Aunque solo han transcurrido varias semanas desde que acabaron las fiestas patronales de buena parte de los pueblos del Bajo Aragón, más bien parece que terminaron hace un siglo. Como siempre, la rutina diaria o en el mejor de los casos las vacaciones post-fiestas y la inevitable vuelta al trabajo, han sepultado en el cajón de nuestra memoria a los cabezudos, las cucañas y las peñas. Y no solo han arrinconado a lo dicho, sino también a las animadas conversaciones de plaza, bar y terraza en torno a lo bien o mal que nos parecen algunas cosas de las fiestas. Así, para el año que viene nos habremos olvidado de todo y posiblemente no hayamos solucionado aquello que quizá deba mejorarse. Las opiniones, equivocadas o no, se habrán quedado en eso, en palabras barridas por la brisa veraniega. Por eso me he propuesto rescatar de nuestra memoria más mediata el tema de las fiestas. Aunque en realidad, más bien sitúo el punto de mira en las opiniones que generan los festejos patronales, porque si por algo se caracterizan las fiestas de nuestros pueblos es por suscitar múltiples y apasionados comentarios. Pocos se muestran indiferentes ante el repertorio de la orquesta o se abstienen de pronunciarse sobre la calidad de los fuegos artificiales. Y por si fuera poco, podemos encontrar a respetables vecinos que pueden defender enconadamente uno de los actos, y a otros no menos respetables que son claros detractores del mismo.

Aquí cito varios de las opiniones, a favor y en contra, que escuché durante las últimas fiestas patronales de Caspe: «lo de las damas es algo pasado de moda», contra «es una tradición preciosa que no debemos perder»; «el pregón es algo innecesario, ya no va nadie», o «el acto del pregón es imprescindible, es lo más solemne de las fiestas»; «qué tarde hacen los cabezudos y las cucañas siendo para los críos», vs «es el horario perfecto, la hora del vermú»; «vaya con los M Clan, qué poca caña metieron, hace falta algo más pachanguero para las fiestas», contra «menos mal que han traído un grupo de calidad este año»; «ya les vale, después de que nos hemos gastado un dineral en adecuar el local de nuestra peña para cumplir con las normas, va y hacen tablar rasa con todos los locales», o por el contrario «ha sido un acierto no cerrar ninguna peña»; «vaya con las carrozas, más parecen carnaval», o «qué animadas han estado las carrozas este año, cuánto se implica la juventud».

En fin, así podríamos seguir durante líneas y líneas y, como ven, es evidente que ponernos de acuerdo se antoja imposible. Y a ver quién es el guapo que hace de juez y decreta quién tiene más razón que otro.

Como no podía ser de otra manera, yo también tengo mis propias opiniones y aún a riesgo de soliviantar a algunos de mis convecinos (algo que ya puedo dar por hecho), voy a mojarme mostrándome crítico en torno a dos asuntos: uno, los petardos; la normativa del horario no se cumple ni de coña (como bien sabemos todos). Echar la siesta es casi misión imposible (que se lo digan a los vecinos del centro). Tomar una cerveza plácidamente en las terrazas de la calle Mayor, es un sueño. No sé si la solución sería delimitar un espacio o ponernos muy serios con el tema (algo difícil porque la Policía Local no da abasto), pero está claro que la regla de «solo de 6 a 9» no funciona. Y dos, el tema de los horarios. ¿Por qué todo es tan tarde? ¿Qué sentido tiene que los fuegos artificiales se enciendan a la 1:30 de la mañana, cuando el despertador de muchos se conecta 4 horas después? ¿Es imprescindible que las actuaciones comiencen a la 1:30 o incluso a las 2 de la madrugada, cuando buena parte de los caspolinos trabajan al día siguiente? Son solo dos opiniones contra las que, seguro, otros argumentaran de un modo totalmente opuesto.

En cualquier caso, en lo que prácticamente todos estamos de acuerdo es en que el año que viene, cuando se acerquen las fiestas, con más o menos reparos hacia tal o cual acto, volveremos a cogerlas con ganas y lo pasaremos en grande. Esto último, sin duda, es lo mejor de las fiestas.

Amadeo Barceló

Cabezudos Caspe
 

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