El mercado, el poder y nosotros

 

No sé si, como sostuvo Proudhon en el siglo XIX, la propiedad es un robo, o si, tal cual lo escribió en el XX Bertold Brecht, los bancos son los mayores ladrones. Pero lo cierto es que no siempre es nítida la frontera entra la actividad comercial o financiera y el puro latrocinio.

Vaya un ejemplo extremo. Los hijos de un familiar cercano descubrieron un día en casa de su madre, viuda y casi octogenaria, hasta cuatro cajas de seis botellas cada una del vino de unas bodegas de Cariñena. 24 botellas. Se enteraron porque coincidió que uno de ellos estaba cuando llegaba otra caja con otras seis. La mujer, abstemia, las acumulaba en silencio al no sentirse capaz de rechazar los envíos que desde esas bodegas le colaban por teléfono. El tiburón comercial que la acosaba recurría para hacer caja a argucias como hacerse pasar por amiga de sus hijos, pintar una situación personal dramática, alegar que la despedirían si no vendía y mandar el vino aunque la víctima lo rechazara, y se aprovechaba de la buena fe, inocencia, soledad y falta de reflejos retóricos de su víctima (y de cuántas más como ella…).

La historia espera final feliz, porque las bodegas han prometido que van a devolver el dinero. Después, eso sí, de una protesta formal y contundente y de la amenaza de llevar el caso a las autoridades y organizaciones de consumidores. Pero lo que me interesa aquí es que lleva a preguntarse si no reflejará algo más común de lo que quisiéramos aceptar. Un episodio así muestra hasta dónde pueden llegar las relaciones económicas regidas por la lógica del beneficio y la plusvalía. Podremos alegar que tales prácticas son solo fruto de la avaricia de algún comercial o empresa sin escrúpulos. Pero ¿es tan excepcional? Pensemos en estafas masivas como las preferentes o la barra libre hipotecaria de los años de vino y rosas. Sus víctimas, decenas de miles, han perdido sus ahorros y casas, mientras que las entidades que se los han quedado, lejos de pagar, reciben millonarias inyecciones del dinero de todos.

Habrá quien diga que basta con que haya más control, más regulación. Bienvenida sea. Sin embargo, eso no garantiza el final de los abusos, entre otras cosas porque la ley ampara algunos. De hecho, son cada vez más quienes creen que la política se supedita al gran capital y que la injusticia es consustancial a la economía de mercado. Y no solo por la codicia de sus grandes gestores. También por la incrustada en sus peones anónimos, tan importantes o más para que el engranaje funcione. Como la comercial que coloca 30 botellas de vino a una señora de 79 años y luego dormirá tan tranquila y satisfecha ante semejante hazaña. Y seguramente no por vesania ni por un carácter particularmente desequilibrado, sino que lo peor es que quizá sea una persona enteramente “normal”.

Esa normalidad es la que aterra. La política sin ideales ni ética es un mero ejercicio contable, de gestión sin alma de recursos y personas como si fueran la misma cosa. Pero eso no viene solo desde arriba, sino que permea la sociedad, nos permea en mayor o menor medida a todas y todos. Eso es algo que tendemos a eludir, confiando en la falsa inocencia que otorga que todos seamos responsables, porque así parece que no lo es nadie. Es también algo insoslayable, para quien quiera hacerlo, si de veras queremos cambiar las cosas para mejor; porque, si lo decimos por ejemplo como el ideal libertario clásico, la revolución debe empezar por la rebelión de uno mismo o no será. Y es asimismo lo que permite combatir el pesimismo paralizador, porque esa rebelión es mucho más fácil de acometer que la revolución. Se puede hacer a lo grande, mandando iPhone, tarjeta de crédito y vida burguesa al carajo. O se puede iniciar en los actos de cada día, negándose a aceptar esta o aquella imposición abierta o subliminal de la costumbre, la ley, los hábitos o la lógica de reproducción del capital. En las sociedades actuales, las de lo que los teóricos llaman capitalismo tardío y postmodernidad, el poder opera sobre todo en el terreno de lo cotidiano, y cada rebeldía contra él puede crear los pequeños espacios desde los que quizá sea posible al menos pensar y acaso incluso improvisar otras formas menos injustas y más solidarias de relacionarnos.

 José Luis Ledesma

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