Caspe Literario. León Arsenal y una de carlistas

Tras la muerte del agraz, tontivano e impresentable Fernando VII, acaecida el 29 de septiembre de 1833, España entra de nuevo en la espiral del suicido: comienza la denominada I Guerra Carlista. Los dos bandos pensaron que la cosa iba a ser breve, pero se prolongó hasta 1840 (y, lo que es peor, cerrando las heridas en falso).

En el Bajo Aragón llovieron balas desde el principio, pero las autoridades liberales se negaron a reconocer oficialmente la zona como territorio bélico hasta 1839 (pura cuestión de imagen de cara al exterior: si solo se admitían términos tipo vandalismo y escaramuza, se transmitía el espejismo de que la cosa estaba controlada).

La entonces villa de Caspe, que superaba los 6.500 habitantes, estuvo regida los siete años por los cristinos, aunque con la población muy dividida en preferencias (Sancho Bonal escribió hacia 1910: «Los más se declararon abiertamente partidarios de don Carlos, unos por simpatía, otros por compromiso y muchos por espíritu de aventura; y una pequeña parte se colocó al lado de doña Isabel»; quizá exageraba en las proporciones).

Los liberales se preocuparon muy mucho de fortificar la almendra del casco urbano de Caspe, que siempre estuvo amenazada por los carlistas, quienes consideraban el pueblo principalísimo objetivo. Se reforzaron las murallas concienzudamente y el conjunto formado por la iglesia parroquial, el convento y castillo de los sanjuanistas se dispuso para su uso como caja fuerte de las tropas y servicios administrativos, amén de inexpugnable refugio de afines en caso de máximo peligro. Ciertamente, la fortaleza no llegó a ser conquistada por los carlistas en ninguna de las, al menos, diez ocasiones que entraron y se señorearon (coyunturalmente) de las calles del pueblo.

Esas incursiones fueron, por lo general, sangrientas y destructoras. Es innegable que, en ellas, las tropas carlistas contaron con el apoyo de no pocos partidarios de intramuros. En las más exitosas, los soldados liberales se vieron obligados a encapsularse en el castillo (a la espera de refuerzos), mientras los partidarios de don Carlos se afanaron en dañarlo lo más posible, para debilitar la posición. Así, con las obras de fortificación de los unos y la belicosidad de los otros, se fue deteriorando el lugar en el que, en el siglo XV, se habían celebrado las deliberaciones del Compromiso.

En la citada decena de incursiones carlistas, amén de muertos y heridos, hubo saqueo de casas de destacados cristinos y destrozo de infraestructuras (por ejemplo, en julio de 1838 prendieron fuego a tres molinos harineros). Y hasta guerra sicológica, que tomó formas de pregones callejeros en los que se intimidaba a la población a la par que se les transmitían pautas de comportamiento para favorecer los intereses logísticos de los de don Carlos.

Mencionaré solo dos de las ocasiones en las que los carlistas se adueñaron del tejido urbano:

El 14 de junio de 1837 (y no el día 16, como suele citarse), ocho batallones y cuatrocientos jinetes comandados por Forcadel, Llangostera, Tena y Cabañero siembran el pánico. Al día siguiente, al tener conocimiento de que llegaban refuerzos liberales, deciden retirarse no sin antes prender fuego al pueblo: 223 viviendas quedarán destruidas por las llamas, al igual que edificios singulares como la casa consistorial, que resultará inutilizable. El conjunto del castillo y convento sanjuanista recibe de lo lindo y, entre lo que la violencia destruye allí, hay que lamentar la pérdida de los miles de legajos históricos del archivo municipal (que, paradójicamente, había sido trasladado en marzo de 1836 hasta la acrópolis «por seguridad»).

El primero de noviembre de 1838, los carlistas penetran otra vez en Caspe y logran controlar durante  algunos días la mayor parte de las calles. Castigan con fuego de artillería el castillo, al que lanzan mil seiscientas balas rasas y setenta granadas (o sea, que lo dejan temblando). Al mismo tiempo, «arruinan» la torre de la iglesia parroquial y hasta puede que sea este el momento en el que se destruyera la riquísima colección de libros atesorada en el siglo XV por un obispo de Barcelona, el caspolino Martín García (¡cuántos manuscritos nigrománticos se perderían!).

