El genocidio armenio y las políticas de la Memoria

El veintitrés de enero de 2012 el Senado francés ratificó por amplia mayoría de votos el proyecto de ley aprobado por el Parlamento en diciembre de 2011 que prevé penas de multa de hasta 45.000 euros y un año de prisión para quienes cuestionen o minimicen cualquiera de los genocidios reconocidos por una ley francesa. Años atrás ya Suiza y Eslovaquia aprobaron leyes similares. Francia, que reconoció en 2001 la existencia del controvertido genocidio armenio, fue uno de los países que recibió mayor número de refugiados de esa nacionalidad y tradicionalmente ha sido uno de los grandes apoyos de su causa. La reacción del Gobierno turco no se ha hecho esperar. No han faltado las acusaciones de oportunismo a un debilitado Sarkozy que debe enfrentarse en breve a las urnas y parece apelar con este gesto al voto de los más de seiscientos mil franceses de ascendencia armenia. Tampoco se han hecho esperar los reproches al pasado colonial francés y sus políticas de extrema dureza durante las guerras de independencia de Argelia e Indochina. Los ecos de acontecimientos ocurridos hace décadas siguen condicionando de una forma u otra el devenir de la política actual. Pero no todo se reduce a la posibilidad de una multa o una pena mínima de prisión. El Primer Ministro turco, el islamista moderado Recep Tayyip Erdogan, busca culminar su proyecto transformador con el ingreso de Turquía en la Unión Europea y es precisamente la negativa del Gobierno turco a reconocer la existencia del genocidio armenio una de las principales razones que esgrimen algunos miembros de la UE, especialmente Francia, para oponerse a ello. Turquía asume los excesos cometidos por las tropas otomanas durante la guerra contra Rusia pero no que constituyeran un genocidio promovido por el Gobierno turco siguiendo un plan trazado para imponer la limpieza étnica en las llanuras de Anatolia.

A finales del siglo XIX el Imperio Otomano se enfrentaba a los mismos problemas de supervivencia que el resto de los imperios europeos. Amplios territorios poblados por distintos pueblos, con distintas lenguas, distintas culturas y distintas religiones habían conseguido mantenerse cohesionados únicamente por la autoridad que emanaba del trono imperial. El caso otomano era especialmente grave por la pérdida sistemática de posesiones durante los últimos ochenta años. Grecia inició el proceso en 1830 y le siguieron Serbia, Montenegro, Moldavia y Valaquia, Bulgaria, Albania, Creta, Bosnia-Herzegovina, Macedonia y Tracia Occidental. Idéntico proceso siguieron sus posesiones territoriales en el Norte de África y Oriente Medio. Argelia pasó a manos francesas en 1830, después se perderían Túnez, Egipto y Libia.

Al igual que en el resto de los imperios europeos, las ideas liberales y reformistas habían ido calando hondo en amplias capas de la población que aspiraban a reformar la Administración y modernizar el Estado mediante la implantación de un régimen constitucional que frenase el desbocado proceso de decadencia que atravesaba el Imperio de la Sublime Puerta. Fueron los llamados “Jóvenes Turcos”, encuadrados en el llamado “Comité de Unión y Progreso” (Partido Ittihad), los encargados de plasmar esas ansias de cambio en un movimiento que les llevaría en 1908 a promover un golpe de Estado contra el Sultán Abdul Hamid II. Los líderes del movimiento eran tres: Talaat Pachá, Enver Pachá y Cemal Pachá. De una forma u otra estos tres hombres rigieron los destinos del Imperio hasta el final de la Primera Guerra Mundial.

Su programa político pasaba por la asunción de reformas y la restauración del Parlamento y la Constitución. Al llegar al poder estos “Jóvenes Turcos” contaron con el apoyo de las minorías cristianas que veían en ellos una esperanza de normalización institucional para las malas relaciones que mantenían con la mayoría musulmana. Pero muy pronto quedó claro que el movimiento apostaba por el centralismo y el nacionalismo turco en detrimento de los derechos políticos de las minorías. Aspiraban, ni más ni menos, a lo mismo que otros muchos nacionalismos habían aspirado a lo largo de todo el siglo XIX en los países europeos: el advenimiento del Estado-Nación. En el seno del Imperio diversas nacionalidades habían conseguido convivir durante siglos, con mayor o menor nivel de conflicto, pero eso se iba a terminar. La nueva nación turca se regiría por un Parlamento y una Constitución, promovería la modernización del país, miraría a Occidente, sí,  pero en ella solo cabrían los turcos. Ni armenios, ni asirios ni griegos.

