Misioneros cristianos…de los de verdad

Me disponía a comenzar un nuevo artículo de “Anacrónicas africanas” y ya estaba pensando sobre qué iba a despotricar esta vez.  ¿ONGs en África?  ¡Uf!  Ahí hay material para parar un tren.  Pero bueno, mis cuatro lectores van a pensar que me he vuelto vangaalista, “siempre negativo, nunca positivo”, y la verdad es que no es el caso; aún quedan razones para la esperanza.

Hoy voy a hablar de cristianos, pero de los que vienen a África a ayudar y no a adoctrinar o a captar adeptos; gente sin casullas medievales (y mentalidades contemporáneas); misioneros de los que escuchan la llamada de Dios, o de la selva, y dan su vida a los demás.  Esto de la llamada divina siempre se me ha antojado un síntoma evidente de esquizofrenia galopante, pero bienvenidas sean las psicopatías que muevan a la gente a ayudar a sus congéneres.

La primera vez que conocí a los Nelson fue en su propia casa.  La imagen era entre apocalíptica y surrealista.  Dos gemelas quinceañeras con síndrome de Down se dedicaban a menear sus melenas al viento, al más puro Metallica, cada una con una muñeca necesitada de Biodramina en sus manos y un gemido hipnótico que llenaba cada rincón de la casa.  Sam, el otro hijo con síndrome de Down, cumplió a la perfección con su papel de anfitrión y, con una sonrisa de oreja a oreja, nos acompañó adonde estaban sus padres, Holly y Eric.

El objeto de nuestra visita era llevar un sobre de complejo vitamínico para un niño que habían recogido de uno de los barrios de chabolas. Entramos en el salón y ambos nos recibieron con la mayor normalidad, insensibles al caos que les rodeaba. Eric tenía en sus brazos a un niño que podría haberse perfectamente escapado de cualquier reportaje sobre la hambruna de Somalia, o Etiopía, o Sudán, o… un largo etcétera africano. Con la mayor actitud paternal (creo que maternal se ajusta mejor, pero no quiero que todos y todas me tachen de sexista) le ofrecía un biberón que el niño rechazaba; bueno, ni siquiera tenía fuerzas para rechazarlo, simplemente mostraba indiferencia: hacia el biberón, hacia la vida. Sin duda, ya tenía número reservado en el limbo.  A la mañana siguiente, sin falta, acudió a su cita.

El niño había nacido en el seno de una familia con pocos recursos, en uno de los muchos barrios de chabolas que componen Lusaka. Desgraciadamente, sus padres pronto observaron que mostraba ciertas deficiencias mentales. Con el sentido de la supervivencia y del pragmatismo que caracteriza al pueblo zambiano, simplemente lo iban dejando morir de inanición. Darwin se podría haber ahorrado un viaje a las Galápagos para estudiar la supervivencia del más fuerte. ¿Algún juicio moral por parte del lector? Supongo que la ética y la moral es como un estómago: cuando éste se va vaciando, no queda más remedio que desprenderse de aquélla. Que no se me malinterprete, no estoy diciendo que la ética y la moral son pura defecación… o quizás sí.

El proyecto de los Nelson se basa en crear centros para ayudar a los niños con deficiencias mentales en las zonas más pobres de Zambia. Además, intentan educar a un gran número de personas para que aprendan a interactuar con este tipo de niños. No sólo tienen que luchar contra la falta de recursos, sino también contra la incomprensión de los gobiernos (ni mucho menos es un problema prioritario) y, sobre todo, contra la mentalidad de la sociedad y el estigma que arrastran las familias con un deficiente mental.

Por mucho que discrepe sobre su “llamada”, no me queda más remedio que mostrarles todo mi respeto. No se encuentran muchas personas que vayan a Brasil a adoptar tres niños con síndrome de Down (los tres destinados a una muerte temprana si no recibían una operación cardíaca); ni que dejen todo atrás en los “civilizados” EEUU para ofrecer su ayuda desinteresada a quien realmente la necesita… ni que, sobre todo, a pesar del aparente caos en el que viven, siempre muestren una imagen de contagiosa, casi beatífica, paz y tranquilidad.

Uno de sus proyectos ha sido crear un departamento para educación especial en el orfanato de Kasisi, abierto por monjas polacas en la década de los veinte. Mi esposa trabaja voluntariamente casi todos los sábados y fue una de las encargadas de ponerlo en marcha y de educar a las cuidadoras.  Yo sólo me he acercado por allí en una ocasión; por supuesto, tengo miles de excusas con las que me auto-convenzo de que no tengo tiempo para ofrecerme de voluntario, aunque la triste realidad es que soy egoísta y no me sale de dentro sacrificar mi tiempo libre. Fue increíble observar cómo chicos que habían sido postrados en un rincón, literalmente, habían obtenido un alto grado de interacción y de respuesta emocional, gracias a un pequeño espacio creado especialmente para ellos y una mínima educación de las cuidadoras.

Ya para terminar, sean bienvenidos todos los misioneros que se adapten a las necesidades de los africanos y que no esperen que los africanos adapten sus necesidades a las suyas.

Para todos aquellos que quieran ayudar (quizá no desgrave a Hacienda, pero supongo que ninguno de vosotros dona por la desgravación), o simplemente curiosear, ahí van un par de enlaces:

http://specialhopenetwork.com/

http://www.kasisichildren.org/

Sergio Ferrer Giraldos

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