos voluntarios. Al cabo de varias horas interminables, bajo un sol plomizo, apenas visible a través de la polvareda levantada por nuestros carros, que con dificultad avanzaban por un camino de tierra apenas más ancho que un sendero, llegamos a una aldea, más exactamente a un koljós, denominado el XIV Congreso del Partido. Nos esperaban con la mesa cubierta de manjares, desaparecidos de nuestra mesa hacía ya varias semanas. Estábamos en la pravlenie, centro administrativo del koljós, un edificio de dos plantas, construido de gruesos troncos, rodeado de árboles bajo cuya sombra nos ofrecieron la comida de bienvenida. Antes del comienzo de la digestión emprendimos el viaje, pero esta vez nuestra ruta se bifurcaba: los más fuertes físicamente irían a la brigada donde estaban instaladas las trilladoras, trabajo duro donde se necesitaban brazos y piernas musculosas. Las chicas trabajarían en otra brigada recogiendo las espigas abandonadas en el campo por las cosechadoras. Los más enclenques iríamos a la brigada donde se acumulaban los cereales para ser limpiados del polvo y otra porquería. Así había dispuesto Chema, que sería el coordinador, tarea complicada necesitada de toda su tenacidad aragonesa, que le obligaba a recorrer a pie cada semana no menos de veinte kilómetros para visitar las tres brigadas, bajo un sol abrasador, por caminos polvorientos, desprovistos del más mínimo arbusto donde protegerse.

En la brigada nos esperaban enormes montañas de trigo, cebada, centeno y otros cereales que debíamos pasar por la vieyalka (máquina aventadora). El apodo que sin tardar pusimos al ingenio no podía ser más adecuado, la torturadora. Luis Meana, Juan López, Jesús Arenales Rodríguez, Ricardo García, el Pili y yo debíamos turnarnos. Uno llevaba el balde de cereales con una pala, el siguiente levantaba hasta la altura de su cabeza el balde y lo descargaba en la ancha garganta de la máquina, el siguiente con la ayuda de un enorme volante provisto de una manivela hacía funcionar la máquina y el último con una pala de madera tenía que cargar el cereal limpio en un carro.

Cuando apuntaba el sol en el horizonte, se abría la puerta del barracón donde nos hospedábamos y con su estribillo matinal entraba tiotia Motia, una mujer a la que habían encomendado nuestro cuidado, incluyendo la cocina, lavado de ropa, etc. En sus manos, sobre una bandeja nos traía lipioshkash y vatrushkish, algo semejante a bollos rellenos de tvorog (requesón) y smetana (natillas ácidas y un tazón de leche recién ordeñada. Al mediodía y para la cena schi o borsch (sopa de verduras), acompañados invariablemente de kasha (papilla de legumbres). Incluir en el menú tomates cocidos, para nuestro paladar era insoportable, así que en el muro de la parte posterior de la barraca organizamos un polígono de tiro, donde estrellábamos los tomates sacados del plato, y quien hacía diana, era gratificado con nuestros aplausos y una extensa ovación. Hasta que llegó un buen día Chema, descubrió el cuadro impresionista y montó uno de esos números a los que era tan aficionado, donde no faltaron sus más rebuscadas expresiones, las más amables eran “inútiles”, “vagos”, etc.

Chema había tomado muy en serio las palabras del director Abram y cuando se encontraba en nuestra brigada, la jornada de trabajo se prolongaba de sol a sol, con 10 min. de reposo cada hora. Nos racionaba el agua: un tarro cada hora; según su teoría, beber sin medida nos debilitaba. Las visitas de Chema a nuestra brigada no eran frecuentes ni prolongadas, tenía preferencia por la brigada de las chicas: consideraba que eran las chicas quien más necesitaban de su presencia y de su apoyo. En cuanto se diluía en el horizonte, comenzábamos nuestro pasatiempo preferido: la carrera desenfrenada a la captura de los cerdos que merodeaban por el contorno, montarlos con un poco de suerte y bajo las risas de la gente ocupada en las eras vecinas, organizábamos un rodeo.