Al final de la I Guerra Carlista, Caspe debió de presentar un aspecto desolador. Cuando los ánimos ya se habían sosegado, el párroco le escribe al arzobispo una carta, que he podido leer y en la que le explica: «El número de casas de la población será de dos mil, sin una tercia parte que se destruyó».

Recordado el contexto histórico, procede no entretener más la parte de este artículo que justifica su inclusión en la serie «Caspe literario».

En el año 2017 la editorial Edaf colocó en los escaparates la novela histórica «Bandera Negra», obra de León Arsenal, escritor, ensayista, traductor y navegante. La trama se enmarca en la I Guerra Carlista («fuera de España muchos veían este conflicto dinástico como un guerra romántica. Es choque de viejas tradiciones y valores con los principios ilustrados. Pero, sobre el terreno, aquello era tan solo una carnicería»). Los capítulos más apasionantes nos sumergen en los muy olvidados enfrentamientos corsarios en las costas de Tarragona y Castellón, en los que se capuzaron ambos bandos.

Dos son los personajes literarios principales que nos interesan:

Andrés Boix, perfilado como empresario textil de Sabadell, «calmado, erudito y artista», que encontraba el placer en leer y pintar. «El último hombre que cruzaría campos de batalla por propia voluntad. Pero su familia tenía pequeñas propiedades dispersas por Cataluña, Aragón y Reino de Valencia, y tenía que visitarlas. Nada grande en ningún lugar. (…) Olivos aquí, viñas allá. En Caspe, por ejemplo, tenían unas parcelas de olivos y cerezos. Fincas demasiado pequeñas para explotarlas de forma directa, por lo que las tenían arrendadas a agricultores locales».

George Andrew Clark, natural de Kentucky y «veterano de muchas aventuras», recorría la península por vez primera como «agente de varias empresas de su país que quieren abrir mercado en España». Hablaba un más que correcto castellano «gracias a sus correrías por el norte de la antigua Nueva España, ahora parte de México».

Los dos entrecruzan sus destinos «cabalgando por caminos en guerra», aparentemente ocupados cada uno en sus negocios. De camino desde Cataluña hacia tierras levantinas, atravesaban el Bajo Aragón antes de internarse en el convulso Maestarzgo. La noche del 5 al 6 de abril de 1837, pernoctan en Caspe.

Debo suponer que también pasarían algunas horas del día siguiente entre nosotros, porque Boix planeó su viaje para ojear las fincas familiares: «Hay que echar cuentas con los arrendatarios y ver en qué estado se hallan. Es lo que toca».

En torno a Clark, León Arsenal nos desvela que «todo lo que sabía de España era por los libros de viajes. Y ya estaba descubriendo que su utilidad era limitada, pues solían incidir en pintoresquismo, a costa de la exactitud. Eso sí, no exageraban en relación con todo lo que afirmaban de que las posadas españolas eran tan cochambrosas como incómodas». Afortunadamente, el americano «estaba de suerte» en la noche caspolina, «pues disponía de cuarto propio y no en posada, sino en casa de un burgués de Calpe (sic). Con cama y no jergón, con braseo, jofaina y mesa. Por fin podía escribir algo, a la luz de un quinqué, y tenía mucho que contar».

Llamo la atención a mis lectores sobre el sic que acabo de utilizar. Aunque por el periplo que recorren los protagonistas no cabe la menor duda de que del autor los hace recalar en nuestro Caspe, el caso es que, al menos en la edición que yo he disfrutado, el capítulo que más nos interesa lleva por título «Calpe. Bajo Aragón» (sic, otro), y que en las dos páginas que siguen a esa portadilla, las numeradas 30 y 31, se imprime una vez Calpe y otra Caspe.

Al margen de la anécdota coyuntural de esta breve estancia caspolina,  «Bandera Negra» centra la intriga en lo que sucederá en la costa: «Boix pretendía encontrarse con un capitán corsario que tenía en su poder diversas reliquias religiosas. Entre ellas, una que perteneció a su familia. Y ese era un tema que interesaba al americano más que los olivos, los almendros o los naranjos».

