La película empieza igual que acaba: una mujer, Jasmine, hablando-como quién dice- sola (al principio en un asiento de un avión y al final en un banco de la calle) ante la asustada mirada de una ciudadana “normal” que, en el primer caso, con compasión y en el segundo sin ella, se aparta de su lado abandonándola a su triste destino.
En realidad, Jasmine (cuyo verdadero nombre, aunque menos glamuroso, es Janet) no habla sola sino que habla con su difunto (su difunto esposo, claro está). Con él, empresario inmobiliario de altos vuelos, compartió una vida a todo lujo en Nueva York. Ella está ahora en San Francisco, donde vive su pobretona y vulgar hermana, quien la ha acogido en su casa después de que los chanchullos y estafas del especulador que en paz no descansa (el marido de Jasmine) terminaran por descubrirse por un puro asunto de faldas.
La película está construida a base de flash backs que nos llevan desde el San Francisco del presente, donde Jasmine trata de reconstruir su vida (con mucha dificultad y muchas pastillas) al pasado neoyorkino de su vida de postín y postal. A través de los flash backs se va desvelando la trama y el misterio fundamental que intriga al espectador desde el comienzo de la película: ¿Era Jasmine conocedora de las maniobras fuera de la ley de su marido? ¿O era Jasmine una criatura engañada e ingenua al lado de un depravado hombre de negocios sin escrúpulos? Su afición por las obras benéficas parece que hace que nos decantemos por lo segundo, aunque habrá que esperar hasta el final de la película para estar seguros.
El inocente lector de estas líneas –inocente, si es que no ha visto el film- puede intentar aportar su propia respuesta a este enigma. O, mejor aún, puede ver la película. Redonda, como casi todo lo de Allen.
Piluca Cercadillo