En cada una de las visitas Chema al despedirse nos gratificaba con un sinfín de advertencias y recomendaciones de lo que tenía que ser nuestro comportamiento. Echaba un vistazo panorámico a su alrededor, señalaba varios montones de cereales en la era, que teníamos que pasar por la máquina antes de su regreso. Seguidamente su dedo, como si fuera una veleta, señalaba detrás de nuestra barraca, hacia una inmensa plantación donde maduraban enormes sandías y bajchá, melones. La tentación  era muy grande y el riesgo, a nuestro parecer, mínimo, siempre y cuando a tiempo borrásemos las huellas del delito. Al atardecer, cuando las mujeres rusas ocupadas en las eras vecinas regresaban a sus casas, organizábamos una incursión a la bajchá, sin descuidar la presencia del guardián, que a esa hora dormitaba en su chabola. Los residuos del festín los tirábamos a un hoyo, algo alejado, donde descargaban el estiércol de las bestias. Una tarde, por pereza, ninguno se prestó voluntario para llevar las cortezas al hoyo y sin pensarlo demasiado las arrojamos tan lejos como nuestros músculos nos permitían en dirección a la bajchá.

Por la mañana temprano nos despertó Chema. Esta vez sustituyó sus buenos días habituales por un gesto de mal humor, acompañado de un gruñido:

-¿No os dije que no os acercarais a la bajchá?

Sin darnos tiempo a preparar nuestra defensa nos invitó a salir a la calle al tiempo que con una sonrisa sarcástica nos decía:

-Roma fueron los gansos que la salvaron, a vosotros os han delatado.

En el patio una cuadrilla de gansos picoteaban las cortezas de sandía y melón, previamente sacadas de la maraña de vegetación a la luz de la explanada.

“La Casa de Niños nº 12, donde yo trabajaba, tuvo que ser evacuada, lo que hicimos por el Volga en barco hacia el sur. Como habíamos salido de Moscú a finales de octubre, cuando llegamos a Leninsk ya teníamos encima el invierno, y allí supe lo que era el invierno en la estepa. En Moscú ya había tenido ocasión de comprobar lo que significan temperaturas de -20º y -40º, pero el frío en la estepa era mucho peor por el efecto del viento. Cuando hace viento, aunque las temperaturas no sean tan bajas, no se puede resistir. Parece que se resquebraja la cabeza y no sabes donde meterte para huir, es un verdadero tormento. ” (Alejandra Soler Gilabert)

El curso escolar comenzaría el uno de octubre, con un mes de retraso. Era necesario reemplazar en el campo a los llamados a filas, a los que se batían contra el enemigo.

Después de haber trabajado cerca de un mes en el Koljós, una vez recogida la cosecha, regresamos a Leninsk.

El hijo del director, miope, se enroló voluntario y la familia no tardó en recibir “su muerte heroica defendiendo su patria”. Semanas después con la cincuentena pasada, su padre, nuestro director, también se enroló voluntario. Le sustituyó Pestriakov Vasili, oriundo de Stalingrado. Llevaba unas gafas con cristales de culo de botella a través de los cuales se podían observar unos ojos astutos y penetrantes y un pozo de sabiduría: leía mucho, estaba al corriente de todos los acontecimientos y los compartía con nosotros sin tapujos ni demagogia. Pero carecía de la pericia de su predecesor para obtener víveres para alimentar a más de cien bocas, y aquel invierno, en todos los aspectos fue terrible. Los alemanes estaban a las puertas de Moscú.

Nuestro maestro temporal de matemáticas, Leonardo García, comunista, activo combatiente de la Guerra Civil española fue admitido en un destacamento de guerrilleros que actuaba en la retaguardia, donde encontró sepultura en el fondo de un río, con una bala alemana en la cabeza. Debió coincidir la fecha de su muerte con el nacimiento de su hijo.

El edificio asignado para escuela lo tuvimos que desalojar pocos meses después, dejando paso a un hospital para los heridos que llegaban del otro lado del río Volga.