El libro que hoy nos ocupa me resultó entretenido. Y, divirtiéndome, me sumergí en algunas claves del conflicto carlista, muy bien reflejadas en sus páginas. Me animó a adquirir «Bandera Negra» la conferencia que impartió su autor el 4 de noviembre de 2017 en el Castillo del Compromiso, invitado por los Amigos de tan singular edificio. Esa tarde, León Arsenal (que, por la mañana, había dirigido en la biblioteca un taller sobre «Personajes e ideas en la novela histórica») razonó su tesis en torno a que la I Guerra Carlista debe considerarse como el origen del gueracivilismo español y se mostró conocedor del microcosmos local de aquel conflicto: «En el interior de Caspe, entre los caspolinos, aquello fue también una guerra civil; había muchos partidarios de los dos bandos, aunque predominaran los liberales».

Quien desee profundizar en el conocimiento del conflicto carlista en Caspe, puede acudir a los diversos trabajos que ha publicado sobre el siglo XIX local el historiador Francisco Javier Cortés Borroy, donde además encontrará numerosas pistas bibliográficas de las que tirar el hilo.

El Caspe de la I Guerra Carlista (el que visitaron los personajes literarios Andrés Boix y George Andrew Clark) estaba consumido por una fuerte crisis económica, generada por un complejo tejido de causas:

El olivar, tan importante desde hacía dos centurias, ahora debía competir con la producción de plantaciones más recientes del resto de Aragón y de Cataluña. Además, la helada de 1829 (en diciembre se registraron temperaturas por debajo de los -8º), dejó fuera de juego a numerosos árboles. Y los precios agrícolas apuntaban a la baja.

La guerra generó impuestos, tasas y peticiones en especie de los liberales, destinadas a sostenimiento de tropas y el combate contra los carlistas. A su vez, estos también extorsionaron económicamente, cuando pudieron, con fines parejos. Además, la eterna reparación de destrozos detrajo bolsas de monedas y mano obra de otras tareas.

El proceso desamortizador, que puso en el mercado tierras y posesiones agrarias de las órdenes religiosas (en nuestro caso, principalísimamente de los sanjuanistas), lejos de suponer reparto de riquezas, las situó en las manos de las élites terratenientes que pudieron adquirirlas.

Por añadidura, la epidemia de cólera de 1834 se cobró en Caspe centenares de víctimas (350 personas, calculó Valimaña en sus «Anales», redactados hacia 1860) y el brote de tifus de 1838 también pasó factura. A mitad de ese año, los carlistas sometieron a Caspe (también a Alcañiz y Mequinenza) a un bloqueo económico que, prolongado durante meses, causó importante sufrimiento a la población.

Concluiré el artículo disfrutando de una coincidencia. Me gusta imaginar que los personajes literarios de León Arsenal, que pernoctaron en Caspe en abril de 1837, coincidieron con otro viajero imaginado que nos visitó ese mismo año:

En esos mismos tiempos de la I Guerra Carlista, también pasó por Caspe el anciano aristócrata Beltrán de Urdaneta, personaje principal de «La campaña del Maestrazgo», novela de Benito Pérez Galdós en la que la trama de todos los capítulos parece discurrir el año 1837. Iba camino de tierras turolenses, pero no buscaba contienda sino recuperar una posición económica regalada que había ido perdiendo en las mesas de juego.

No me extenderé más. En un capítulo anterior (28.06.2016) de «Caspe literario», ya me detuve en los pasajes caspolinos de la novela «La campaña del Maestrazgo»  (http://www.bajoaragonesa.org/elagitador/caspe-literario-perez-galdos-beltran-urdaneta/ ). Solo expondré mi convencimiento de que, a la hora de la cena, el azar sentó ante la misma mesa a Beltrán de Urdaneta, Andrés Boix y George Andrew Clark. Sí, estoy seguro… ¡aunque jamás lo imaginaran ni Pérez Galdós ni León Arsenal!

Alberto Serrano Dolader

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