Hay relaciones nocivas que cuesta romper; a veces toda una vida.  Sin duda alguna, era mi mejor amigo desde parvulitos y con el paso de los años se convirtió en mi inseparable compañero de viaje.  Con una triste mochila de veinte litros nos recorrimos y recomimos el mundo.  Sin embargo, Él tenía un vicio que se iba exacerbando al ritmo de los sellos en su pasaporte, hasta que inevitablemente cruzamos la frontera que separa Guatemala de Guatepeor.

Todo empezó en esa tierra lejana donde las eles se funden con las erres y donde fui rebautizado como Serugio Fereru Girarudosu.  En el paradigma asiático de Civilización (olvidémonos de harakiris, kamikazes y humor amarillo), Él se encontró con una sociedad en la que las normas se respetaban por el bien común y no por el temor a la sanción.  Hay que reconocer que las cosas se podían llevar a extremos; así, te podías encontrar un japonesito en una calle desierta a las tantas de la noche esperando a que el semáforo se pusiera verde.

Allí es donde Él descubrió su amor por los trenes… gratuitos.  Rodeado de masas ingentes apretujadas por “empujadores” profesionales, era sencillísimo escabullirse por los tornos de salida, pegándose como una rémora al cívico pasajero que le precedía.  Incluso en los días en que la depurada técnica fallaba, tampoco había que preocuparse demasiado, ya que el encargado de la estación no sabía cómo reaccionar ante tal flagrante crimen sin precedentes.  Por supuesto, las visitas a la comisaría llegaron, pero la palabra mágica “wakaranai” (no comprendo), siempre pronunciada con expresión compungida, lo libró de todos los marrones… y de los verdes y los azules. Empujadores_Metro_Tokyo

Llegaron los días de gloria y ahí está grabado, con letras de oro en su currículum, el día en que se coló en el Shinkansen (el equivalente del AVE) para recorrerse 400 kilómetros hasta el monte Fujiyama.  O cuando para ahorrarse una fortuna (por lo menos, por lo menos, dos euros) salió a través de un campo de zarzas con rasguños hasta en el carné de identidad.  O, incluso, cuando su audacia lo llevó a colarse una vez en frente de su novia japonesa, lo cual le produjo a la pobre chiquilla un cortocircuito mental, con el consiguiente trauma psicológico, del que necesitó tratamiento de por vida.

El mundo se había convertido en un coladero para Él, ríete de Casillas en su último año en el Madrid.  Museos, templos, balnearios… se convirtieron en sus nuevos objetivos.  Su mente no dejaba de centrifugar para innovar técnicas de colada que se ponían en práctica por doquier: la “atlética” (salto de vallas) o la “surrealista” (caminando de espaldas por la salida a lo Mortadelo y Filemón).  Surrealista y real como la vida misma.

Por suerte, Japón dio paso a otros países sin tradición ferroviaria y los síntomas casi desaparecieron, aunque el virus permanecía latente.  Así que cuando Él se mudó a otro paraíso de la Civilización, Suiza, donde ni había revisores ni tan siquiera tornos de entrada, la recaída fue brutal.  Todos esos trenes a su disposición, siempre puntuales a la centésima de segundo y además no había que aprender llaves de karate para abrirse un palmo cuadrado de espacio en el vagón… aquello era el nirvana del ferrocarril.  La alegría le duró poco ya que a los suizos no se la dan con queso fácilmente; de eso sí que saben.  En menos que canta un gallo, los revisores de incógnito le habían empapelado dos veces y pronto hubo un tercer incidente en el que intentó utilizar la estrategia del “wakaranai”, versión 2 “ich verstehe nicht”, pero sólo consiguió que enviaran un coche patrulla.  Lección aprendida, mejor no jugar con los suizos.

Aquí es cuando yo dije basta.  Este tipejo, que muchos relacionaban conmigo, me estaba dando una fama que me podía meter en muchos problemas, incluso que me expulsaran del país.  Tuvimos una última discusión en la que su argumento se basaba en el manido “mientras yo no cause daño a nadie…”.  Ésa fue la última frase que oí salir de su boca; mejor solo que mal acompañado.  Y sí, sí que estaba causando un terrible daño: a la confianza en las personas, a la honestidad del sistema, a la integridad de la sociedad que queremos para nuestros hijos.

No debería generalizar, pero en nuestra España muchos no hacemos las cosas bien porque es como se deben hacer, si no por el miedo a qué ocurrirá si lo hacemos mal y nos pillan.  Es muy diferente pagar impuestos porque lo correcto es aportar proporcionalmente al bienestar social que porque Hacienda se está poniendo seria con las inspecciones.  ¿Cuántos de nosotros evitaríamos pagar al fisco si supiéramos con seguridad que no nos iban a coger con las manos en la masa?  Hay que reconocer que las “élites” que deberían marcar el ejemplo tampoco ayudan mucho.  Quizá, sólo quizá, podamos clasificar a España como un país desarrollado, pero en términos de integridad todavía somos un país en vías de Civilización.

Sergio Ferrer Giraldos

PD: Ya sé que más de uno me va a salir con el tema de que si Blatter por aquí, que si los escándalos financieros por allá.  No me voy a meter ahí… o por lo menos no hoy.  Lo que sí puedo decir es que no me imagino en Caspe un puesto de venta autoservicio de melocotones en medio del bosque con una caja con varias decenas de euros para cogerte tú mismo el cambio; o una lechería a la vuelta de la esquina, ahí en medio de la calle Baja, con el frigorífico abierto 24 horas y una caja llena de cambio gritando “llévame a casa”.

Mountfujijapan

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