Continuamos los estudios en los dormitorios, sentados en las camas con abrigos, guantes y gorros. Los cristales se iban rompiendo sin poder reemplazarlos; las montañas de leña que habían preparado antes de nuestra llegada, iban desapareciendo, probablemente con ayuda de la población local. El frío en el exterior y en el interior descendía muchos enteros bajo cero. En el momento de escribir alguna nota deprisa nos liberábamos de los guantes para después con la misma prisa volver a cubrir las manos congeladas. Dormíamos dos en cada cama, yo con mi hermano, ya de por sí estrechas, cubriéndonos con uno de los colchones y con los dos abrigos. Fue necesario tomar una decisión, el instinto de conservación nos lo exigía; las estufas habían consumido hasta la última astilla y no quedaba ninguna esperanza que alguien de arriba se preocupase de llenarnos el patio de leña.

En plena estepa, los únicos árboles que crecían a orillas del río eran frutales; el bosque más inmediato estaba a decenas de kilómetros al norte, pero sin herramientas apropiadas ni medios de transporte cualquier intento era quimera. Comenzamos por recoger todo lo que era combustible alrededor de la casa y más allá, rondando la ciudad como traperos: trapos viejos, algodones grasientos, botas viejas de fieltro, etc. Que nos llenaba la casa de humo y hacía el aire irrespirable. Terminamos por atacar a las cercas de madera. Formándonos en grupos de tres o cuatro salíamos muy avanzada lo noche, con un frío intenso, procurando hacer el menor ruido posible para no despertar a los vecinos, propietarios de las vallas que rodeaban sus casas.

Constructores de ferrocarril

El 5 de diciembre de 1941 el Ejército Rojo comenzó la contraofensiva en Moscú en un frente de 200 kilómetros.

Los alemanes con el cerco a Leningrado habían logrado cortar las comunicaciones vía férrea del centro con el sur del país, la zona más desarrollada económicamente.

Con urgencia, en tiempo record, a pesar de las inclemencias metereológicas, comenzó la construcción de un ferrocarril por la orilla izquierda del Volga, uniendo Stalingrado con Ástrajan, ubicada en la desembocadura del mar Caspio.

Durante varias semanas fueron movilizados maestros, educadores y cualquiera entre nosotros, grandes y pequeños, dispuestos a ir a la estepa a llevar y colocar traviesas. No fue muy larga nuestra estancia en la estepa, apenas una semana y probablemente poco productiva, no obstante, a pesar del frío polar y el viento penetrante que soplaba del desierto del Asia Central, dejamos nuestra marca en forma de varias decenas de traviesas colocadas bajo raíles férreos de la futura línea de ferrocarril que meses después nos sirvió para alejarnos de la primera línea de la guerra, cuando los nazis a bombazos llamaban a las puertas de Stalingrado.

Nuestro menú mejoró un poco, fue algo más variado: la carne gelatinosa de camello alternaba con la carne correosa de caballo y, de vez en cuando, sentíamos una variación en el sabor: nos festejaban con carne vacuna. Esta mejora debió ser gracias al ferrocarril que abrió una nueva ruta de transporte para Leninsk.

Llegó final de año y se organizó un modesta fiesta de Año Nuevo en la que cada uno de nosotros recibió un cucurucho con bombones de chocolate, priannikis y otras golosinas. Siempre, el resto de mi vida, he asociado la fiesta de Año Nuevo con el olor de aquellas mandarinas.

En pleno invierno, Félix Romero Rodríguez, de nuestra clase enfermó de meningitis. A la muerte de Félix, marzo del 42, siguió la de Ángel Heras de pulmonía. Francisco Peñafiel, Ricardo García, Ángel Belza, Aurora Lavín, Carmen López, Francisca Rueda, Carmen Barrera, María Cruz Cabriada y su hermano Valentín Cabriada y muchos otros, hasta sumar 150 niños de los internados número 2, 12 y 13, evacuados desde las zonas ocupadas, construyeron una vía férrea de 10 km. para conectar con la línea Sarátov, por la cual pudieran escapar del cerco miles de personas, antes de que llegaran los alemanes.  También participaron estos 150 niños en la construcción de un aeródromo militar. Por el trabajo recibían al día 1 kilo de pan negro, que era su sustento principal.

