Caspe literario. Maristany y los pajaritos

Fuera del mundo ferroviario, casi nadie conoce el curioso nombre con el que todos los maquinistas de España denominan a un túnel de 356 metros de longitud, muy próximo a la estación de Caspe y en sentido a Zaragoza: los Pajaritos. Se excavó hacia 1893 en la partida que los lugareños mentan como el Collado, a pocos metros de distancia de la caudalosa acequia Principal. Los ingenieros le adjudicaron el número 30 del trazado de los «Directos», que a finales del XIX unió la Ciudad Condal con la capital de Aragón.

En apariencia, el terreno era poco accidentado. Pero al comenzar los trabajos «se ofreció uno de los más endiablados obstáculos de toda la línea», según señaló en la prensa catalana el ingeniero y escritor Esteve Suñol i Gasòliba:

         «Hallóse en una extensión de más de un kilómetro y a dos o tres metros debajo de la superficie de la tierra un ‘aygua-moll’ considerable (creo que se llama a esto un paúl en algunas comarcas castellanas). Después de inútiles pruebas para salvar directamente el obstáculo, no quedó más remedio que abrir a ambos lados de la caja de la vía dos profundas cunetas de desagüe y revestir éstas y todos los taludes de la trinchera con mampostería, a fin de que pudiese hacerse en seco y en firme el asiento de la vía, dejando enterradas en este kilómetro más de 500.000 pesetas» (La Vanguardia, 01.07.1894).

¡Vaya fango! El desmonte causó no pocos quebraderos de cabeza al equipo de ingenieros ferroviarios dirigidos en toda la línea por el prestigioso Eduardo Maristany y Gibert (1855-1941). El periodista Nilo María Fabra, muy influyente y considerado en aquel tiempo, subrayó en las tribunas madrileñas:

         «A causa de las condiciones especiales del subsuelo, extremadamente cenagoso, hubo necesidad de varios trenes de madera para entubaciones y pilotaje, y de montar poderosas bombas de agotamiento. Era, además, tan difícil la extracción y transporte de aquella enorme masa de barro, que una trinchera de 40.000 metros cúbicos costó 600.000 pesetas, cuando en condiciones ordinarias no hubiera excedido de una peseta cincuenta céntimos el metro» (La Ilustración Española y Americana, 30.06.1894).

El día 1 de julio de 1894, se abría al uso comercial el tramo férreo Caspe-Samper, que completaba la línea desde la capital catalana a Zaragoza (y desde allí, Madrid). A partir de entonces, el túnel que nos ocupa se ha mantenido operativo.

         A finales del XIX, los convoyes que circulaban entre Madrid y Barcelona por este eje férreo (Zaragoza-Caspe-Mora) alcanzaban una increíble velocidad media que superaba los 40 km/h, «lo cual hace que sean estos trenes los más rápidos de España», según se pregonó en su momento. En los Pajaritos, claro, se accionaba el freno.

         Nunca fue un paso cómodo. En la posguerra, las máquinas a vapor tardaban hasta tres minutos en atravesar aquellos trescientos y pico metros. El escritor ferroviario Manuel Maristany Sabater (1930-2016), que recogió testimonios de un sinfín de maquinistas, afirmó que «meterse en el túnel de los Pajaritos es como hacerlo en el propio infierno». En los años cuarenta, a la altura de aquel subterráneo «la vía está hecha un desastre, las traviesas están podridas o quemadas en su mayoría»; el túnel era entonces, sin duda, «es el más peligroso de la línea». Los entendidos lo tenían claro: «Es de los que conviene cruzar de un tirón, conteniendo la respiración, como quien dice. Es en rampa, en curva, con abundantes filtraciones y, para colmo de males, carece de agujeros de ventilación».

Visito el paraje acompañado por Ignacio Gracia Cortés, que ha profundizado en el conocimiento de la historia del tren en la comarca («125 años de ferrocarril en Caspe», 2018). Para mi guía, el nombre de los Pajaritos se alumbra por una característica singular en los trabajos decimonónicos de perforación:

         «Los escombros se extraían a espaldas de los obreros, en cestas; la gran cantidad de filtraciones de agua originaba que más que escombros lo que acarreaban los jornaleros fuesen cestas cargadas de barro, llamándolas coloquialmente ‘golondrinas’. Esta similitud de acarrear barro como las golondrinas declinaría en el nombre de los pajaritos».

         Sí, es posible que aquella escoria y zafra, fangosa y goteante, excitara la imaginación y surgiera un topónimo con connotaciones de leyenda gremial, subgénero sin duda de los más atractivo. En todo caso, no es la única explicación que se ha barajado: las históricas filtraciones de agua en la galería invitaban a penetrar en ella a bandadas de gorriones deseosos de calmar su sed, gorriones que volaban disparados hacia el exterior cuando el traqueteo y silbato de una máquina de vapor anunciaba que se aproximaba un tren a la boca de acceso.

