Pagar las culpas. La represión económica en Aragón (1936-1945)

 

 

Julián Casanova, Ángela Cenarro (eds.), Estefanía Langarita, Nacho Moreno, Irene Murillo

Pagar las culpas. La represión económica en Aragón (1936-1945)

Crítica, Barcelona, 2014, 351 páginas

La parte más oscura de la guerra y la posguerra se conoce ya en buena medida. Las y los historiadores han estudiado cuántas personas fueron ejecutadas. Cada verano los arqueólogos y forenses vinculados a las organizaciones de recuperación de la memoria exhuman junto a sus cuerpos más historias olvidadas de silencio y terror. Pero las masivas políticas y prácticas represivas implementadas por el Estado cuartelero de Franco desde el inicio de la Guerra Civil no se quedaron en esas historias de sangre en cunetas y paredones. En esto, además de en que mataron mucho más, los sublevados del 36 año y vencedores del 39 se diferencian radicalmente de lo que hacían al otro lado de las trincheras los “rojos”, y también de lo que hicieron al salir de una guerra mucho más atroz los vencedores de la II Guerra Mundial: su maquinaria asesina, más o menos engrasada por la propia jerarquía militar, no estaba sola; formaba parte de toda una red de mecanismos punitivos y de castigo del “enemigo” que alcanzaban un sinfín de dimensiones de la vida económica, social y cultural de la sociedad. Todas, en realidad.

Este libro trata precisamente de reconstruir una parte fundamental de esa red. No es por tanto un libro más sobre los muertos de la guerra y la posguerra. Cierto que tiene mucho de continuación natural de otro volumen colectivo. En 1992, veía la luz en la editorial Siglo XXI El pasado oculto. Fascismo y violencia en Aragón (1936-1939), un trabajo dirigido por Julián Casanova y co-escrito por cuatro investigadoras. Aquel libro fue un jalón fundamental en la investigación sobre la violencia franquista de guerra y posguerra, puso a Aragón en la primera línea de su estudio y resultó un modelo para quienes empezaban a abordarlo en otros territorios del Estado. Como aquel libro, Pagar las culpas es fruto de un proyecto de investigación, en este caso sufragado por un ya extinto programa del Gobierno de Aragón, una de las primeras cosas que barrieron los recortes de la actual administración autonómica. Vuelve a estar al frente Casanova, aunque le acompaña aquí en la dirección Ángela Cenarro, una de las autoras del anterior, y llevan el peso de la investigación y de la escritura jóvenes historiadores: Estefanía Langarita, Nacho Moreno e Irene Murillo. Como El pasado oculto, aparece en un importante sello editorial de ámbito estatal, como es Crítica. Y como el de 1992, también este libro puede marcar un antes y un después y será un referente en el estudio de los implacables orígenes del Franquismo.culpas 1

Sin embargo, no es una mera segunda entrega. Plasma de modo impecable lo mucho que desde entonces ha avanzado sobre esa cuestión la historiografía española, que está ya lejos de quedarse en un mero “contar muertos”. Hace además a ese avance una contribución contundente y llena de sugerencias. Le da un impulso como pocas obras lo han hecho en las últimas fechas. Y propone y enriquece las líneas de trabajo por las que caminará en los años venideros la investigación sobre las prácticas represivas de los sublevados de 1936 y vencedores del 39.

Para empezar, Pagar las culpas aborda otra de esas prácticas sobre las que se erigió el régimen franquista. Estudiadas ya en Aragón la violencia física y la justicia militar (más de 8.500 ejecutados en esta región) o el masificado sistema penitenciario con cárceles como la zaragozana de Torrero (investigado por Iván Heredia), tocaba ahora lo que el subtítulo de la obra llama “represión económica”. Una represión que afectó a 13.422 aragoneses y aragonesas expedientados, de ellos 748 del partido judicial de Caspe y 297 del de Alcañiz. Ahora bien, no era solo cosa de dineros. Se muestra aquí que las sanciones impuestas durante la guerra por las comisiones provinciales de incautación y a partir de 1939 por los tribunales de Responsabilidades Políticas iban más lejos. Había en sus orígenes una clara voluntad recaudatoria: la de que el enemigo “rojo” sufragara la guerra y la de cobrarle después la posguerra; el expolio del vencedor al vencido. Pero antes y después de las posibles penas, los expedientados sufrían además un calvario de meses o años de embargos, indefensión, censura social y miedo a perderlo todo. Algo que, en las precarias condiciones de guerra y posguerra, podía suponer una auténtica “muerte civil” para familias enteras en ámbitos urbanos y quizá sobre todo rurales. Y junto a ello había una nítida voluntad punitiva de castigo de ese enemigo “rojo” que había osado desafiar el statu quo. Claro que a ello hay que añadir un nada nimio agravante, o más bien dos, que tenían unas consecuencias sobre los destinatarios del castigo que este trabajo aquilata muy bien. Contra toda tradición jurídica que se precie, en aquella gris España se vulneraba la no retroactividad de la ley, de modo que se castigaba actuaciones que no estaban tipificadas como delitos cuando tuvieron lugar. La ley de Responsabilidades Políticas de 1939, en ese sentido, echaba la mirada atrás en busca de hechos punibles no solo hasta julio de 1936, sino hasta octubre del 34. Y, lo que resultaba más gravoso, era de igual modo papel mojado el principio non bis in idem, por el cual no se puede juzgar dos veces por los mismos hechos. Dos veces, o incluso tres. Una misma persona, y por el mismo “delito”, a menudo sumaba a su expediente de incautación o de responsabilidades políticas una depuración profesional o administrativa y, lo peor de todo, un procedimiento sumarísimo militar. De hecho, en el colmo del carácter cruel y vengativo del “Nuevo Estado” franquista, son centenares los casos de aragoneses ejecutados a los que después de muertos se les abría expedientes y sancionaba con penas que debían afrontar sus deudos propinándoles más dolor y miseria si cabe. Aunque no lo diga así, el libro dibuja así el cuadro de una tupida tela de araña represiva que iba mucho más allá de la violencia física y de la que, si se caía en ella, era difícil salir indemne.

