Pesadilla en la cocina. Chicote for president

Principalmente me gusta “Pesadilla en la cocina” porque es un programa entretenido. Chicote es directo, rudo y feote y eso hace que pueda simpatizar con él con la misma facilidad con la que lo hago con un viejo amigo. También dimana la suficiente autoridad como para que me acojone un poquito con sus soflamas. Tiene un poco de sargento de hierro y otro poco de pepito grillo, da un poco de miedo y también un poco de risa. Perfecto.

No obstante, encuentro que a  “Pesadilla en la cocina” le pasa lo mismo que le pasaba a “Vacaciones en el mar”: su estructura argumental es demasiado rígida y al final se nota demasiado su vocación moralista. Invariablemente Chicote irrumpe en un negocio que funciona mal, con la adrenalina saliéndosele por las orejas, y lo que se encuentra es a una pandilla abúlica y desmotivada que vive en una inopia de comandas mal anotadas, pilas de platos por fregar y freidoras rebozadas en pringue. Eso es lo mejor de todo. Ese contraste entre la furia de la bestia prusiana y la parsimonia jamaicana de camareros, cocineros y pinches. Me muero de la risa cada vez que Chicote atrapa con las manos un trozo de lubina o un entrecotte pasado y los sacude con repulsión mientras le confiesa a la cámara que nunca ha probado nada peor en su vida. Me descojono cada vez que hurga con los dedos en las profundidades de una salsa mal ligada o escupe una cucharada de risotto que acaba de meterse en la boca con sincera cara de asco. Tras ese inicio algo melodramático, pero eficaz de cara a la audiencia, viene la toma de contacto con sus víctimas. Invariablemente estas esperan en la cocina con cara de acojone, acojone que se ha visto convenientemente alimentado con las impresiones del camarero que, cual cómplice correveidile, les ha ido filtrando las pésimas impresiones de Chicote a medida que estas se iban produciendo.

Debo confesar que en esta parte del relato, a pesar de encanarme de la risa, suelo sentir un poco de pena. Al fin y al cabo son solo trabajadores y lo cierto es que Chicote se suele sobrar bastante. Pero el espectáculo aún exige que éste se adentre en las profundidades de cocinas llenas de grasa y desorden, que encuentre cadáveres de ratones entre las resistencias de electrodomésticos pleistocénicos, que nos señale los muchos peligros que acechan bajo la costra que cubre las paredes de las cámaras frigoríficas. Digamos que, llegados a este punto, el programa ha alcanzado su cénit de intensidad emocional y que éste coincide con el hundimiento anímico de todo el personal del garito. A partir de ahí, ya todo es subir. Chicote les demuestra que no es ningún ogro, que bajo esa apariencia de oficial del ejército soviético no hay más que un chico sencillo que ha tenido que ganarse a pulso todo lo que tiene, que bajo esa epidermis de cemento late un ser humano que también se emociona y llora. Y entonces, la peña se pone en movimiento y todo empieza a ir mejor. Las salsas ligan solas, la carne no se pasa del punto y la tempura cruje como la nieve recién caída en un prado alpino. Casi llegando al final, se inaugura el nuevo local, con su nueva decoración, sus nuevos platos y la nueva motivación de su personal. Y la cosa acaba como acababan siempre los capítulos de “Vacaciones en el mar”, con Julie, Gopher , el camarero negrata y el Capitán Stubing desplegando en cubierta su eterna simpatía mientras despiden como se merecen a esa pareja de jubilados del Medio Oeste que ha vuelto a recobrar el tiempo perdido o a esa adolescente incomprendida de Nueva Inglaterra que creyó enamorarse de un barrendero en Puerto Vallarta y ahora sabe que antes de amar tendrá que licenciarse en Harvard o a esos recién casados de Atlanta que antes de subirse al barco tenían dudas acerca de su amor y ahora lo único que tienen es ganas de follar o a la viuda millonaria de Connecticut que empinaba un poco el codo y robaba toallas y ceniceros en los hoteles y que, tras el viaje iniciático, ha comprendido que ese no es el camino y que el dinero no da la felicidad.

Creo que, en realidad, el gran valor de “Pesadilla en la cocina” no recae tanto en su capacidad demostrada para hacernos reír un buen rato como en su aptitud para provocarnos ciertas reflexiones de hondo calado. Vale, lo de la mugre es un fácil recurso, pero les confesaré que, desde que veo el programa, le he cogido bastante tirria a lo de comer fuera de casa. Piensen durante unos segundos en los baños de muchos de los bares o restaurantes a los que suelen acudir. Piensen en ese baño en el que nunca hay papel y cuyas paredes rezuman humedad, ese baño que huele como el zulo de Ortega Lara y en el que apenas se atreven a hacer sus necesidades. Háganse ahora la siguiente reflexión: Si los baños están así de descuidados, ¿Cómo estarán las cámaras, los desagües, los filtros de las campanas extractoras? Si lo que enseñan asusta ¿Cómo estará lo que permanece oculto? Con su exagerada visceralidad Chicote ha puesto el dedo sobre una llaga sangrante de nuestra cultura: muchos de nuestros bares y restaurantes están en manos de personas que desconocen por completo su profesión y que, además, no tienen la mínima intención de aprender. Si tenemos en cuenta que somos uno de los países más turísticos de la Tierra, la cosa alcanza ya tintes catastróficos. ¿Podemos salir adelante como país si ni siquiera somos capaces de ponernos las pilas en uno de los pocos sectores económicos cuya viabilidad no se discute?

Con su formas un tanto macarras y sus mandiles de colores grotescos, Chicote ha tomado el testigo de aquellos intelectuales que durante todo el siglo XIX, y parte del XX, blandieron la bandera de la regeneración para una España que, como la de hoy, hacía aguas por todos sus costuras. La España de los bancos malos y las chapuzas, la de tipos como Bárcenas y Sepulveda, la de los cayennes, los equiscinco y las fiestas de cumpleaños faraónicas, esa España pija, cutre, hortera y profundamente ineficiente tiene su reverso positivo en un tipo que recorre sus garitos poniendo orden, cordura y sensatez. Un currela al que le ha ido bien en la vida y ahora se permite dar útiles consejos aunque sea gritando como una mala bestia. Bien por Chicote, bien por “Pesadilla en la cocina”.

Jesús Cirac

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