La Batalla de las Navas de Tolosa (II): el contexto histórico

            El combate ocurrió el 16 de julio de 1212, pero en realidad, toda la historia comenzó mucho antes. Al descomponerse el califato de Córdoba en los llamados reinos taifas, los cristianos del norte aprovecharon la oportunidad para ampliar sus fronteras hasta el río Tajo y tomar la ciudad de Toledo. Los almorávides barrieron a los reyezuelos de taifas, unificaron al-Andalus y lo incorporaron a su imperio.

            La decadencia almorávide favoreció el surgimiento de un grupo bereber, los almohades. Éstos atravesaron Sierra Morena y atacaron Castilla; el nuevo rey Alfonso VIII intentó contenerlos en Alarcos (1195), pero sufrió una tremenda derrota.

            Después de Alarcos, Castilla no tenía nada que oponer al invasor; los almohades asaltaron la plaza fuerte de Calatrava, cuya guarnición pasaron a cuchillo, y alcanzaron en sus incursiones hasta las puertas de Toledo y Madrid. La línea del Tajo apenas podía contenerlos. En 1197 Castilla y el miramamolín almohade concertaron una tregua de diez años.

            Alfonso VIII tenía, además, problemas con los reinos cristianos de León y Navarra: pactó con el rey de León para tener el flanco cubierto y luego cayó con todo su poder sobre los dominios de Sancho el Fuerte, rey de Navarra, al que obligó a firmar la paz.

            Desde el desastre de Alarcos, Alfonso VIII sólo vivía para preparar la revancha. Sólo contaba con la amistad de Aragón, y tenía motivos para temer que León y Navarra atacarían su reino por el norte si concentraba su ejército en el sur. Solamente el Papa podía garantizar la neutralidad de sus enemigos si declaraba cruzada su guerra contra los almohades, lo que automáticamente obligaría a los otros reinos cristianos a respetar sus fronteras bajo la amenaza de incurrir en excomunión.

            El papa Inocencio III accedió. En los púlpitos de toda Europa se predicó la nueva cruzada para mayo de 1212 y se ordenó a los reyes cristianos que aplazaran sus discordias personales en favor de la magna empresa común.

            Poco después de caer la fortaleza de Salvatierra falleció el infante Fernando de Castilla, todavía adolescente, que esperaba hacer sus primeras armas frente a los almohades. El rey buscó alivio a su dolor entregándose a una intensa actividad militar mientras duró el buen tiempo, y en invierno se enfrascó en los aspectos diplomáticos de la cruzada junto al arzobispo de Toledo.

            En la primavera de 1212, los caminos de la cristiandad se llenaron de cruzados cuya meta era la ciudad de Toledo; los primeros en llegar fueron los aragoneses, con el rey Pedro II a la cabeza, que aportaba tres mil caballeros con su correspondiente acompañamiento de peones. De los reyes de Navarra y de León no se esperaba que movieran un dedo para auxiliar a Alfonso VIII. A principios de junio llegaron los ultramontanos, capitaneados por el arzobispo de Narbona; eran en su mayoría franceses aunque también los había italianos, lombardos y alemanes.

            Mientras tanto, en Toledo, el previsor arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada había dispuesto que los cruzados acampasen en terreno amable, entre huertas, a orillas del Tajo, apartados del núcleo de la ciudad.

            El 20 de junio, el ejército cristiano partió de Toledo camino del sur. A los cuatro días de marcha avistaron la aldea y castillo de Malagón, que era de los moros; arrasaron el lugar e irrumpieron en el castillo. Los ultramontanos pasaron a cuchillo a casi todos los defensores y refugiados que albergaba la fortaleza. Después el ejército cruzado acampó cerca de Calatrava y durante tres días sus jefes estudiaron un plan de ataque. El día 30 de junio atacaron violentamente y lograron conquistar su parte más accesible. Los defensores parlamentaron y Alfonso VIII les concedió franquicia para retirarse salvando sus vidas y algunos bienes. Este acuerdo indignó a los cruzados extranjeros que ya contaban con repetir la degollina de Malagón. Por otra parte, venían muy quejosos de las calores excesivas del mes de junio, de las arideces de la meseta y de las privaciones que desde hacía unos días venía sufriendo el ejército cristiano. Por estas causas, el 30 de junio, la mayoría de los ultramontanos se retiraron de la cruzada y regresaron a sus países de origen.

            Se calcula que la deserción redujo al ejército cristiano en un tercio de sus efectivos. La pérdida más grave no fue, sin embargo, el número sino la calidad de los combatientes, pues muchos de ellos eran veteranos de guerra y soldados profesionales. Los nobles caballeros y freires de las órdenes militares eran guerreros profesionales y se hacían acompañar de peones y servidores igualmente experimentados, pero a las tropas de los concejos, aportadas por las ciudades castellanas, les faltaba experiencia guerrera y entrenamiento. Por eso se había dispuesto que combatieran mezcladas con las tropas profesionales. De este modo la calidad sería más homogénea, y la infantería y la caballería se prestarían mutuo apoyo.

            En Calatrava, ya recuperada para su Orden, descansaron los ejércitos de Castilla y Aragón; allí se les unieron doscientos caballeros navarros al mando de Sancho el Fuerte, que había decidido deponer temporalmente su rencor y enemistad con el castellano para participar en la cruzada.

            El día 15 de julio, los almohades amanecieron formados en orden de combate y se mantuvieron en esta posición hasta mediodía, pero los cristianos eludieron el encuentro y se contentaron con escaramuzar. Los adalides de uno y otro bando analizaban la fuerza y disposición del enemigo, y tomaban las medidas oportunas para asegurarse la mejor fortuna en la batalla campal que se avecinaba. Todavía era de noche cuando en el campamento cristiano circuló la orden de prepararse para el combate. Pasaron los clérigos administrando la absolución a los cruzados que aprestaban arreos y armas.

Rodrigo Delgado Martín

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