En abril de 1412, decenas de habitantes de Caspe lamentaron la llegada de Vicente Ferrer. El después nombrado santo perteneció a aquellos frailes que elaboraron tratados sobre el arte de predicar, ars predicandi, una completa teoría sobre los recursos a utilizar para captar la atención de los fieles y llegar mejor a sus conciencias. Los discursos eclesiásticos fueron de suma importancia en un tiempo en el que la retórica religiosa llegó a alcanzar niveles de ciencia.
Los predicadores, para retener la atención de los congregados, llegaron a utilizar en sus sermones recursos como la onomatopeya, la mímica, y la risa. Los de moral y dogma eran los preferidos, y se realizaban en muchas ocasiones al aire libre puesto que los templos solían quedarse pequeños ante la visita de un afamado predicador. Los sermones acababan con la llamada hoguera de las vanidades donde los fieles quemaban, llenos de arrepentimiento, objetos superfluos o peligrosos: libros, vestidos, adornos… San Vicente Ferrer, San Bernardino de Siena o Savonarola, fueron los más afamados y célebres predicadores.
Y aunque la Bula Etsi judeorum (1233) de Gregorio IX, reconoció la existencia de comunidades judías y prohibió amonestarlos y perseguirlos (siempre viviendo separados de los cristianos y portando distintivos que los identificara), el antisemitismo siempre estuvo presente, y durante los asaltos a las juderías o progromos, las autoridades civiles y religiosas solían mirar para otro lado.
También aquí, en Caspe, como en otras juderías aragonesas, los judíos padecieron en sus propias carnes las prédicas de los religiosos. Por eso mucho antes de 1492 cientos de hebreos ya habían abandonado Sefarad, dejando atrás portales como éste que hasta hace no mucho tiempo podía contemplarse en el barrio de La Muela.
