A cincuenta años del Concilio Vaticano II. Dos puntos de vista.

Han pasado cincuenta años desde el inicio del Concilio Vaticano II, una de las citas más importantes del siglo XX. En estos cincuenta años, el camino emprendido por la Iglesia Católica le ha llevado a enfrentarse a uno de sus mayores desafíos históricos. ¿Son la pérdida de influencia en las sociedades occidentales, la caída en las vocaciones y los templos vacíos la fatal consecuencia de la apertura propugnada por Juan XXIII o más bien el precio pagado por la Iglesia por no haber sido capaz de llevar la apertura hasta sus últimas consecuencias? En El Agitador sabemos que casi nunca existe una única respuesta pero no hemos querido resistirnos a recordar un hecho de trascendental importancia para nuestra historia reciente. Para ello le hemos pedido al párroco de Caspe y a uno de nuestros colaboradores habituales que nos hablen del Concilio Vaticano II desde posturas alejadas, o quizá no tanto. Ustedes, ya saben, quédense con lo que prefieran.

LA IGLESIA Y EL MUNDO:  APERTURA Y RECONCILIACIÓN. 50 AÑOS DEL CONCILIO VATICANO II

Sergio Alentorán Baeta, párroco de Caspe

Estamos celebrando en este año los cincuenta años del Concilio Vaticano II y podemos decir que hay deseos de celebrar y de recordar ese momento que la Iglesia de todo el mundo acogió con gran entusiasmo y fervor.

Hacemos memoria de un acontecimiento que nos situó en un nuevo modelo de entender la Iglesia y la Teología. Todo ello hizo que en la mentalidad y vivencia espiritual de los cristianos cambiara el modo de vivir y celebrar la fe.

Pero también debemos decir que el Concilio Vaticano II despertó en la Iglesia cierto temor de dejar lo conocido para experimentar lo distinto. Sin embargo, las personas que vivieron este acontecimiento lo recuerdan como algo muy positivo, que cambió su modo de entender y vivir en la Iglesia.

El Vaticano II hizo cambiar la mirada eclesial. De una Iglesia preocupada únicamente por sí misma, se pasó a una Iglesia capaz de mirar al mundo y preguntarse por sus desafíos. Una Iglesia capaz de dar nombre a las realidades y problemas del mundo: la economía, la política, la educación, lo social, los problemas humanos, entre otras realidades, comenzaron a tener los primeros puestos en las prioridades de la Iglesia.

La consideración de la Iglesia como comunión con todo el pueblo de Dios, permitió que surgieran en ella diferentes ministerios y carismas, ejercidos todos ellos para bien de la comunidad. Desde esta propuesta del Concilio, surgirán multitud de grupos en la Iglesia, destinados a dar solución a los diferentes problemas del momento, en el campo social, humano, espiritual e intelectual. Los cristianos tenían un gran deseo de volver a los orígenes de la fe, es decir, volver a la sencillez y compromiso con los más necesitados.

También es importante destacar que el Concilio reconoció la autonomía de los métodos teológicos, la necesidad de enriquecer la teología con el estudio de las ciencias humanas y sociales, la justa libertad de investigación, la libertad de pensar y de expresar los logros de los desarrollos teológicos. Más aún, estimuló a los cristianos a tener una buena formación para que favorecieran con sus respuestas a los desafíos del momento presente.

Todo ello contribuyó a la adaptación de la liturgia a la mentalidad y tradiciones de los pueblos, para que todas las celebraciones que tuvieran lugar dentro de la Iglesia fueran comprendidas con más facilidad, y permitieran que el pueblo de Dios participara, de una manera activa, en la vida eclesial, con su vivencia y expresión en la liturgia.

Muchos otros aspectos podríamos enumerar aquí del Concilio Vaticano II, pero he intentado expresar en estos párrafos las ideas fundamentales de este Concilio que dio nuevos impulsos y desafíos a la Iglesia, y que hizo posible la unión y el trabajo en común de toda la comunidad cristiana.

EL CONCILIO VATICANO II: ¿ OCASIÓN PERDIDA?

Un Concilio no es otra cosa que una asamblea general de la Iglesia, una reunión a la que son invitados los obispos de todas las diócesis para tratar temas de doctrina. No es necesario que sea el Papa quien convoque, ni siquiera está obligado a presidir sus sesiones, lo que sí se exige es la presencia de la mayoría de los obispos y la confirmación papal a sus conclusiones. Veintiséis veces se han reunido estos verdaderos Estados Generales de la Iglesia aunque los cinco primeros no reunieron a la mayoría de los obispos por lo que no reciben la consideración de ecuménicos. Fue en el año 325 de nuestra era cuando se reunió el primer Concilio Ecuménico de la Historia. Fue en una importante ciudad romana de Asia Menor, hoy Turquía, llamada por entonces Nicea y hoy Iznik. Convocó el emperador Constantino, que todavía no se había bautizado pero ya desde el año 313, a través del célebre Edicto de Milán, había garantizado a los cristianos del Imperio el ejercicio libre de su fe. Dicen que Constantino no inventó el cristianismo pero sí que lo dotó de la fortaleza institucional que le ha permitido sobrevivir durante dos mil años. Al Concilio de Nicea le debemos el “Credo” que todavía hoy, con algunas, y en ocasiones polémicas, variaciones, rezan millones de creyentes en todo el mundo.

