A vueltas con la Semana Santa y los inmigrantes.

 

La madre de todas las batallas por la integración de los inmigrantes se librará en torno al uso y disfrute del espacio público. De momento, en Caspe, hay un claro vencedor. La abrumadora presencia de ciudadanos de origen extranjero en sus calles y plazas es, cuando menos, llamativa. Hasta el punto de haber transformado el paisaje urbano y la percepción que los llamados “caspolinos viejos” tienen de su propia ciudad. Ello no es necesariamente malo y obedece a causas concretas. El aumento del nivel de vida de los españoles ha traído una evidente mejora de las condiciones de habitabilidad de sus viviendas. ¿Disfrutando de un espacio privado de calidad, quien necesita el público? Dicho de otro modo: vivir en la calle ha sido siempre cosa de pobres. Antes, nosotros. Hoy, los inmigrantes.

Pero no nos engañemos, a pesar de esa apropiación del espacio público caspolino, sus propietarios siguen siendo los de siempre. Una cosa es quien ocupa las calles y las plazas y otra muy diferente quien marca el ritmo de la vida que en ellas se desarrolla. Una cosa es que los niños de origen extranjero tengan que jugar en la calle, como hacíamos nosotros no hace tanto, por carecer en sus hogares de espacio adecuado y otra que esas calles y plazas sirvan de escenario para las ceremonias públicas de su vida religiosa y festiva. A día de hoy, desfilar por las calles de Caspe no está al alcance de cualquiera. Aunque eso es así solo de momento. Antes o después, el calendario festivo local acabará por dar cabida a celebraciones que atañen a muchos de nuestros vecinos y no coinciden, exactamente, con las nuestras. Parece justo.

Lo importante es que empiezan a brotar los intentos de demolición de la brecha cultural. Uno de ellos ocurrió hace apenas unos días. Una niña de origen magrebí participó en los preparativos de la Semana Santa caspolina empuñando los palillos en una de nuestras cofradías. Consiguió desfilar en una procesión. Pero no llegó a la segunda. Esta vez no fue la Inquisición la que arrojó a las llamas purificadoras al infiel. Ni en la parroquia ni en la cofradía pusieron pegas. Parece que el “dialogo interreligioso”  del Concilio Vaticano II ya no se discute. No en Caspe, al menos. Fue la familia de la niña, quien sabe si presionada por su comunidad, la que se opuso a que continuase participando de la fiesta. Del caso importan menos los detalles que el planteamiento general. Para un niño es más importante compartir rituales cívicos con sus iguales, amigos y compañeros de clase, que cumplir con la fe de sus mayores. Nada más lógico que participar en una puesta en escena, como la Semana Santa, que es cada vez más cívica y menos religiosa y en la que tradicionalmente participan muchos niños. La inmigración es un problema para el que existen soluciones. Algunas de ellas son antiguas y bien conocidas por todos. Se llaman patio de recreo, fiesta de cumpleaños, cabezudos, polideportivo, fiestas de agosto, verbena de verano. Con nosotros funcionaron. Más o menos.

Jesús Cirac

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