Edward Gibbon, un hombre, y un libro, para la gloria

Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano.   Vol. 1 

Editorial:   Atalanta.     Autor:  Edward Gibbon.

Cualquier superlativo es poco para definir el empeño (y el resultado) de la magna obra de Edward Gibbon, hombre curioso y enamorado de la Historia, diletante casi profesional, y ponemos el casi, porque su ajustada economía no le permitió nunca ser todo lo amateur que le hubiese gustado. Quizás entonces su obra esplendorosa no lo habría sido tanto, pero seguramente él hubiese sido mucho más feliz. Nació, en 1737, en el seno de una familia adinerada que, inevitablemente, cuando llegó el pequeño Edward, ya se había arruinado, por la mala gestión del padre, hombre al parecer agradable, pero de decisiones erráticas en lo tocante al vil metal.

El historiador fue el mayor de siete hermanos, siendo el único que sobrevivió a la infancia. De constitución frágil y enfermiza, se vió arrastrado desesperadamente de médico en médico, cuyos inútiles tratamientos se limitaron a producirle horribles cicatrices (y un furibundo rechazo a la profesión médica) que Edward Gibbon  se llevó a la tumba mucho más tarde de lo que auguraban tan doctas eminencias. En un momento dado de su juventud, se convirtió en papista (católico), esnobismo extraordinario en un anglicano de pura cepa. Su padre (y administrador de su asignación monetaria) combatió esta excentricidad enviándolo a un colegio calvinista de Lucerna. Durante sus años suizos, trabó amistad con gentecilla como Voltaire, Rousseau, Adam Smith, entre otros indocumentados, y se enamoró de una tal Suzanne Curchod. Cuando lo comunicó al padre, el rechazo de éste destrozó al joven, que escribió, con brevedad avergonzada:” Suspiré como enamorado, obedecí como un hijo”. Esta Suzanne, con el tiempo se convirtió en esposa del banquero Necker (ministro de finanzas de Luis XVI, que curiosamente, al convocar sesión de Estados Generales, provocó, indirectamente, la Revolución Francesa) y madre de madame de Staël, gran escritora y memorialista. Gibbon, después de la decepción, se dedicó a su otro (y seguramente, verdadero, amor), la Historia, dando comienzo a una descomunal tarea que parecía estar esperando a un hombre de sus cualidades desde centurias. Y se puso a la tarea con ardor dando fin al primer tomo de su obra en breve plazo. Sin embargo, el mundo solo percibió un individuo mundano, sin el dinero y la categoría social suficiente para concederle un puesto en la sociedad. Pero el bueno de Gibbon (que por aquel entonces ya había engordado exageradamente) se abrió paso entre lo que, sin duda, fue uno de los círculos literarios más brillantes de la historia inglesa. Y poco más podemos decir de este hombre de apariencia ridícula (por su grosor tremendo), salvo que fué publicando tomo tras tomo de su extraordinaria obra, y solo la muerte acabó una tarea que parecía interminable. Mil años de Historia (no sólo el Imperio Romano, también los bárbaros, persas, armenios bizantinos, árabes…, todo los hechos, tantos años y anécdotas fueron narrados con ese estilo tan británico que se ha convertido en una marca de fábrica hasta nuestros días). Todo el mundo occidental pasó por sus libros con ejemplaridad y fino entendimiento de la condición humana. En sus páginas están los gérmenes de novelas sin fin desaprovechados por plumíferos que afligen al público con novelas supuestamente históricas sin saber que ya estaban escritas por este historiador descomunal. Para muestra un botón.

¿Se acuerdan del emperador Cómodo, el malo, malísimo, de Gladiator, la penícula (llamarla película es un ejercicio de piedad al que no voy a sucumbir), pues en sus tiempos, según Gibbon:

Un soldado raso llamado Materno reunió a varias bandas de salteadores hasta formar un pequeño ejército, abrió las cárceles, invitó a los esclavos a declararse libres y saqueó impunemente las ciudades ricas de la Galia y de Hispania. Los gobernadores de las provincias, que llevaban tiempo convertidos en espectadores y tal vez en partícipes de estas expoliaciones, despertaron de su abúlica indolencia con las órdenes amenazadoras del emperador. Materno se vió rodeado, previó su derrota y, como último recurso, hizo un gran esfuerzo: ordenó a sus seguidores que se dispersaran, cruzaran los Alpes en pequeños grupos bajo diversos disfraces y se reunieran en Roma durante el licencioso tumulto del festival en honor de Cibeles. Asesinar a Cómodo y ocupar el trono vacío era el objetivo de un ladrón poco vulgar. Dispuso sus medidas con tanta habilidad que sus tropas ocultas llenaron sin demora las calles de Roma. La envidia de un cómplice descubrió y terminó con esta singular empresa cuando estaba a punto de ejecutarse.

Hablando de los bárbaros godos, que se habían apoderado de Ucrania:

La abundancia de caza y pesca, las innumerables colmenas, el tamaño del ganado, la temperatura del aire, lo adecuado del suelo para todo tipo de cereales y lo lujurioso de la vegetación era muestra de la generosidad de la naturaleza y suponían una tentación para la laboriosidad del hombre. Sin embargo, los godos resistieron todas estas tentaciones y siguieron manteniendo una vida de ociosidad, pobreza y rapiña.

Creo que es muestra suficiente, hagan caso de esta humilde reseña y lean este extraordinario libro, les aseguro que no se arrepentirán.

Manuel Bordallo

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