Ahora bien, este libro no estudia solo estos mecanismos sancionadores y a sus miles de víctimas. Dando forma al argumento de que ni siquiera las más sangrientas dictaduras pueden aherrojar sin más a sociedades enteras desde arriba, las y los autores dan uno, dos y hasta tres vueltas de tuerca a los enfoques más clásicos sobre la violencia rebelde y franquista. En primer lugar, examinan también a los “actores” de la represión económica. Por un lado, ponen nombre así a quienes destrozaron tantas vidas, familias y haciendas al frente de las citadas comisiones y tribunales. Para quienes lo sufrieron en Caspe, debía de ser por ejemplo otra paletada de oprobio saber que la capital bajoaragonesa nombraba hijo adoptivo al que presidió durante toda su andadura el Tribunal de Responsabilidades Políticas de Zaragoza, el teniente coronel García Santandreu. Y, por otro, destacan cómo, a través de sus denuncias e informes, se implicaron en la tarea punitiva autoridades políticas, militares, policiales, judiciales y eclesiásticas locales.

En segundo término, investigan las “colaboraciones ciudadanas”. Se sigue en ese sentido el rastro del sinfín de ciudadanos sin cuyas denuncias, declaraciones, peritajes y administración de bienes embargados el castigo nunca habría llegado tan lejos, y mediante los cuales participaban del “reparto del botín” y legitimaban desde abajo la dictadura. Casos notables de Caspe destaca también el libro en este apartado, como el de una viuda y madre de sendos asesinados “a menos del comité” en 1936 que aparece sin cesar en denuncias e informes de manera invariablemente desfavorable hacia sus convecinos. Y se presta atención de modo similar a aquellos que, priorizando solidaridades vecinales o redes de patronazgo, intercedían por los expedientados y ponían algún coto al castigo.

Y en tercer lugar, estudian asimismo las “resistencias” fluidas y anónimas a la represión, que sugieren que la población perseguida no siempre fue una víctima pasiva. Entre esas resistencias, desfilan las “negociaciones” de la ley desde abajo en los escritos de defensa; el cuestionamiento del carácter justo de la ley y de sus mecanismos; las estrategias para sortear o retrasar la acción represiva de los tribunales; y las trabas y pequeñas insubordinaciones que la frenaron por parte de afectados y vecinos.

Con víctimas y actores del castigo, con colaboradores e intercesores, con mujeres y hombres que lo sufrieron y esquivaron, el libro aporta varias cosas. Aporta una prueba más, a partir de un marco regional muy representativo, de algo que subraya en su capítulo J. Casanova: cómo los vencedores de la Guerra Civil española salieron de ella de modo mucho menos clemente que los de la II Guerra Mundial unos años después. Proporciona una historia social de la violencia e incluso del conjunto de esos años de guerra y posguerra en Aragón. Y pone a disposición del público lector una historia, muy bien escrita además, de venganzas y expolios, de desposesión y precarización de los perdedores, de embargos y desahucios, de injusticias y de resistencias. Una historia que, por lo que vemos hoy a nuestro alrededor, no representa solo cosas de un pasado gris y lejano, sino que se diría que persiste de otras formas en nuestros días. Quizá libros como éste nos puedan enseñar cosas también sobre nuestro tiempo y nos pongan ante el espejo de un hoy acaso menos alejado de aquel ayer de lo que a veces pudiera parecer.

José Luis Ledesma

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