En marzo de 1938, “se le dio la vuelta a la tortilla”. Dos caspolinos que vivieron la guerra, ambos hoy ya desaparecidos, me describían hace años con la misma expresión lo que ocurría hace ahora tres cuartos de siglo. Y para los dos, la vuelta de la tortilla había significado sobre todo que la violencia cambiaba de color. El “terror rojo” daba paso al “terror azul”.
Al final de aquel invierno, se abría una primavera de entusiasmos patrióticos y misas de duelo y acción de gracias para los sectores más conservadores del Bajo Aragón zaragozano, que saludaban el final de la “dominación roja” y empezaban a llorar a sus “mártires” y “caídos”. Pero empezaba también la hora de la venganza y el barrido de todo lo que sonara a República y revolución. Ese barrido suponía varias cosas. Se borraron pintadas y siglas revolucionarias, se arrancaron rótulos y símbolos de calles e inmuebles y se saqueó locales y edificios oficiales. La prensa zaragozana informaba de que se restauraba y reabría al culto, “una vez limpia y bendecida”, cada ermita, capilla e iglesia, y de cómo las nuevas gestoras municipales se lanzaban a demoler la obra legislativa y política de la República.
Pero el barrido se llevaba por delante también a las personas. Muchas no se quedaron a esperarlo. Miles siguieron a las tropas republicanas en su repliegue hacia el Este huyendo de la guerra y las venganzas, y muchas ya nunca regresaron. Las hay que trataron de rehacer su vida en Cataluña, otras muchas marcharon para siempre al exilio francés, y un mínimo de 24 habitantes de los pueblos de la hoy Comarca del Bajo Aragón-Caspe murieron en los campos de concentración nazis. Claro, tristes finales los hubo asimismo entre las que se quedaron o volvieron a la comarca. Su poderoso entramado represivo se convirtió en la columna vertebral del régimen de Franco y ninguno de sus elementos fue desconocido en estas tierras. La llegada de las tropas franquistas en marzo del 38 vino acompañada del fusilamiento sin causa de soldados y militantes “rojos”. Las fuentes registran decenas de víctimas “desconocidas” en los primeros días tras la “reconquista” de estos pueblos. De cara a los cientos de prisioneros hechos en la ofensiva, se establecía en Caspe un campo de concentración provisional dedicado su interrogatorio, clasificación y evacuación hacia los campos zaragozanos de San Juan de Mozarrifar y San Gregorio. Para los civiles y los soldados de la zona que regresaban, estaban las cárceles, en particular las saturadísimas del partido en Caspe y la de Zaragoza. Los detenidos, además, podían ser utilizados como mano de obra forzosa. Un año después, Caspe, Maella y Fayón contaban con batallones o compañías de trabajadores destinados a las más penosas labores y obras públicas. Para entonces, otras formas represivas se habían visto reglamentadas y afectaban a numerosos hijos de la comarca, como la depuración de funcionarios y maestros y, sobre todo, la Ley de Responsabilidades Políticas (1939) y el expolio económico del vencido que esa ley posibilitó.
Con todo, la más grave medida de castigo la constituían los consejos de guerra. Durante las primeras semanas tras la entrada de las tropas en marzo de 1938, las represalias a manos de las tropas, falangistas y familiares de “mártires” fueron implacables. Después, las autoridades castrenses centralizaron la represión en las auditorías de guerra. Durante lo que quedaba de guerra, un ingente número de hombres y mujeres de Caspe y su comarca se vieron encartados en “procedimientos sumarísimos de urgencia” cuya características definitorias eran la extrema celeridad y arbitrariedad de las actuaciones y el rigor de las sentencias. Y tras el final de la guerra un año después, muchos otros se vieron involucrados en similares “procedimientos sumarísimos ordinarios”. Aún no podemos ofrecer datos del total de procesados. Pero sí, aunque sean cifras que recogen sólo a los inscritos en el Registro Civil, sobre los ejecutados con o sin proceso. Un mínimo de 167 hombres fueron fusilados en la comarca (116) o, viniendo de ella, en Zaragoza (51). La cifra era algo menor, pero similar a la de víctimas de la violencia revolucionaria. También lo era su distribución geográfica, pues la mayor parte venían de Caspe (100), y les seguían Fabara (34), Maella (21), Nonaspe (8), Fayón (3) y Chiprana (1). Y lo era asimismo el hecho de que, como en el “terror rojo”, la mayor parte de las ejecuciones se producían durante las primeras semanas.
