El humor en la literatura (española)

Uno de los ríos más caudalosos que nutren y acrecientan el mar de la literatura española es el del humor. Caudaloso y largo, pues nace ya en el Arcipreste de Hita y se va engrosando con espectaculares aportaciones que van desde El Lazarillo de Tormes, hasta Cervantes pasando por Quevedo, Torres Villarroel, la picaresca, etc. Y así hasta el siglo XIX, en el que esta vena vivificante se empieza a secar. Sólo el destello de los artículos de Larra alumbra, otra vez, la mortecina faz de los españolitos. Sería muy largo, y muy prolijo, explicar por qué los escritores españoles empiezan a perder el buen humor a partir dela Guerra de la Independencia. Seguramente había razones para ello, pero esto nos ocasionó una orfandad ya casi irreparable para el disfrute del lector.

El costumbrismo casposo, la reivindicación paleta de la aldea y la regresión intelectual que supuso el romanticismo y el nacionalismo en España fueron el refugio de algo parecido a una sonrisa que a veces se nos hiela en un rictus de asco y horror. 

Este negro panorama se empieza a aclarar a finales del XIX y principios del XX hasta llegar a la feliz explosión que sacude la escena entre la década de los años 10 y 30, especialmente a través de unas revistas que suponen la rampa de lanzamiento de una generación extraordinaria que aúna al mismo tiempo gran calidad literaria y un excepcional buen humor, así como el inicio de un arte nuevo: el humor gráfico que alcanzó gran altura en sus autores. 

Estas revistas que son, primeramente, Madrid Cómico y Cu-Cut seguidas por Gutiérrez y Buen Humor, y en Barcelona El be negre, son el vivero en el que romperán sus primeras lanzas estos autores. Y ya en los convulsos años 30, hasta la Guerra Civil, La ametralladora por el lado conservador y Papitu por el republicano. 

Después del 39, los supervivientes del lado nacional recalarían en la monumental La Codorniz, que sobreviviría hasta los años60. A los del bando republicano, lógicamente, no les quedaron ganas de sonreír. 

La nómina de aquellos escritores e ilustradores, hoy injustamente olvidados, es larga y fructífera: entre los ilustradores y viñetistas K-Hito (Ricardo García, que fue el creador de la revista Gutiérrez) Tono, Mingote y otros que fueron relevados afortunadamente por una nueva generación que se cobijó bajo las alas de aquella Codorniz de feliz recuerdo y que engloba, entre otros, a partir de los años 50 a gente como Chumy-Chumez, Ops, El Roto, el propio Mingote y algunos más. Este relevo lamentablemente no ocurrió con los escritores, pues estos, a partir de los 50, o habían muerto, o ya se habían retirado. Y desde ahí viene esta sequía de sonrisas que padecemos. 

Podemos destacar entre los escritores a:

 Antoniorobles. Que aparte de lo estrictamente humorístico es uno de los mejores autores de eso tan difícil que es la literatura infantil en todo el siglo XX.

Edgar Neville. Que también fue director de cine y que en los 30 trabajó, codeándose con lo mejorcito del cine americano, en Hollywood como guionista. Sus mejor obra,  La vida en un hilo, y como director cinematográfico la descacharrante La torre de los siete jorobados, obra de Emilio Carrere, otro olvidado injustamente.

José López Rubio, más Enrique Herreros, estrictamente humoristas de revista, y lo mejorcito:

Ramón Gómez de la Serna, que necesita un artículo aparte por ser él solo todo un capítulo de la literatura española. 

Miguel Mihura, que con obras de teatro como Tres sombreros de copa prefigura el teatro del absurdo tan bien explotado por gente como Becket, Ionesco etc. muchos años después.

Wenceslao Fernández Flores, que publica novelas irónicas y tiernas luego llevadas al cine, como El malvado Carabel o El bosque animado

Julio Camba. Exitoso escritor de artículos en prensa seria, animándola con gracia característica, recopilados luego en libro: Sobre casi todo, Sobre casi nada, La casa de Lúculo. Y novelas desternillantes como Aventuras de una peseta, La ciudad automática y El hombre que compró un automóvil, que mezclan de manera muy convincente ciencia-ficción y humor. 

Enrique Jardiel Poncela, otro que también necesita capítulo aparte, es el máximo exponente de esta generación extraordinaria, maestro del humor fino y cosmopolita, tanto en novela como en teatro: Amor se escribe sin hache, Pero, ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?, Espérame en Siberia, vida mía, Eloisa está debajo de un almendro, Los ladrones somos gente honrada o Cuatro corazones con freno y marcha atrás

Rafael Azcona, que por razones de edad no cuenta como integrante de este grupo, sin embargo por su estilo de literatura se le puede considerar miembro, aunque epígono. Sus mejores obras, al margen de su trabajo de guionista cinematográfico: Vida del repelente niño Vicente, Pobre, paralítico y muerto y Los muertos no se tocan, nene. 

Hay autores que no participaron en aquellas revistas, y que sería injusto olvidar, especialmente Pedro Muñoz Seca, que inventa un nuevo género, la astracanada de buen resultado cómico: ¿quien no se acuerda de La venganza de don Mendo, o El santo de la Isidra

Y este río generoso se empieza a secar en los 40, llegando a nuestros días la pertinaz sequía solo de vez en cuando paliada por algún destello de humor en la obra de Álvaro Cunqueiro, en algunas novelas de Camilo José Cela o de Torrente Ballester, pero es un destello que se apaga pronto y que más hogaño solo de muy cuando en cuando nos alegra con alguna estrella fugaz: una novela de Juan Benet, (En el estado), alguna de Eduardo Mendoza, cosillas de Vázquez Montalbán, y en nuestros días alguna joya, de bisutería todo hay que decirlo, de Antonio Orejudo y pare usted de contar.

Esperando que este páramo avinagrado y superserio en que se ha convertido la literatura española empiece a ser barrido por alguna ventolera que nos vuele el sombrero de la tristeza me despido, recomendándoles la lectura de cualquiera de estos escritores, y no se apuren si en el Corte Inglés no encuentran sus obras: en cualquier biblioteca las tienen, y casi gratis ustedes pueden disfrutarlos. Un saludo.

 Manuel Bordallo

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