Caspe Literario. Pío Baroja y su Zalacaín.

Pío Baroja (1872-1956) consideró “Zalacaín el aventurero” (1909) como una de las “mejores y más perfiladas” de sus novelas. Aunque el trepidante relato de aventuras se despliega en el marco geográfico del País Vasco y Navarra, Caspe aparece mencionado en esta ruleta de escenarios y correrías. De refilón, sí, pero asoma.

            “Zalacaín…” está ambientada en la Tercera Guerra Carlista (1872-1876), esa que a nosotros nos costó medio castillo del Compromiso y que también fue palanca para la construcción de la torre de Salamanca, fortaleza que se quedó anticuada antes de resultar útil. Una contienda civil cuyo final se celebró en nuestro pueblo con un banquete en el que participaron carlistas y liberales. Pero ninguna de estas peripecias vamos a encontrar en las andanzas del héroe barojiano Martín Zalacaín, que alcanzó un éxito rotundo de público y, a la postre, también de crítica. Iré por partes, paso a paso.

            El protagonista -que tiene poso mítico y épico, pero con una visión actualizada- crece y actúa en una sociedad patriarcal y anclada. Se dedica principalmente a la aventura, en ella encontrará su sustento profesional: “Yo he trabajado para los carlistas, pero, en el fondo, creo que soy liberal” (Libro III cap. III). Doy por sabido el argumento -quien lo precise podrá refrescarlo a golpe de ratón en internet-, pero subrayaré que pocas vidas imaginadas pueden encontrarse tan intensas como la de este mozalbete pelín pícaro que muere de manera violenta a los 24 años de edad, justo el día siguiente de que don Carlos, el pretendiente al trono de España, decida dar todo por perdido y pasar a Francia. Baroja, que preparó a conciencia la novela aunque la debió de redactar con diligencia, optó por ‘matar’ a Zalacaín para favorecer su conversión en héroe. Lo consiguió.

            Como excelente novelista, don Pío dejó volar su imaginación al concebir su personaje, pero siempre tuvo como trasfondo la realidad. El resultado es tan verosímil que muy pronto los vascos comenzaron a sentir a Zalacaín como un ser tan próximo que brincó de las letras de molde al acervo popular. Y entre los paisanos se comenzó a comentar que por tal lugar había pasado o dejado de pasar, que en tal otro Zalacaín protagonizó un determinado episodio… ¡Qué mejor homenaje para Baroja que su criatura  formara parte de un irreal mundo real! La historia también acurruca paradojas.

            Volviendo al libro, su dinamismo se ve reforzado por los muchos personajes secundarios que van aflorando al hilo de la trama principal y de las no pocas y bien colocadas digresiones. En una de ellas (libro II, capítulo X), cuando Zalacaín andaba por Estella aparece por allí el conde de Haussonville, un “legitimista francés” (partidario, por tanto, del regreso de los borbones a un añorado trono galo). Era el noble un “hombre de unos cuarenta años, alto, grueso, derecho, rubio…”; se expresaba “en un castellano grotesco” y su conversación, por amena, “hacía morirse de risa a todos”… aunque “lo verdaderamente gracioso de Haussonville era su apetito voraz. Todo lo que le daban de comer no le servía más que de aperitivo”.

            El conde en cuestión “había venido desde Caspe llevando prisionero a un brigadier valenciano, carlista, a que compareciera ante el Estado Mayor de Don Carlos”. En la novela, Haussonville relata su expedición a unos amigos:

            “Explicó su estancia en un pueblo, con el batallón metido en una iglesia, sin poder moverse por estar los caminos intransitables por la nieve, no comiendo más que habichuelas y teniendo por retrete un confesionario, y dio tales detalles, que todo el mundo reía a carcajadas.

            -Un día, sobre todo, nos trajeron sidra -dijo el francés-, y entre la sidra y las habichuelas se nos armó una que tuvimos que hacer cola delante del confesionario. Pocas veces se ha visto una congregación de fieles tan apenados para entrar en el confesionario como nosotros. Jefes y soldados íbamos con gran dolor de corazón a cantar nuestra canción de las habichuelas a la pequeña garita del señor cura”.

            En su camino desde Caspe a tierras navarras, al conde “cada pueblo del tránsito le parecía una estación de calvario para su estómago hambriento; recordaba las aldeas por lo que había comido, o mejor dicho, por lo que había ayunado; aquí le habían dado por toda comida un caldo de berzas; allá, por cena, una colación de verduras cocidas; y, para colmo de desdichas, estaba alojado en Estella en casa de unas viejas solteronas, y, por la mañana, le daban chocolate con agua; por la tarde, cocido, y de noche, una sopa de ajo infame”.

            Haussonville ya no vuelve a aparecer en la novela, en cuya recta final apenas se nos informará de que murió fusilado poco antes de acabar la guerra (Libro III cap. II). Yo estoy convencido: si el genial y controvertido Baroja se lo hubiese propuesto, el conde francés podría haber sido el protagonista de otro de sus libros. Por eso, me recreo en una idea sin fundamento alguno: don Pío dejó en Zalacaín ese hilo argumental del que poder tirar en alguna ocasión posterior.

 Esa nonata novela quizá nos hubiese permitido conocer las andanzas caspolinas del aristocrático personaje, saber lo que hizo en nuestro pueblo antes de encaminar sus pasos hacía Estella. Como ven, un imposible, porque el Haussonville de “Zalacaín…” ni siquiera existió en la vida real (quizá Baroja tomó prestado el nombre para su personaje del político monárquico francés y erudito de la literatura Paul-Gabriel Othenin de Cléron, conde de Haussonville, nacido en 1843 y muerto en 1924).

Alberto Serrano Dolader

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