La entrada del Imperio Otomano en la Primera Guerra Mundial, alineado con Alemania y el Imperio Austrohúngaro, proporcionó a los líderes del “Comité de Unión y Progreso” la coartada perfecta para implantar, sin ningún tipo de cortapisas, su proyecto nacional. Durante mil setecientos años los armenios habían mantenido una identidad colectiva, basada en la fe cristiana y una lengua y alfabeto propios, en un territorio milenariamente expuesto a los intercambios de fronteras entre Imperios. Parte de la población armenia vivía en los territorios del Cáucaso, bajo mandato de los zares. Otra parte, en torno a dos millones de individuos, se diseminaba en multitud de aldeas y ciudades por toda Asia Menor, especialmente en Anatolia Oriental. Circunstancia similar compartían los llamados “griegos del Ponto”, unos dos millones en la costa del Mar Negro, y los asirios o cristianos caldeos, un millón de individuos en la zona norte del actual Iraq. La guerra, con su habitual profusión de crueldad y muerte, iba a servir a los “Jóvenes Turcos” para camuflar los efectos colaterales de su programa de reubicación de la población no turca.

Ya entre 1894 y 1897 se produjeron las primeras masacres de armenios a manos del ejército y de tropas irregulares. Más de doscientos mil civiles fueron asesinados, con el beneplácito del sultán, como reacción a las movilizaciones que reclamaban autogobierno para las comunidades armenias. El 24 de abril de 1915 simboliza hoy para todos los armenios del mundo la fecha de inicio del segundo periodo de matanzas a manos de los turcos. Ese día cientos de intelectuales, religiosos, militares, diputados, empresarios y profesionales armenios de Estambul, los líderes de la comunidad, fueron detenidos en sus hogares y deportados hacia el interior de Turquía donde habrían de encontrar la muerte en el camino. La acción respondía a una estrategia clara de debilitamiento del cuerpo social armenio que sería imitada por Stalin veinticinco años después. Tras la invasión de Polonia, en el bosque de Katyn, fueron asesinadas más de veinte mil personas, todas integrantes de la elite dirigente polaca. Sabido es que la mejor forma de prevenir la resistencia de un colectivo es empezar por descabezarlo.

1915 fue el año de la gran deportación. Más de un millón de armenios fueron obligados a abandonar sus hogares y a emprender una larga marcha a través de montañas y desiertos hasta los campos de concentración de Siria y Mesopotamia, por aquel entonces provincias otomanas, en los que se les prometió que se mantendrían a salvo del conflicto. Ancianos, mujeres, y niños fueron forzados a caminar sin descanso durante semanas sin agua, sin cobijo, sin comida, bajo el rigor climático del desierto, expuestos al hostigamiento de los soldados turcos y de numerosos voluntarios kurdos y beduinos a los que les estaba permitido violar, robar y asesinar a placer. Los cuerpos de los que caían eran abandonados a la intemperie en grandes montones que se pudrían al sol acerado del desierto o se acumulaban en barrancos y ríos infestando sus aguas con todo tipo de enfermedades. Muy pocos llegaron a su destino. Los que no fueron asesinados en sus aldeas de origen, murieron en el camino a causa del hambre, la fatiga, el calor, el frío, la  disentería o los golpes de sus guardianes. Los hombres de hasta cuarenta y cinco años habían sido movilizados forzosamente al inicio de la guerra y fueron fusilados por sus compañeros de filas o ahogados en las aguas del Mar Negro o despeñados en los pozos del desierto.