 En marzo de 1942 se suicida José Díaz.

Dolores Ibárruri estaba en Ufá y Jesús Hernández en Kuybyshev desde la evacuación de Moscú.

A principios de la primavera de 1942 volvió Abram Izrailovich de la guerra, cuando ya nadie le esperaba.

En el mes de abril consiguió autorización para que la Casa nº 12 se trasladase a la región de Mijaylovsk, aproximadamente unos 180 km. al noroeste de Stalingrado, a orillas del afluente del río Don. Archendinskaya se llamaba el pueblo. No tardaron en organizar brigadas de chicos de cursos superiores y enviarlos al lugar, con el fin de hacer algunas reparaciones.

Llegó el verano y con él el calor sofocante. No había día que no estuviéramos ocupados en algún trabajo: teníamos que reemplazar a los que estaban en las trincheras. Llegaban del norte, por el Volga, gabarras de trigo, cebada, remolacha, sal. Nos prestamos a ayudar a la descarga.

Construyendo un aeródromo

Esta vez fuimos destinados a la construcción de un aeródromo, cerca de la estación de la nueva línea de ferrocarril. Nuestra tarea consistía en aplanar el terreno a golpe de pala, y a veces de pico, quitar pequeños montículos de tierra para que los aviones pudiesen aterrizar y despegar normalmente. En él se adiestraban jóvenes pilotos.

De lo que más sufríamos era de sed. El agua la traían del río, estaba templada, tirando a caliente, la desinfectaban con cloro por miedo al tifus.

En el Técnico de construcción de navíos

Un grupo de compañeros de nuestra Casa nº 12 (Andrés Ros González, Aladino Cuervo Rodríguez, Aida Rodríguez Quintana, Daniel Rodríguez Iriondo, Julio Parrado Verdugo, Tamara García Santaana, Pablo Pereira Martínez, Clemente Canteli Fernández, Carmen Martínez Álvarez, Ignacio Ormaechea Cebeiro, Arsenio Uralde Ruiz… ) habían sido enviados a estudiar al remesley a Stalingrado.

No pudieron ser evacuados  a tiempo como otros tantos civiles. En septiembre del 42, en plena ofensiva nazi, durante el terrible bombardeo la casa donde residían fue destruida y un grupo de españoles con el educador -Félix Allende Santa Cruz, casado con Francisca Gómez Ruiz-  se tuvieron que refugiar en una trinchera cerca del Volga. Durante varias horas quedaron inmóviles en el fondo, hasta que echaron a suertes quién iría a buscar agua al río, situado cerca de la trinchera. Le tocó a Jesús Sordo Peña y a otro compañero. Bajo una lluvia de balas y proyectiles lograron llenar las cantimploras y de  regreso encontraron que todos sus compañeros y el educador habían sido sepultados por la explosión de una bomba.

Evacuación de Leninsk

Apareció precipitadamente Chema con el resto del grupo y sin demora la jefa del koljós organizó los carros necesarios, uno tirado por un caballo y dos por camellos. Chema capitaneaba la caravana, como de costumbre, en un carro tirado por un camello, en él iba yo también. De nada servían sus esfuerzos para hacer mover al animal de su sitio, ni las súplicas, ni los latigazos podían romper su obstinación. Comenzó una lucha implacable entre la bestia y el hombre: él castigando con el látigo, la bestia esparciendo alrededor su saliva fétida, principalmente dirigida a su mortal enemigo pero también nosotros recibíamos nuestra parte. Chema iba ya cubierto de la verdosa maloliente papilla, pero no era suficiente para hacerle retroceder, su terquedad, obstinación aragonesa, le impulsaba a aumentar la dureza de sus golpes. A los gritos acudió la jefa del koljós y logró calmar a la bestia con palabras cariñosas y palmaditas y por fin pudimos tomar el camino.

El 23 de agosto de 1942 salimos de Leninsk en vagones de mercancías, adaptados para el transporte de refugiados, divididos en dos niveles y libre el centro del vagón. La espera en la estación fue considerable, para los civiles no existían horarios, primero pasaban los convoyes militares y solo cuando había un hueco en el gráfico de circulación, nos abrían la vía.

