Hace poco tiempo que “The Archandroid”, de Janelle Monáe, cayó en mis manos. Y confieso que, desde entonces, no ha dejado de sorprenderme. Sobre todo, porque Monáe parece caminar a contracorriente, y desafía sin miedo conceptos estéticos e ideas dominantes del panorama musical actual. El mismo “The Archandroid” es extremadamente arriesgado e inclasificable: ¿un disco conceptual sobre una historia de ciencia ficción, con dieciocho canciones nada más y nada menos, casi una hora de duración y una pasmosa variedad de referencias culturales, incluida la música clásica? Dicho así, puede parecer un pastiche pedante y lleno de pretensiones. Un suicidio, vaya. Pero aquí viene la primera de las sorpresas: el resultado es un conjunto musical que funciona a la perfección.
“The Archandroid” supone el segundo trabajo de esta precoz artista, dada a conocer en 2007 con “Metropolis: The chase suite”. Allí adelantaba la primera parte de la fábula que articula su obra, inequívocamente basada en el film homónimo de Fritz Lang. En esta ocasión, la androide Cindi Mayweather -alter ego que usa Monáe como Bowie, otra de sus grandes influencias, hiciera con Ziggy Stardust-, se enamora del humano Anthony Greendown, algo prohibido en la metrópoli, y es condenada a su destrucción. Ahora bien, en lo estrictamente musical, la cantante afincada en Atlanta se mostraba entonces excesivamente sujeta al sonido Outkast y un poco dispersa –lo cual, dicho sea de paso, no impide que el disco sea atractivo y novedoso-.
En “The Archandroid” encontramos la segunda parte del relato, donde Cindi, convertida en archandroide, llega para salvar al resto de androides de la tiranía de la metrópoli. Pero ahora Monáe parece dar con la clave y ofrece un trabajo más sólido y exquisito, que si bien no logra desprenderse de cierta ingenuidad inherente a la ciencia ficción, aborda cuestiones más terrenales y profundas. Todo ello a través de un sonido sofisticado, lleno de deliciosas melodías y una variedad de registros vocales y estilísticos apabullante. Tan pronto encontramos cortes en clave de hip-hop como Dance or Die y alusiones al R&B (Locked inside), como toques de psicodelia setentera (Mushrooms & Roses) o bases de folk y de rock (57821 y Come alive: the war of the roses). Por no hablar de citas cultas como las Suites II y III, el orquestal cierre del disco, BaBopByeYa, o la utilización del Claire de lune de Debussy como coda a Say you’ll go.
El núcleo duro lo forman sus dos hits: Cold war, una épica reflexión sobre la dificultad para ser libre, y la endiablada y modernamente funkie Tightrope. Pero en definitiva, el álbum actúa como una maquinaria bien engrasada, en la que esta aparente disparidad sirve a una misma idea -con la salvedad quizás de Make the bus-, y donde la voz de Monáe se revela tremendamente prodigiosa y poderosa.
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Tampoco nos despistemos. A pesar de su eclecticismo, Monáe pertenece a la tradición del soul, R&B y el funk, y bebe como nadie de las raíces de la música negra norteamericana de la segunda mitad del siglo XX. Reverencia sin descanso a James Brown, Marvin Gaye, Michael Jackson, Stevie Wonder o Prince, pasando por referentes más actuales como Fugees, Outkast o Erikah Badu. Solo que también es fruto de su época: bucea en la cultura popular, se relaciona con la música indie, y posee una amplitud de miras tal que le lleva a idolatrar a David Bowie. Representa, a fin de cuentas, a la nueva elite cultural afroamericana surgida al tiempo que Obama llegaba a la Casa Blanca. En fin, creo que es una de las artistas con más futuro surgidas en los últimos años, con una ambición que traspasa lo meramente musical. Y creo que, por suerte para nosotros, ha llegado para quedarse.
Óscar Adell Ralfas