Entre el 325, Nicea, y 1545, Trento, la Iglesia se reunió en Concilio en dieciséis ocasiones. Más o menos cada setenta y cinco años. En esos mil doscientos años la Iglesia Católica disfrutó de una posición de absoluta preponderancia intelectual, política y económica hasta el punto de poder afirmarse que, sin su influencia, Occidente no existiría tal y como hoy lo conocemos. Sin embargo, entre 1545, Trento, y 1962, Vaticano II, la Iglesia solo llamó a Concilio en tres ocasiones. O sea, casi cada ciento cincuenta años. La mitad de veces o el doble de tiempo. ¿Fueron esos más de cuatrocientos años una época de paz doctrinal y dominio no discutido de la Iglesia? Al contrario, nunca antes debió afrontar desafíos mayores. Si Trento se convocó para hacer frente a la tormenta secesionista desatada tras la Reforma luterana, el Concilio Vaticano I (1869) significó la débil reacción de la Iglesia a los embates de los hijos de Kant, Voltaire y Rousseau. Si Trento reforzó a la Iglesia con la ayuda de la pujante Compañía de Jesús, el Índice de libros prohibidos, el rearme de la vieja Inquisición y el énfasis en el papel de la Iglesia como camino de salvación frente a la omnipotencia de la fe propugnada por los herejes centroeuropeos, el Vaticano I se limitó a aportar la polémica infalibilidad del Papa al arsenal con el que hacer frente a la mayor de las amenazas de su Historia.

Cuando, apenas unos meses después de su designación como Papa con el nombre de Juan XXIII, Angelo Giuseppe Roncalli decidió convocar un nuevo Concilio Ecuménico, las viejas amenazas se habían convertido en dolorosas realidades. En 1959 el mundo occidental trataba de recomponerse espiritualmente después de la experiencia traumática de la Segunda Guerra Mundial. Millones de cristianos en todo el mundo buscaban respuestas a las viejas preguntas pero también a otras nuevas que habían ido surgiendo con el siglo y para las que la Iglesia Católica parecía carecer de preparación. Ya no se trataba solo de la salvación, la redención o el pecado. La sociedad de fines del siglo XX había perdido la ingenuidad en los campos de exterminio y las trincheras pero también en la escuela, el sindicato, la universidad o la empresa. La militancia política, la liberación sexual y el nuevo papel de la mujer, la emancipación de las colonias en el tercer mundo, los medios de comunicación de masas, los Derechos civiles o la música pop y el papel como nueva clase social que los jóvenes venían a desempeñar habían dibujado un panorama extraordinariamente complejo para cuya gestión ya no bastaba con los viejos dogmas ni con afirmar que el Papa era incapaz de equivocarse. Entre 1962 y 1965, a lo largo de las cuatro sesiones del Concilio Vaticano II, la Iglesia Católica buscó la puesta al día, el célebre aggiornamento, consiguiendo escenificar la apuesta más seria de su Historia por ponerse a la altura de eso que los alemanes y los cursis llaman Zeitgeist, y nosotros espíritu de los tiempos. La pregunta es: ¿fue capaz de conseguirlo?

Una posible respuesta a esta pregunta la podemos encontrar en la rivalidad que, desde antiguo, enfrenta a los que fueran los dos teólogos más jóvenes y, quizá brillantes, que asistieron al Concilio, el suizo Hans Küng y el bávaro Joseph Ratzinger. Si, con posterioridad, Ratzinger cambiaría el paso alineándose, al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, o Santo Oficio, con Juan Pablo II y su peculiar revisión de las conclusiones del Concilio y accediendo, tras la muerte de Karol Wojtyla, al trono de San Pedro con el nombre de Benedicto XVI, Hans Küng prefirió continuar la senda trazada por Juan XXIII convirtiéndose en el paradigma del teólogo disidente al defender las tesis más aperturistas y exigir a la Iglesia respuestas acordes con los tiempos a temas como el celibato, la ordenación de las mujeres, la homosexualidad, el divorcio o la eutanasia. Si hoy hay una jerarquía que fía su interlocución a movimientos claramente involucionistas como el Opus Dei, Legionarios de Cristo o Kikos, hay otra Iglesia que busca conciliar la fe en Cristo con la aceptación de la extraordinaria complejidad de la vida en sociedad. Si una Iglesia bucea en el pasado buscando formulas solo aptas para los muy convencidos, la otra tantea incansablemente el camino hacia un futuro compatible con las nuevas formas de entender el mundo. En realidad, ambas son la misma y vieja Iglesia de siempre, una sola, y de su capacidad para encontrar un destino común, depende la supervivencia de una Institución que, para bien y para mal, ha marcado nuestra existencia como civilización durante los dos últimos milenios. Un asunto de extrema importancia tanto para los creyentes como para los que hace mucho que dejaron, o dejamos, de creer.

Jesús Cirac

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