Esta segunda hipótesis, en apariencia lógica, se resiente si consideramos -y ya lo he señalado- que casi tangente al túnel discurre desde hace siglos una de las mayores acequias del Bajo Aragón, que brinda a las avecillas un agua más cómoda y permanente que la que pueden encontrar en la oscuridad. Además, testimonios hemerográficos incontestables certifican que el topónimo «llamado del Pajarito» ya se aplicaba al desmonte al menos desde que se perforó el túnel a finales del XIX.

         La opción de las bandadas de pájaros bebedores la anotó el ya citado más arriba Manuel Maristany Sabater. Este fotógrafo y escritor de temas ferroviarios firmó el relato «El túnel de los Pajaritos», que obtuvo uno de los accésits en el III Concurso Literario de Narraciones Breves Antonio Machado, fallado por RENFE en 1979 (el ganador de las 300.000 pesetas del primer premio fue García Pavón y formaron parte del jurado, entre otros, la periodista Josefina Carabias, y el actor Fernando Fernán-Gómez).

dig

En «El túnel de los Pajaritos», Maristany narra un (¿supuesto?) percance ferroviario, acaecido al atardecer de un día de un otoño (no concretado) de la década de los cuarenta. En el relato no se nombra a Caspe, pero es indudable que la acción sucede en nuestro término, de ahí que lo acojamos en esta serie en la que nos preocupa el «Caspe Literario» (iniciada en octubre de 2014, con este trabajo alcanza la entrega número 30, que ya es decir).

         Con una locomotora 1.400 en la cabeza. Empuja el convoy de vagones desde la cola una 2.500 del Norte, un tipo de máquina de finales de siglo XIX que se apodó «verraco» porque el sonido de su frenar recordaba el gruñido de los cerdos (con 70 toneladas de peso, «su alta chimenea decimonónica y el domo cuadrado, casi pegado a la misma, le prestan todo el aspecto de un rinoceronte fósil y agresivo»).

         En la redacción de Maristany, la dificultad del túnel de los Pajaritos casi desata una tragedia en su interior, en la que estuvieron a punto de fallecer el maquinista Juan Sánchez y el fogonero Fulgencio García. Así describe Maristany Sabater los instantes del accidente:

         «El aire se ha vuelto irrespirable. Los dos hombres se llevan a la boca las toallas empapadas de agua y procuran contener la respiración el máximo tiempo posible. Apenas se distinguen sus caras iluminadas por el brillo mortecino del farolillo de aceite. El fogonero levanta la trampilla que oculta los bulones de enganche del tender y acerca la boca al chorro de aire más fresco que sube de las ruedas. El maquinista le imita. Poco después de unos minutos toda la atmósfera del túnel se ha vuelto irrespirable por completo. Los hombres tosen y jadean con la boca abierta como los peces recién sacados del mar. Pero hay que seguir la lucha. El fogonero vuelve a alimentar el fuego. La mitad de las paladas se estrellan fuera. La pala se desprende de sus manos. Se las lleva a la garganta, se tambalea y se desploma de bruces sobre la masa del carbón.

Juan lo aparta de su lado y le recoge la pala. El esfuerzo lo agota. Cada bocanada de aire que aspira le abrasa los pulmones. Le parece respirar fuego y azufre. Los oídos le zumban. La sangre le martillea las sienes. Lo va invadiendo una creciente sensación de asfixia. La pala pesa toneladas. Apenas la puede levantar. La boca del hogar es un ojo rojizo que aumenta de tamaño y baila ante sus ojos. El terrible estrépito acaba por aturdirle. Hunde torpemente la pala en la masa de carbón, sin fuerza, y allí la deja clavada. De una forma repentina se dobla sobre sí mismo y cae desvanecido sobre las piernas del fogonero».

         Al maquinista y al fogonero los salvó la intervención de Fermín Collado San José, que corrió a socorrerlos cuando, desde un huerto próximo en el que se entretenía, intuyó el peligro mortal que les acechaba.

El lector interesado en el asunto podrá saber cómo disfrutando de la lectura íntegra del relato, a lo que le animo. Solo contaré que el benefactor Fermín Collado se nos presenta en la pieza literaria como un exmaquinista con tres años de servicio, al que la empresa había despedido dos meses atrás como represalia por «actividades subversivas»… en aquellos años del franquismo más duro:

 «…y todo por que un día aciago tuvo la ocurrencia de hablar en la cantina de la conveniencia de fundar un sindicato de ferroviarios, independiente por supuesto, de la caricatura del sindicato vertical que les han impuesto desde arriba».

La Fundación de los Ferrocarriles Españoles editó en 1988 el volumen de 295 páginas «Viajes y reportajes», antología del trabajo creativo de Manuel Maristany Sabater en el que se incluye «El túnel de los Pajaritos», que ya había conocido la letra impresa en un opúsculo en 1979.

Alberto Serrano Dolader

Entradas relacionadas

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies