Soy consciente de que en ocasiones se me acusa de exagerar mis relatos de viajes. Si el gran Kapuscinski se permitía sus libertades, para luchar por la falta de las mismas, cómo no me las voy a permitir yo, que no me pagan por ser un periodista objetivo (malditos tacaños de El Agitador). La cuestión es que la historia que viene a continuación sucedió tan sólo hace dos días y, en este caso, no exagero en lo más mínimo.
Me encontraba en una celda de tres metros cuadrados escasos. Me habían dejado tirado en el suelo y me habían avisado, con mirada admonitoria, de que no me moviera. Mejor debería usar el singular a partir de ahora… sí, una sola persona se bastaba para manejarme: pequeña, musculosa, parca en palabras y con cara de mala virgen. La oscuridad del lugar favorecía que los pensamientos se fueran evaporando y condensando en negros nubarrones que anticipaban tormento y fuertes precipitaciones de sudor y lágrimas.
Silencio. No hay nada peor que el silencio para poner en marcha las atronadoras ruedas de la imaginación. De repente, del cubículo contiguo, emergió un grito de terror, acompañado de una leve risita de satisfacción. El alarido retumbó en los tres pisos del quejumbroso edificio y su eco permaneció, como alma en pena, flotando en el ambiente. No tardó mucho en repetirse la sucesión sonora. En esta segunda ocasión, el torturador ya no pudo reprimirse y su carcajada se fundió con los aullidos de dolor del torturado.
“En buena me he metido. Estos tipos van en serio”. Se abrió la puerta y entró mi torturador particular. El miedo se dibujaba en mi cara y, en un acto de piedad, me concedió la última voluntad de, al menos, llevarme a una celda donde no se escucharan los gritos del resto de internos.
Ahí empezó la auténtica tortura china. La condenada, aunque yo fuera el condenado, conocía a la perfección todas mis debilidades y puntos más flacos (que en un flaco son muchos). No sé dejó ni una parte de su cuerpo con la que no me golpeara: nudillos, codos, rodillas, pies… todo le valía para infligir dolor. El orgullo, o la cabezonería, de un caspolino está por encima de todo y yo seguía con mi boca sellada; ni una palabra saldría por ella. La mala bestia seguía con sus procedimientos masoquistas: tan pronto me cortaba la circulación en las ingles como me ponía boca abajo, asfixiándome con la almohada, y se dedicaba a patearme la espalda y clavarme los talones en lo más profundo de las nalgas.
“Una hora; es sólo una hora. ¡Aguanta!” Ella tenía clara su misión: no cesaría sus martirios hasta que yo suplicara clemencia. Comenzó a retorcerme las extremidades hasta extremos inimaginables (ríete tú de la niña de “El exorcista”) y, ante la ausencia de resultados, decidió cambiar de estrategia. “¡Oh, no! Va a empezar con el Kama Sutra”. Ahora nuestros cuerpos se retorcían y se fundían en las más obscenas y desgarradoras figuras. Aquello era “Inhumano”: “pon tu pierna aquí, yo la pondré allí”…pero no hizo falta abrir la puerta de atrás, aunque sí tuve que sacar los pies a través de las cortinas por falta de espacio.
El tiempo parecía haberse detenido en ese agujero de gusanos. Cada movimiento de la aguja del segundero, iba secundado por un pinchazo en la parte más insospechada de mi cuerpo. Un calvario. Ding-dong. “¡Por fin! Lo logré otra vez”. La máquina “humana” de provocar dolor me dio unas palmaditas en la espalda y me ofreció su primera sonrisa tailandesa, de esas que no tienes ni pajotera idea de qué significan: desde un “¡qué tonto hay que ser para pagar por esto!” a un “¡cómo te he jodido!” Y, para colmo, ni siquiera me esperaba un final feliz: estoy en uno de los pocos garitos de Bangkok en los que no te recompensan tu valor oralmente. Bueno, te dan un tecito de agua de fregar.
Por una módica cantidad de unos cuantos dólares y muchos dolores, me dieron una buena paliza que me iba a dejar renqueante por un par de días… pero que me ha ayudado a aliviar las lesiones que he acumulado a base de abusos deportivos durante unos cuantos lustros. Veinte años de traumatólogos que no veían más allá del centímetro cuadrado donde indicabas que te dolía; de expertos doctores que confundían las causas con los síntomas; de las más diversas e ineficaces terapias (fisio, electro, termo, cromo, “etcétero”-terapias); de que casi me abrieran la rodilla con una artroscopia innecesaria… y, al final, estas sabias campesinas sin ningún tipo de estudios (tristemente, la mayoría de ellas haciendo horas extras para interpretar finales felices en películas de terror) me han permitido que, por fin, pueda bailar con mi sobrina siguiendo las órdenes del “fumao” (algo de LSD también habría) que escribió “El patio de mi casa”: “¡agáchate y vuélvete a agachar!”
Sinceramente, no sé si podré nunca abandonar Tailandia. La condición sine qua non que le he puesto a mi señora esposa es que nos llevemos con nosotros un/una masajista allá donde nos mudemos. Una vez que te introduces en los oscuros ritos masoquistas del Sudeste Asiático ya no hay manera de vivir sin ellos.
Una última reflexión: si esto es lo que obtienes pagando por placer, ni me quiero imaginar cómo te deben tratar en una comisaría o en una de las famosas e infames cárceles tailandesas.
Sergio Ferrer Giraldos