Entrada la noche por fin pudo arrancar el tren y por la mañana nos despertamos en una vía muerta en la estación de Vladimirovka. Habíamos recorrido unos 80 km. y nos encontrábamos a 30 km. al oeste del nudo ferroviario Baskunchak desde donde arrancaba la línea que unía el sur del país con Stalingrado. Nadie, ni la dirección, ni las autoridades de la ciudad, ni los responsables del ferrocarril sabían con exactitud cuándo podríamos seguir nuestro viaje.

La respuesta era la misma:

-En cuanto haya línea libre y nos ordenen los jefes.

Quedamos en Vladimirovka tres días. Podíamos ir de paseo, bañarnos en el río Ájtuba, pero nuestra ausencia no debía superar más de una hora, ni alejarse mucho del tren, podría ser que en cualquier momento nos autorizasen la salida. Todo estaba en calma.

Un grupo de la clase fuimos a bañarnos al río, próximo a la estación, por un camino polvoriento, en el que había solo unas cuantas casas, entre ellas una panadería con gente haciendo cola para recibir su ración de pan diaria.

En el horizonte, del lado de Stalingrado, apareció un avión, solo uno, que se acercaba con rapidez a bastante altura, sin poder distinguir si era nuestro o enemigo. Un instante después no quedó ninguna duda, lo vimos venir en picado hacia nosotros al igual que un pájaro carroñero. De pronto me encontré con mis compañeros tirado boca abajo en el fondo de la cuneta. El silbido fue terrible y el terrorífico estruendo de la bomba al explotar. Hizo diana en medio de la cola. Nos levantamos aterrorizados y echamos a correr. Todo destrozado. En medio de la carretera se veían brazos y piernas arrancadas, sangre en grandes chorros cubría la calzada.

Corriendo, vomitando, con los ojos desorbitados, a punto del desmayo, no recuerdo cómo llegué a la estación.

Este acontecimiento trágico sirvió para abrirnos la ruta y continuar nuestra peregrinación. Horas más tarde llegamos a un pueblo de nombre Bashunchak.

El tren siguió su ruta, hasta llegar a Saratov.

Habíamos adquirido otro enemigo, encarnizado, que nos atormentaba: los piojos. El único medio de lucha, algo eficaz, que teníamos era quitarnos la camisa en las paradas, extenderla sobre los raíles y machacarlos con una piedra plana.

En nuestro vagón viajaba Isaías Álvarez Echániz “El Chinche”, abogado bilbaino. Capitán en el Ejército del Este. Destinado a la casa de Kiev. En Leninsk fue nuestro maestro de ciencias y educador. Nadie como él supo transmitirnos la esencia de lo que es una patria, lo que España representaba para nosotros los españoles, con las narraciones de las novelas de Blasco Ibáñez.

Nos repetía sin cesar:

-Debéis estudiar, aprender a ser hombres, no se puede crear una sociedad justa con gente inculta.

Sin embargo, cuando reemplazaba a algún educador o educadora, movilizado temporalmente a trabajar en la construcción del cinturón de fortificaciones, Isaías era otro, a menudo se hacía insoportable, lo que le valió el apodo de “El Chinche”. Era un maniático de la disciplina.

Dos semanas después de nuestra salida de Leninsk, el 7 de septiembre de 1942, llegamos a nuestro destino, a la aldea de Safárovo, en Bashkiria.

Por el camino habíamos dejado un cadáver, creo que en el hospital de Penza, se llamaba Alejandro Barrera y murió de disentería. Poco después de nuestra llegada a destino, Isaías y Chema desaparecieron.

El 15 de mayo de 1943 se había disuelto la Internacional Comunista, el Komintern.

Lola Bielsa Masdeu

(Textos extraídos del libro “Ángel Belza, memorias de un niño en Rusia 1937-1957” -Paradiso-Gutenberg. Y de “Los niños españoles evacuados a la URSS, 1937” de Enrique Zafra y otros. Algunos datos de Manuel Arce.  Foto cedida por Jordi Campanales.

Fotografía tomada de Clarin.com

 

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