LHR : UN CATETO ENTRE EL PUBLICO

Tengo la suerte subjetiva de no vivir en Zaragoza.

Por eso, cuando subo hasta ella tantos años después de tantos años allí resididos, me gusta observarla con ojos de viajero, fascinado por la vida urbanita, redescubriendo un entorno que ya no admito como conocido.  Son las mismas calles, pero no se parecen en nada.

No seré yo quien les descubra todos los cambios que ha sufrido.  Me hice este fin de semana de concierto una reflexión válida que entenderán: cuando nuestros padres nos acompañaban en nuestra adolescencia, repetían admirados: “Zaragoza está irreconocible”.  Y pensábamos para nuestros adentros “¡Qué demonios están diciendo estos viejos!  ¡Zaragoza está como siempre!”  Este fin de semana lo entendí todo: desde el 74 al 94, cuando nuestros padres volvieron a Zaragoza, habían pasado veinte años y uno reconoce que el cambio es extraordinario.  Del 94, cuando los de mi generación, los de la titulitis, conocimos Zaragoza, al 2014, también han pasado 20 años.  Y yo soy el que ahora se queda hipnotizado con la capital.  Será que me estoy volviendo viejo.  O que nos estamos convirtiendo en nuestros padres  (Admítanme el plural)

Dicho todo esto, y sabiendo que para los de mi generación, ya estamos en el futuro, lo que mas me llama la atención, como viajero, de la vida en la ciudad, no son los semáforos (que ya los conocía, no se rían), ni el tranvía (que ya lo conocían nuestros mayores), ni las bicis (que también estaban entonces, pero dentro de los bares aunque esa es otra historia), ni tan siquiera que parezca que el otro lado del río ahora tiene vida; sino la gente.  A su físico me refiero.

He podido con todo sin sorprenderme.  Superé los pantalones cagados.  Que cualquiera lleve una coleta o rasta.  Que las camisetas de los Ramones hayan sido armas de venta masiva.  El flequillo hasta los ojos que ha vuelto ahora.  La desaparición de las tribus urbanas que durante dos décadas fueron tradicionales.  Las camisetas de leñador.  Incluso los calzoncillos a la vista.  He sido fuerte y he superado todo ello.  Pero mi capacidad de no inmutación estalló en mil pedazos en el concierto, cuando aparecieron ante mí, como salidos de un televisor, todos los hippsters de Zaragoza.  No recuerdo ver en toda la tarde-noche a una sola persona que rondara los treinta años sin su barba.  Larga.  Lo mas larga posible. Y sin sus gafas de pasta.  Sospecho que me debí de cruzar con al menos un centenar de admiradores de Berto Romero.  Fue entonces, seis medianas después, cuando terminé de ver la luz, y cual Paco Martinez Soria, ví que yo, amo y señor del Royo, conde del Casco y primer habitante de la zona Universidad, me había convertido en un cateto.  Saqué las orejas por fuera de la boina cuando terminó el concierto y dije: Primo, vámonos que esto no es pa mí.

POSTDATAS VARIAS:

– No es necesario decir que los únicos cuatro asistentes al concierto sin barba éramos nosotros, los del pueblo.

– La barba larga, digan lo que digan, no embellece.

– Los que me conocen saben que uno ha estado veinte años afeitándose una vez a la semana como mucho, aguantando todo tipo de improperios.  ¿Qué aguantarán estos tecnohippies?  Seguro que nadie les llama guarros.  (El mundo sigue siendo injusto)

– ¿Qué pensarían esos urbanitas de la reunión de viejas glorias que nosotros representábamos?

– ¿A que no adivinan quien se puso tras la columna? Bingo: el cateto y sus colegas.

– ¿Y el local?  Pues hombre, en la sala en sí ponen buena música… mientras dura el concierto.

– Sé que me he enrollado como una persiana: mil disculpas.

Petu

boina

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