Sobre Tubal y el origen mitológico de Caspe.

Del Mar Caspio dicen que vinieron las “gentes de Tubal” a fundar Caspe. ¿De qué parte del Caspio? Me pregunto. ¿Del terrible y escarpado Daguestán? ¿De la dulce Persia?  ¿De las feraces estribaciones subtropicales al norte de los montes Elburz? ¿De los oleosos arrabales de Bakú? ¿De los desérticos páramos del Turquestán, allí donde los hombres tienen la parte posterior del cráneo tan plana como la tabla de madera sobre la que sus madres les obligan a dormir desde niños?

¿Y quiénes eran esas “gentes” misteriosas? Sigo inquiriendo. ¿Príncipes destronados? ¿Esclavos? ¿Derviches giróvagos? ¿Comerciantes de especias? ¿Jefes de clanes montañeses? ¿Jázaros judaizantes? ¿Tártaros? ¿Generales bizantinos? ¿Pescadores de esturiones? ¿Bolcheviques de la vieja guardia?

Decir que Caspe fue fundado por “gentes de Tubal venidas del Mar Caspio” es casi lo mismo que decir que fue fundado por “gentes de Darth Vader venidas de la Estrella de la Muerte”. Un juego de palabras, un chiste histórico, una entelequia. Durante muchos años, no obstante, esa frase ha encabezado muchos de los textos con los que se quería explicar la historia de Caspe como si, efectivamente, fuera cierta. Aparecía solo un poco antes que el Compromiso. Anales, páginas web, folletos turísticos, hasta informes arqueológicos daban por hecho que el tal Tubal, vino a Caspe con gentes del mar Caspio a fundarnos. Menos mal que no vino con gentes del Mar de Arafura o del de Barents. A saber cómo nos llamaríamos ahora.

A mí, sin embargo, no me parece tan descabellada la teoría. Sé que si se busca bien, todavía pueden encontrarse rastros de aquellos orígenes míticos de nuestro Caspe en muchos lugares aparentemente anodinos. Solo hay que mirar con los ojos adecuados.

A la entrada de la ciudad, en un ancestral cruce de viejos caminos caravaneros, junto a una fuente con agua abundante para las bestias, en el lugar en el que se habría edificado el caravasar en cualquier aldea centroasiática, encontramos hoy una cafetería que lleva el nombre de nuestra querida región. La regentan hombres y mujeres de ojos rasgados y leves pómulos que bien podrían haber nacido en cualquiera de las ciudades oasis que jalonan las dos rutas que circunvalan el peligroso desierto del Taklamakán. Miembros tal vez de la legendaria expedición enviada por el emperador Wu Di a los reinos de poniente, comandada por el bravo Zhang Qian, que decidieron no retornar a China continuando su camino hacia el oeste en busca de un negocio rentable que traspasar.

En la terraza, hombres de tez oscura y mirada torva cuchichean en árabe o en dialecto rifeño delante de sus tazas de café con leche y sus vasos de refrescos azucarados. Quizá sean comerciantes bereberes que cubren la vieja ruta caravanera de Tombuctú u oficiales de la Guardia Mora de Franco matando el tiempo antes de acompañar a su amado Caudillo hasta su puesto de mando en los montes de Gandesa. En otra mesa un grupo de fornidos cosacos del Don ríen estruendosamente mientras beben cerveza tras cerveza. Han cabalgado durante semanas a través de la estepa rusa y solo quieren descansar junto al Ebro apacible. Tres o cuatro silenciosos subsaharianos se mimetizan con la sombra que produce una enorme adelfa. Quieren pasar desapercibidos. ¿Y si se trata de prófugos de la justicia? ¿Y si han protagonizado un motín en el barco que les llevaba de Cádiz a Cuba y han escapado a la Península? ¿Y si son algunos de los soldados afroamericanos de la Brigada Lincoln dispuestos a defender con su vida los últimos intereses de la República? Dos hombres ataviados con el vistoso salwar kameez color lino, atraviesan la plaza en silencio. Son altos y fornidos, caminan elegantemente, su piel es oscura y su pelo engominado brilla bajo el sol ardiente de julio. Podrían haber servido en los ejércitos imperiales de Su Majestad a las órdenes del mismísimo lord Curzon o capitaneado una banda de bandidos en las montañas de Waziristán. Bien visto, quizá no sean más que pacíficos comerciantes de baratijas en el mercado de Lahore, Quetta o Rawalpindi.

Una pareja de ancianos descansa en uno de los bancos de la plaza. Tienen hora con el médico y llegar hasta allí, desde casa, les ha fatigado un poco. Como siempre, se han ido encontrando con un montón de gente conocida por la calle y, entre parada y parada, casi se les ha pasado la mañana. Esperarán unos minutos, a la sombra, hasta conseguir recuperar las fuerzas. Luego subirán las escaleras del Ambulatorio. Ni ellos ni los demás usuarios del viejo edificio, ni los conductores que circunvalan la rotonda ni ninguna de las demás caspolinas y caspolinos que ese día frecuenten la plaza, serán conscientes de que ahí afuera, en esa cafetería, bajo esos árboles, en esas aceras, se encuentran algunas de esas misteriosas “gentes de Tubal” que según la leyenda fundaron Caspe. Tanto hemos invocado su difuso recuerdo que, al final, han decidido venir a reclamar lo suyo.

Jesús Cirac

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