Kraftwerk. De hombres y máquinas.

En noviembre de 1974 miles de jóvenes occidentales quedaron paralizados frente a sus receptores radiofónicos. Sonaba por vez primera Autobahn, el tema homónimo del cuarto elepé de la banda originaria de Düsseldorf, Kraftwerk. Hasta entonces aquellos chicos universitarios de buena familia, con sólida formación musical y un profundo interés por la vanguardia europea se habían limitado a militar, con mayor o menor fortuna, en un movimiento musical, casi estrictamente germano, que todavía hoy conocemos como “krautrock” y que integraban bandas de nombres tan sugerentes como Neu!, Popol Vuh o Can. Pero aquella canción era otra cosa. Autobahn sonaba diferente a todo lo que había sonado antes no solo en Alemania sino en el planeta Tierra. Era la primera canción pop totalmente construida con instrumentos electrónicos. Era el futuro del pop condensado en veintidós minutos y cuarenta y dos visionarios segundos. Era un giro copernicano en la historia de la cultura popular.

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Han pasado casi cuarenta años desde entonces y Kraftwerk siguen siendo noticia a pesar de llevar décadas sin ofrecer nuevos temas a sus legiones de fans. Quien fuera durante los años gloriosos percusionista de la banda, Karl Bartos, editó a primeros de 2013 un magnifico disco en solitario, Off the record, de escucha obligada para todo amante del sonido Kraftwerk. Por otro lado el grupo, en realidad ya solo Ralf Hutter de entre todos los miembros originales, ha continuado con el desarrollo del proyecto 3D iniciado en 2011 con sendas exposiciones en Düsseldorf y Munich. Dicho proyecto continuó su andadura en 2012, alcanzando en abril de ese año su máxima repercusión mediática. El mismísimo MOMA de Nueva York no solamente les dedicaba una retrospectiva sino que incorporaba a su oferta expositiva la posibilidad de asistir, durante ocho noches consecutivas, a la interpretación en directo de sus ocho discos en estudio. Durante 2013 Kraftwerk ha comparecido en más de cincuenta ocasiones ante el público, una de ellas en el SONAR de Barcelona. Pero lo más destacado ha sido que en cuatro de ellas se ha repetido la experiencia del MOMA neoyorquino. Cuatro escenarios no habituales de los circuitos pop y ocho noches seguidas interpretando su obra completa con las entradas agotadísimas: el Kunstsammlung de Düsseldorf; la célebre Sala de Turbinas de la Tate Modern de Londres; el Akasaka Blitz de Tokyo y la Ópera de Sidney. Si ya en 2005 la Bienal de Venecia les abrió sus puertas, la iniciativa del MOMA ha contribuido a sellar definitivamente la alianza entre el pop y la llamada alta cultura aupando a Kraftwerk a un estatus inalcanzable para cualquier otro artista de música popular.

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Lo cierto es que una densa aura de glamour cultural ha envuelto siempre a Kraftwerk y a su peculiar universo estético. Ello, sin embargo, no ha perjudicado su dimensión popular, su mera existencia como máquina de producir melodías pegadizas y ritmos bailables aptos para el consumo masivo. Las claves de esa polivalencia se encuentran en su decidida voluntad de desmarcarse como banda de la influencia, en ocasiones demasiado totalizadora, de la escena pop-rock anglosajona. Nada de barbas descuidadas y melenas al viento, nada de drogas y excesos, nada de gesticular o de cantarle al amor, la perdición o la gloria. Las archiconocidas imágenes de Ralf, Florian, Wolfgang y Karl perfectamente trajeados mirando al infinito con rostro inexpresivo preludiaban la irrupción de los robots como irónicos alter egos que, a la postre, se convirtieron en verdadera marca de la casa. La misma fría distancia con la que se retrataban en las caratulas de sus discos impregnaba todas y cada una de las demás caras del proyecto. Letras deliberadamente sencillas, esquemáticas, casi naif. Himnos al progreso y a los grandes desafíos técnicos de la modernidad, el ferrocarril, la autopista, las computadoras, los robots. Desde los antípodas de la estética y la actitud de las bandas americanas o británicas del momento, Kraftwerk prefería reconcentrarse en la tradición europea, se empeñaba en tender un puente que, obviando las cuatro últimas décadas de decadencia cultural europea, entroncaba directamente con la Alemania de Entreguerras, con su poderosa vanguardia cultural, con los experimentos estéticos de la Bauhaus, con el constructivismo, con el cine expresionista y su obra cumbre Metropolis (con tema dedicado) o la ironía descarnada del Cabaret berlinés. Tras la devastación nazi y la larga y dolorosa posguerra, Alemania era un país nuevo y un país nuevo necesitaba una música nueva. En palabras de uno de sus miembros, Kraftwerk aspiraba a construir el folclore de la Alemania Industrial.

