Caspe literario. Un personaje de Baroja que pasó por aquí.

 

Allá por 1912, es probable que pasara por Caspe para tramar un crimen un personaje que Baroja tomó de la vida real. No puedo desvelar más en el inicio de este artículo, pero sí al final.

En el Madrid del primer tercio del siglo XX recorría librerías de viejo ofreciendo mercancía un tal don Salvador, que se decía hijo de la reina Isabel II. Pío Baroja («ciertamente, yo no puedo garantizar que se llamara Borbón»), trató de reconstruir la enrevesada historia de este pintoresco sujeto, que algunos círculos de la capital consideraban nacido en Albalate de Cinca. Su oscura biografía también contemplaba estancias en Zaragoza y hasta un crimen en los Monegros. «Todo en su historia es inseguro», aseguró don Pío, quien publicó sobre él un cautivador reportaje, que es un texto largo y no demasiado conocido de su antología «Desde la última vuelta del camino» (1946).

            Don Salvador parece que vino al mundo a finales de enero o primeros de febrero de 1859. Falleció, sin un duro en el bolsillo, el día 13 del segundo mes de 1935. En el registro del hospital madrileño donde se produjo el óbito figura inscrito como «Salvador Borbón y Borbón, de setenta y seis años; hijo de Isabel y Francisco». En torno a su identidad, Baroja tiene claro que «fuera cierta, fuera falsa, nuestro amigo don Salvador había defendido su personalidad borbónica hasta el final».

            Con el cuidado de estar pisando huevos, puede afirmarse que desde jovencito se acercó a los carlistas: «Don Salvador estudió en Zaragoza, en la academia de un oficial de artillería retirado, que se llamaba Serrate, y que era también carlista» (Nota menuda: a mí el apellido Serrate me suena a muy caspolino).

            Don Pío, que trató a don Salvador y buceó en el enigma de su biografía, se hace eco de un rumor sin confirmar según el cual cumplió condena en el penal de Burgos. En torno a la causa del castigo, el escritor recoge una versión «que probablemente será falsa». Es esta: «… don Salvador, en connivencia con un anticuario, se presentó con dos hombres, de noche, en la ermita de Farlete, un pueblo de la provincia de Zaragoza. Hay, efectivamente, a poca distancia de la aldea, una ermita, dedicada a Nuestra Señora de Farlete o de la Sabina. Don Salvador y sus acompañantes querían sustraer unos cuadros de mérito que allí había. Salió la mujer del ermitaño al encuentro de los asaltantes, y uno de ellos le dio un golpe con un bastón en la cabeza y la dejó muerta. Éste fue, según algunos, el motivo de su prisión».

            He invertido unas cuantas horas en la hemeroteca para tratar de centrar el suceso. El crimen de Farlete no es un invento, se perpetró. En su edición del 26 de junio de 1912 Heraldo de Aragón transcribía el «lacónico» telegrama en el que la Guardia Civil comunicaba la tragedia al Gobernador de Zaragoza: «Noche última robada ermita Sabina y asesinada ermitaña». ¿Será verdad que uno de los malandrines fue quien tiempo después se quiso hacer pasar por Borbón?

¡Hasta «La Vanguardia Española»  se ocupó del caso! Ante el ruido mediático, el anticuario zaragozano Ramón Pujol acude voluntariamente a la justicia para declarar (será detenido y, tiempo después, puesto en libertad). Explica que su sobrino Agustín se presentó una noche en su casa ofreciéndole los dos cuadros en cuestión y  que él, que desconocía la procedencia, comenzó a mover la mercancía: un lienzo lo envió a un colega de París para ver si se lo quedaba; el otro, en un ataque de pánico, lo troceó en pedacicos que arrojó a su retrete para hacerlos desaparecer (La autoridad decidió vaciar el pozo negro, profundizándose hasta 3 metros; se localizaron 81 trocitos, todos muy olorosos).

            Aunque por el calabozo desfilaron muchos sospechosos -en su mayoría gente tan humilde como inocente-, hasta finales de agosto, dos meses después del crimen, no se le echó el guante «más allá de Tarrasa» al tal Agustín, el sobrino del anticuario. De unos 30 años y descendiente de una acomodada familia del Matarraña venida a menos, acababa de pedir un préstamo de 500 pesetas en su pueblo, asegurando que quería emigrar a Buenos Aires y que lo devolvería pronto.

            Fue puesto a disposición del juez y trasladado a los calabozos de Pina, que eran los que correspondían al distrito de Farlete. Hasta allí se desplazó en diciembre de aquel 1912 un redactor de Heraldo con un fotógrafo, para entrevistar al reo. Enseguida comprobaron que no se trataba de «un hombre vulgar». El alcaide les sorprendió contándoles «las extravagancias del supuesto asesino, sus rebeldías en la cárcel, sus cánticos religiosos a grito pelado, sus sermones, sus locuras místicas…».  Por contra, Agustín se mostró “tranquilo y sereno” durante la entrevista, inspirando compasión y piedad en el reportero: “El calabozo es fuerte (…), seamos humanos”. El reo le insistió una y mil veces: él ni robó en Farlete ni mató a la ermitaña; los cuadros se los proporcionó un intermediario del que nada sabía:

            “Hace tiempo encontré en Caspe a un individuo que también se dedicaba a las antigüedades. Hablando, hablando, me dijo él que me convendrían unos retratos de la ermita de Farlete, le contesté que los conocía y que acaso a mi tío le convinieran o que él podría facilitarnos su venta fuera de España; me dijo que tal día nos reuniríamos en Fuentes de Ebro y él vino, me dio los cuadros y yo los llevé a Zaragoza”.

            El enigmático personaje que el reo Agustín encontró en Caspe ¿era don Salvador, el supuesto hijo de la reina Isabel II?

Alberto Serrano Dolader

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