Fue en 1983 o 1984 cuando los alumnos de tercero de BUP del Instituto de Caspe emprendimos un proceloso viaje de estudios que nos llevó hasta el mismísimo París de la Francia. Yo, como la mayoría de mis compañeros, apenas había salido del pueblo. Mis padres, como los de la mayoría de mis compañeros, todavía no manejaban ese concepto tan socialdemócrata de las vacaciones pagadas. Si acaso pasar un domingo comiendo tortilla de patata en una cuneta de Cambrils o Salou. París nos golpeó con fuerza. Ya saben, el Louvre, los bulevares, la torre Eiffel. Al fin y al cabo éramos jóvenes e impresionables y París era, y es, mucho París. A veces hablo de ello con viejos compañeros y todos coincidimos en una cosa: lo que aún hoy recordamos de forma nítida por encima de todos los demás hitos del viaje son aquellos enormes bocadillos que misteriosos camareros de tez oscura y densos bigotes fabricaban con hebras de carne especiada que rebanaban de grandes bolas expuestas superficialmente al fuego mediante el ingenioso procedimiento de hacerlas girar sobre su eje tras haberlas insertado en una larga pértiga de metal.

¡Como íbamos a saber nosotros que aquello se llamaba Kebab si casi ni sabíamos quienes éramos! Nos limitábamos a atiborrarnos de aquellos grasientos paquetes de carne, lechuga, patatas, salsa y pan porque veíamos que todo el mundo lo hacía y era casi lo único que podíamos pagar. No olvidemos que veníamos de Caspe y que, en esos años, hasta Alcañiz nos parecía un lugar sofisticado y exótico. En Caspe sólo conocíamos las tortas de balsa y, como mucho, las enteritas, sepias a la plancha servidas con mucho ajo y perejil, del bar España. Hoy aquellos jóvenes impresionables que paseaban su incredulidad por las calles de París son señores mayores bastante descreídos y aburridos y cualquier caspolino puede elegir donde comerse un kebab. En el flamante establecimiento de la calle Gumá o en el mismo local en el que, durante años, despacharon sus enteritas los camareros del bar España. Ambos son regentados por camareros de tez oscura y densos bigotes que ya no resultan misteriosos porque llevan años entre nosotros. ¿Era mejor la enterita que el Kebab? ¿Quién ha cambiado, el mundo o nosotros? Sin duda, todo resultaba más sencillo en 1983.

Jesús Cirac

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