No obstante, en seguida surgen las diferencias. En primer lugar, las hay en el perfil de las víctimas. Ahora no dominaban eclesiásticos, alcaldes y concejales de derecha y sublevados contra la República, sino oficios populares, militantes de izquierda y soldados republicanos. En segundo lugar, en la mayoría de los casos se trataba de actores secundarios del drama bélico. Al contrario de lo sucedido en julio del 36, la práctica totalidad de los que más podían temer las represalias habían tenido tiempo y ocasión de huir. Pero eso no sería freno a la represión. “Si yo tuviera algún delito –clamaba amargamente el caspolino M. Gómez antes de ser fusilado– me hubiera fugado con los rojos”. Daba igual, él y tantos otros eran víctimas propiciatorias de las ansias purificadoras del nuevo régimen.
Ahí estaría la tercera diferencia. La violencia revolucionaria había tenido lugar en medio del colapso del Estado republicano producido al inicio de la guerra. La entrada de las tropas franquistas en 1938 no supuso ningún vacío de poder, sino la implantación inmediata del aparato dictatorial del Ejército de Franco. Su violencia estaba regulada y administrada por su rígida cadena de mando. Eso no quiere decir que todo en la represión franquista viniera desde arriba. Desde abajo llegaron los ánimos de vindicta, odios personales y denuncias que generaron muchas de esas muertes. La mayoría de los procedimientos sumarísimos se iniciaban con una denuncia –individual o colectiva– de los convecinos del acusado o acusados. Como muestra, dos botones. El sumario contra un ugetista de Caspe y su padre tenía su origen en una denuncia firmada por hasta 76 convecinos. En otro, incoado contra catorce maellanos, la Alcaldía del lugar describía a los encartados como “merecedor[es] de que la justicia más dura castigue sobre su cuerpo”. Pero todo ello formaba parte de una “justicia” administrada por tribunales y que estaba regida, sancionada e incluso impulsada por la cúspide del propio régimen. Cada ejecución de condena militar requería el “enterado” del Auditor del Cuerpo de Ejército o Región Militar correspondiente o del propio Franco. Y si eso era así durante lo que quedaba de contienda, lo era lógicamente mucho más durante los largos años de posguerra.
Lo cual nos lleva a la otra gran diferencia. La violencia revolucionaria fue terrible al inicio de la guerra, pero acabó pronto. La franquista siguió y siguió y siguió. La guerra acabó, ya no había un enemigo al que batir, y sin embargo continuaban los consejos de guerra y las ejecuciones. Hasta 33 habitantes de estos pueblos fueron ejecutados después del último parte de guerra del primero de abril de 1939, once de ellos en 1940, dos en 1941, cinco en 1942, cuatro al año siguiente, otros cinco en 1944, y dos más en 1945; ocurría cuando la contienda había acabado hacía ya casi seis años. Aquello formaba parte de una estrategia conjunta en la que confluían los intereses del régimen y los de las élites locales: para ambos, su Victoria de 1939 y la consiguiente derrota de los republicanos no solo habían sido totales, sino que debían ser además inacabables. La Victoria que siguió celebrándose durante décadas en ceremoniales que incluían sonados recordatorios de los “mártires” y “caídos” de unos, mientras que las víctimas de los otros debían sufrir una segunda muerte, la del silencio y el olvido.
José Luis Ledesma