entrada a los míticos estudios Kling-Klang de Düsseldorf en la actualidad
entrada a los míticos estudios Kling-Klang de Düsseldorf en la actualidad

Y a fe que consiguieron todo lo que se proponían. Pocas bandas pueden considerarse más influyentes en la historia de la música popular que Kraftwerk. Probablemente ni el hip-hop ni la electrónica en su más amplio concepto se entenderían como hoy los entendemos sin la huella sonora de Kraftwerk. De Orbital o Chemical Brothers a Aviador Dro; de The Human League a Suicide o los Beastie Boys. Los avances tecnológicos desarrollados por ellos mismos en sus míticos estudios Kling-Klang fueron utilizados por centenares de otros músicos que pagaron por la utilización de sus patentes. Durante casi dos décadas obtuvieron reconocimiento y ventas. La crítica y el público se pusieron a sus pies. Negros y blancos, cultos e iletrados, bailongos y mirones, fiesteros y nerds. Todos a los pies de los cuatro robots de Düsseldorf. Todos apabullados por la fuerza de temazos tan brutalmente subyugantes como The Robots, Music Non Stop, Showroom Dummies o Das Model. Todos deslumbrados por discos tan obsesivamente perfectos como Radioactivity, The Man Machine o Computerworld. Hasta que todo se fue al garete.

¿Y por qué se fue al garete un proyecto tan sólido y consistente? Ya hemos dicho que no tomaban drogas ni eran amigos de tirar televisores por las ventanas de los hoteles, tampoco hubo Yoko Onos a la vista o grandes batallas por el ego, ni siquiera la pasta se les subió a la cabeza. La cosa fue mucho más sencilla. Resulta que en la cumbre de su fama e influencia, a principios de los ochenta, a Ralf y a Florian, los líderes del invento, les dio por aficionarse a algo tan saludable y ligero como la práctica del ciclismo. Al principio se trataba simplemente de rodar un par de horas todos los días por los alrededores de Düsseldorf para mantenerse en forma pero, poco a poco, el nivel de exigencia fue subiendo hasta convertirse en casi una obsesión. Llegó un momento en que en los estudios Kling-Klang había más tubulares y piezas de bicicleta que secuenciadores o cajas de ritmos. Los otros dos miembros, Karl Bartos y Wolfgang Flür, comenzaron a distanciarse y a mostrar el agobio que les producía aquella larga inactividad no asumida… El resto es de imaginar.

Tras la marcha de los otros dos miembros, Ralf Hutter y Florian Schneider, siguieron con el proyecto si bien no produjeron nuevo material reseñable. Solo en diciembre de 1999 lanzaron el que para mí es uno de sus mejores temas, Expo 2000, con ocasión de la Expo de Hannover. Cada vez que lo escucho, totalmente empequeñecido e impresionado, pienso en la canción que el dúo Amaral compuso para la Expo de Zaragoza, aunque la verdad es que a duras penas consigo recordarla.  Ello me ayuda a entender muchas cosas de mi país y también de esa Europa a la que aspiramos a pertenecer en plano de igualdad. Y hablando de Zaragoza… Florian abandonó el grupo algunos años después. Casualmente su última actuación en directo fue precisamente en Zaragoza, el 11 de noviembre de 2006, en el fenecido Monegros Indoor Festival. Sé que algún día podré decirle a mis nietos con orgullo: «yo estuve allí».

Jesús Cirac

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