Se calcula que entre ochocientos mil y un millón de armenios fueron exterminados de forma sistemática entre 1915 y 1923. A esa cifra conviene sumar los trescientos mil “griegos del Ponto” y los más de quinientos mil asirios. La prueba más clara de la premeditación con que fue llevada a cabo la campaña de limpieza fue que en 1923 ni un solo armenio habitaba en la zona. Los que consiguieron salvar la vida buscaron asilo lejos de Turquía, en Francia, Rumania o la URSS. Otros cruzaron el charco y se establecieron en Canadá, Estados Unidos o Argentina. Tras la guerra, Turquía se convertiría en República y acabaría de acometer su proceso de modernización de la mano de un brillante oficial del Ejército, Mustafá Kemal, “Ataturk”, que en la actual Turquía tiene la consideración de padre de la Patria. Para los turcos nunca existió un genocidio. Las muertes de armenios se produjeron en el seno de un conflicto bélico en el que estos tomaron partido por los enemigos de Turquía (la Rusia zarista) convirtiéndose en un colectivo de saboteadores y quintacolumnistas al que hubo que mantener a raya como un elemental mecanismo de legitima defensa. Armenia y Turquía mantienen cerradas sus fronteras y todavía en este último país hablar de genocidio armenio puede acarrear una condena judicial o un linchamiento público. El propio premio Nobel de literatura, Orhan Pamuk, se ha visto obligado a exiliarse de Turquía por atreverse, no a emplear la palabra genocidio, sino a reconocer el elevado número de asesinatos de armenios perpetrados por las tropas turcas durante la Primera Guerra Mundial.

Que nadie se equivoque al leer esto. Los “Jóvenes Turcos” no fueron fundamentalistas islámicos empeñados en aplicar la sharia y exterminar a los enemigos de la fe. No miraban hacia la Meca ni suspiraban por el califato. Mayoritariamente eran oficiales bien formados que no ocultaban su fascinación por las academias militares prusianas y las modernas constituciones europeas. El proceso modernizador emprendido por Ataturk supuso, entre otras cosas, adoptar el alfabeto latino en detrimento de la grafía árabe, apostar fuertemente por el laicismo, cerrando las escuelas coránicas, prohibir el uso del fez y el vestuario tradicional y otorgar el derecho al sufragio femenino, activo y pasivo, en 1934. Ello no les eximió de haber perpetrado el que es considerado como el primer genocidio de la Historia y de haber inaugurado una vía tristemente seguida por otros famosos criminales durante todo el siglo XX.

Cuando, en septiembre de 1915, el Ministro del Interior, Talaat Pachá, envió su tristemente célebre telegrama a la prefectura de la ciudad de Alepo manifestando que “El Gobierno ha decidido exterminar totalmente a los armenios” no tenía ni idea de las consecuencias que sus actos habrían de reportarle a su patria. Ni se le ocurría pensar que casi cien años después Turquía estaría muy cerca de culminar el sueño modernizador que animó a aquellos exaltados “Jovenes Turcos” pero que sería el recuerdo infausto de las masacres perpetradas contra los armenios el principal impedimento para la plena integración de la moderna Turquía en Europa. La Historia no se anda con chiquitas y nadie es inmune a sus propios actos. Solo un ejercicio sincero de memoria puede desatascar las cañerías oxidadas de la Historia y devolver la armonía a la rueda de la existencia. En Turquía. Y también en España.

Los civilizados y pacíficos españoles también guardamos cadáveres en el armario. Se engaña quien piense que la Transición acabó de sacarlos todos y ahí está la Historia, acechante, para recordarnos que no somos tan guays como creemos. Fíjense en lo ocurrido en las últimas semanas. A los pocos días de morir el que fuera fundador del gran partido del centro derecha español y antiguo y controvertido miembro de la “nomenklatura” franquista, el juez Garzón comparece ante un tribunal por haberse atrevido a investigar los crímenes del franquismo en virtud de una querella presentada por organizaciones vinculadas a la extrema derecha. Y mientras esto sucede y todos miramos, el caso de los niños robados durante el último franquismo y la Transición comienza a adquirir tintes epidémicos y una preocupante dimensión pública. No podemos progresar sin reflexionar acerca de quienes somos. No sirve de nada intentar vivir constantemente “pasando página”. El pasado siempre está ahí, dispuesto a presentar al cobro su factura, y solo los países que plantan cara a su Memoria pueden avanzar sin tener que preocuparse por lo que sucede a sus espaldas.

 Jesús Cirac

Publicado originalmente el 19 de Agosto de 2012

 Lecturas recomendadas sobre el genocidio armenio:

“Los cuarenta días del Musa Dagh”- Franz Werfel

“Armenios”- José Antonio Gurriarán- Espasa.

“El libro de los susurros”- Varujan Vosganian- Pre-Textos

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