Madrid, 22M, Marcha por la Dignidad. Un agitador estuvo allí.

 

Mañana domingo, los mass media llevarán a cabo la habitual doble operación.

Por un lado, la noticia de lo que acaba de ocurrir en Madrid en esta tarde-noche de sábado quedará relegada a un segundo, tercer o cuarto lugar, porque todos sus focos apuntarán en otras direcciones. Por ejemplo en la agonía, o quizá ya muerte, de Suárez, a cuyos restos todos los ligados al poder se arrojan ya para disputarse su legado, y sobre el que veremos y oiremos una vez más las mismas hagiografías de siempre. Las mismas alabanzas con olor a naftalina a su figura, como si él solito hubiera traído la democracia; y, por extensión, a la generación de la Transición que, sí, es cierto, nos sacó de la Dictadura con poca sangre y traumas aunque la cosa fue menos heroica de lo que nos han vendido y sus resultados fueron la democracia partitocrática que ya vemos de parte de quién se pone cuando las cosas vienen mal dadas.

Y, por otro, la criminalización de la movilización popular. Algunos medios destacarán que fue una marcha fundamentalmente pacífica. Pero supongo que ninguno se resistirá a ilustrarla con las imágenes de carreras, cargas policiales, vallas derribadas y sirenas azules. Incluso aparecerán infladas cifras de policías heridos, algo sorprendente para quien haya visto hoy las corazas de Robocop que exhibían. No sé si hay detrás una conspiración orquestada desde arriba. Quizá se trata solo del perverso efecto que tiene la exigencia de espectáculo de las televisiones. La sangre y los disparos resultan más atractivos al consumidor medio y aumentan la cuota de pantalla más rápido que las imágenes de miles de gentes anónimas marchando a pie por las calles de Madrid. Sea como fuere, el resultado es el mismo. La confusión entre la parte y el todo; entre la mínima proporción de incidentes más o menos violentos, a menudo imputables a la propia policía o a sus infiltrados, y la abrumadora mayoría de gentes que no han hecho sino ocupar la calle con sus pancartas, gritos y cánticos. Los dirigentes políticos de la Comunidad de Madrid ya habían avanzado esa confusión de modo preventivo, cuando alertaban horas antes de que los manifestantes eran “extremistas” y “anti-sistemas” de la “izquierda radical”.

Pero no. Podrán ocultar, relegar o criminalizar lo ocurrido, sin embargo la confluencia de las marchas por la dignidad en la macro-manifestación que ha acabado hace un par de horas en el centro de Madrid ha sido algo muy grande. Lo más grande, sin duda ninguna, que ha pasado en este país hoy, esta semana y en muchas otras. Es inevitable para quien lo ha vivido estar transido de emoción. Como lo es que invadan el recuerdo los ecos de las grandes asambleas del 15M de 2011. Como entonces, no se ha derribado el Gobierno. Dudo que le convenza de dar marcha atrás en su salvaje programa de “reformas”. Tal vez ni siquiera sirva para desviar ni un ápice su brutal hoja de ruta política. O tal vez sí. Pero, aunque no lograra nada de eso, sigue siendo igualmente grande. Los estudiosos de los movimientos sociales saben muy bien lo difícil que es movilizar a una masa de población como la que hoy se ha movilizado, por muchos motivos que haya para la indignación. Y lo es más todavía en estos tiempos de crisis, de contracción del mercado laboral, de falta de grandes referentes políticos que animen a comprometerse por un futuro mejor. Hacía además frío en Madrid, muchas y muchos estaban agotados por kilométricas caminatas y los gobernantes del PP amenazaban con los horribles desafueros que iban a promover los manifestantes. Aun así, ha sido un éxito incontestable la convocatoria. Según las cifras que se han difundido ya, las propias autoridades hablan de que ha habido hasta 350.000 manifestantes. Si lo dicen, es que habrán sido el doble o el triple, más quizá. Pero aunque fueran solo esos, no sabía que había tanto radical por estos pagos. Con semejante ejército de peligrosos extremistas, no sé cómo el sistema político se mantiene incólume. Sus garantes y beneficiarios harían bien en emigrar antes de que empiece la escabechina y el artilugio del doctor Guillotin presida las plazas mayores de todo el país.

Ahora bien, no se trata solo del número. Se trata también de cosas abstractas y difíciles de cuantificar, pero que son lo que hace que las colectividades humanas sean algo más que la mera suma de individuos. Cosas como la dignidad, que de manera acertada ha sido elegida para bautizar estas marchas y darles así el contenido positivo que acaso no tenía la denominación de “indignados”. Cosas como la solidaridad, que se desbordaba cuando las marchas atravesaban cada población, y como la sensación de comunidad, de formar parte de algo real y de poder hacer cosas grandes que se apodera de quienes participan en movilizaciones de este tipo. Cosas como la participación de la población en la cosa pública, en la política, porque esta última es mucho más que la mera esfera institucional; porque echarse a la calle a defender derechos amenazados –o crear y nutrir un foro como El Agitador– es una forma tan legítima de participar en lo político, de intervenir en la res publica, sino más, como depositar un voto en una urna cada cuatro años. De hecho, lo que hace en última instancia más democráticos y justos a los sistemas políticos está precisamente ahí. La historia demuestra que todas las grandes conquistas de derechos políticos y sociales se han producido exigiéndolos desde abajo, a menudo desde los márgenes de la legalidad o fuera de ella. Y toda una escuela de sociólogos afirma que, hoy en día, con ordenamientos políticos cada vez más esclerotizados, son los movimientos sociales los principales motores de democratización. Y cosas, para acabar, como la esperanza en que las cosas pueden cambiar, y cambiar para mejor. Lo que no es poca cosa en un mundo que parecía definirse por el fin de la historia, el triunfo de la democracia liberal y la economía de mercado, la cancelación de los horizontes utópicos y la escasa o nula confianza en que otro mundo sustancialmente diferente –mejor– sea posible. Sin esa esperanza, todo es más fácil de aceptar, por injusto que sea. Con ella, tal vez no haya todavía proyectos que permitan construir ese mundo mejor para hoy o mañana, pero al menos cabrá ya al menos pensarlo.

De regreso hacia casa tras un largo día, uno no se queda con el boicot político, policial y mediático que ha rodeado y rodeará mañana a lo que se ha vivido hoy en Madrid. Embotado aún el ánimo por las emociones compartidas, quizá se peca de ingenuidad y optimismo. Tal vez mañana las cosas empiecen a enfriarse. Sea como fuere, con lo que uno se queda es con esa fiesta de la gente movilizada defendiendo sus derechos de ciudadanía, con la energía de lo común compartido. Quizá esa energía, que procede de las emociones, pueda parecer y sea frágil, gaseosa, fácilmente disipable. Pero también eso, algo tan vaporoso como las emociones es lo que al cabo ha nutrido siempre las grandes transformaciones. Cualquier chispa puede prender otra de ellas. Podría ser, por qué no, esta misma. Ya veríamos qué pasa, pero sería al menos un divertido guiño de la historia que arrancase una nueva etapa justo cuando con Suárez desaparece la figura canónica de la Transición que nos legó esta democracia imperfecta. O podría ser que tampoco fuera esta chispa. Otra aparente derrota que sumar a una larga lista. Pero es posible al menos que haya alentado la esperanza hasta la próxima ocasión y que haya devuelto siquiera por un breve tiempo a las y los ciudadanos la impresión de que intervienen en su destino y construyen la democracia tanto o más que todos los Suárez que en el país ha habido.

José Luis Ledesma

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