Silencio en la nieve (Gerardo Herrero, 2011).

Ambientada en el invierno de 1943, en pleno frente ruso en que combatían los soldados españoles de la División Azul contra el ejército soviético, la historia que nos cuenta Gerardo Herrero, según un guión de Nicolas Saad, que parte, a su vez, de la novela El tiempo de los emperadores extraños, de Ignacio del Valle, editada por Alfaguara (2006), arranca con un sorprendente y macabro hallazgo: un grupo de caballos, cuyos cuerpos surgen parcialmente de la superficie de un lago congelado, y, junto a ellos, el cadáver de un militar con una inscripción grabada a cuchillo en el pecho (“Mira que te mira Dios”). El fallecido enseguida es identificado por el Sargento Espinosa (Carmelo Gómez) y el soldado raso Arturo Andrade (Juan Diego Botto), como un compañero divisionario. A partir de ahí, ambos van a iniciar una investigación para tratar de desentrañar los hechos, recurriendo el segundo a sus dotes deductivas que años atrás pusiera en práctica cuando ejercía de inspector de policía en Barcelona. Pronto se sumarán dos muertes más, obedeciendo a pautas similares, en lo que parece un extraño ritual llevado a cabo por un asesino sin móvil aparente. Las distintas pistas y pesquisas irán convergiendo en una compleja trama de sociedades secretas, en la que el asesino actuaba por una motivación tan antigua como el mundo, el afán de venganza.

La última película dirigida por Gerardo Herrero es un thriller en toda regla. Pero la característica principal estriba en su tratamiento, en su inserción dentro de la recreación histórica, algo estrictamente novedoso, al igual (casi) que la referencia a la División Azul, un asunto poco tratado en la cinematografía española (salvo en la prácticamente olvidada en la actualidad Embajadores en el infierno (José María Forqué, 1956), centrada sobre todo en la Guerra Civil (1936-1939). Éste es quizá el factor más interesante de la película, y, a la vez, lo que lastra las expectativas de quienes quieran ver en ella un tratamiento histórico al tema de la División Azul. No obstante, sí que es cierto que se hacen puntuales menciones a las difíciles relaciones entre los mandos oficiales, militares de carrera, y los soldados, muchos de ellos voluntarios falangistas que, llevados estos últimos por su ferviente anticomunismo, continuaron la guerra a miles de kilómetros de su país. Una escena que denuncia este fervor se deriva de la entonación de uno de los himnos falangistas por parte de uno de ellos, después de que un avión aliado arroje octavillas sobre el cuartel general de los españoles en las que se conmina a la deserción; o la inestable convivencia entre los españoles y los alemanes, no faltando los puntos de fricción a partir de situaciones en que se muestra la crueldad de los segundos con la población civil, con varios asesinatos arbitrarios. Igualmente, también se refiere solapadamente la presencia de otros “voluntarios”, que fueron a la U.R.S.S. para expurgar pasados republicanos, como sucede con el propio Arturo Andrade.
En líneas generales, una película que se mueve en un complicado equilibrio narrativo, en el que se inician y entremezclan varias historias, quedando alguna solamente esbozada, tratada de manera superficial o incluso poco clara (la relación amorosa del protagonista con la joven rusa, o la subtrama protagonizada por Guerrita (Andrés Gertrúdix). Argumento en el que no se descartan los tópicos del género protagonizado por “asesino en serie”, etc. Todo ello, por otra parte, en una ambientación (dirección artística) bastante lograda, fruto del trabajo de documentación basado en diversos textos, entrevistas y fotografías (elemento que tiene una gran importancia en el desarrollo de la trama), y con escenas bélicas bien conseguidas, aunque a veces los efectos vinculados con las explosiones resulten burdos y simplones.

Una historia que no acaba de cuajar, de definirse, interpretada por un eficaz Carmelo Gómez y un frío Juan Diego Botto, teniendo más preeminencia los televisivos secundarios Víctor Clavijo (Sargento Estrada) o Sergi Calleja (“Tiroliro”), entre otros.

Una apuesta arriesgada que pone en duda –una vez más- la definición y separación canónica de los géneros cinematográficos, algo recurrente en el cine de los últimos años, y que representa un atractivo a priori, pero que no termina de “enganchar” al espectador debido a un transcurso narrativo, en ocasiones confuso, y una puesta en escena orientada hacia la mera eficiencia.

                                                                                                   Francisco J. Lázaro Sebastián

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