La Batalla de las Navas de Tolosa (III): el enfrentamiento

            Se cifran los efectivos almohades entre cien y ciento cincuenta mil combatientes y los cristianos entre sesenta y ochenta mil. Incluso admitiendo las cifras más modestas, hemos de reconocer que el choque debió ser de los más espectaculares y sangrientos de la historia medieval.

             Alfonso VIII había tenido mucho tiempo para meditar sobre las enseñanzas de Alarcos. Además conocía las contramedidas que los cruzados habían desarrollado en Siria y Palestina para hacer frente a similares tácticas musulmanas.

            Cuando amaneció, los dos ejércitos estaban formados frente a frente a una cierta distancia. En la vanguardia del cristiano capitaneando sus tropas de choque Don Diego López de Haro.

            El terreno favorecía a los musulmanes, que estaban en alto. Los cristianos llegaban a ellos cansados por la cabalgata y desorganizados por los previos encuentros. Las tropas de los concejos comenzaron a desmayar, la situación no podía sostenerse ni siquiera con los refuerzos que llegaban de la segunda línea de los cruzados. Hasta este punto todo parecía desarrollarse con arreglo a la estrategia musulmana.

            Don Diego y los suyos se mantenían a pie firme sin ceder terreno, pero era evidente que las dos primeras líneas cristianas, asaltadas desde mejores posiciones por los veteranos almohades y penetradas y envueltas por caballería ligera del enemigo, se hallaban en desesperada situación, desorganizadas y al borde del colapso. Alfonso VIII creyó llegado el momento de dirigir la carga decisiva, de cuyo resultado dependía la suerte de la jornada.

            Según la crónica, el rey dijo al arzobispo de Toledo: “Arzobispo, vos y yo aquí muramos”. Y sin más plática cargaron al frente de la tercera línea para socorrer a los que estaban batallando en la ladera del palenque del miramamolín. Al propio tiempo, sincronizando su movimiento con el del cuerpo central, entraban en combate las reservas de las alas, al mando de los reyes de Aragón y Navarra.

            Tal como se había planteado el encuentro del lado cristiano, esta carga tenía que ser la última y decisiva. De que fuese capaz de perforar todo el dispositivo almohade dependía la suerte final de la batalla. El choque no estaba decidido sino que iba discurriendo, por uno y otro bando con arreglo a planes preconcebidos y cuidadosamente ejecutados.

            La carga de los tres reyes enfiló su objetivo y cruzó el campo de batalla sin perder cohesión; con su ímpetu inicial apenas mermado llegó al palenque del miramamolín. El degüello dentro de la fortificación del miramamolín fue terrible. Pero no existía en aquella época ninguna forma humana de detener una carga de caballería pesada cuando se abatía sobre un objetivo fijo y lograba el cuerpo a cuerpo. En las Navas, los arqueros musulmanes, principal y temible enemigo de los caballeros, sobre todo por la vulnerabilidad de sus caballos, no podrían actuar debidamente, cogidos ellos mismos en medio del tumulto. La carnicería en aquella colina fue tal que después de la batalla los caballos apenas podían circular por ella, de tantos cadáveres como había amontonados. El ejército musulmán se desintegró.

            Lo que sucedió al enfrentamiento no fue menos terrible que el propio combate. El alcance que coronaba la batalla medieval dio comienzo. La caballería cristiana, dispersa en pequeños destacamentos, prosiguió su carrera alanceando y derribando a los fugitivos. La cifra de bajas almohades fue tan crecida porque en el alcance perecieron casi tantos hombres como en el combate propiamente dicho.

            Los jefes cristianos habían prohibido, bajo pena de excomunión, dedicarse al saqueo de los despojos y del campamento enemigo antes de que los almohades hubiesen sido completamente exterminados. Esta medida estaba plenamente justificada: sabían por experiencia que algunas batallas que parecían ganadas se comprometían o acababan en franca derrota por causa de la codicia de la soldadesca que, creyendo favorablemente decidido el combate, desatendía la lucha por saquear las tiendas de los vencidos.

            Mientras tanto, el arzobispo de Toledo y los otros obispos y clérigos que acompañaban a la expedición entonaron el Te Deum Laudamus en el mismo campo de batalla, en acción de gracias por la victoria.

            Al día siguiente los cruzados cercaron Úbeda, ciudad populosa y bien defendida pero abarrotada de refugiados. Las dignidades eclesiásticas que formaban parte de la expedición y velaban por el cumplimiento de sus ideales de cruzada hicieron saber que los cánones prohibían todo trato con infieles. Por lo tanto Úbeda fue destruida y su población degollada.

             Cubiertos de gloria y cargados de botín, los expedicionarios desandaron el camino y regresaron a Castilla. La conquista de la fértil Andalucía quedaba aplazada para mejor ocasión.

             Alfonso VIII, embriagado por la gloria de su señalada victoria y cumplidamente vengado lo de Alarcos, entró triunfalmente en Toledo y derramó bienes y promesas sobre cuantos habían contribuido a la cruzada. El rey de León, que no sólo no lo había apoyado sino que, aprovechando la escasa guarnición de la frontera castellana, le había tomado algunos lugares, temía que Alfonso VIII cayera sobre él con su victorioso ejército. Pero Alfonso generoso y magnánimo, no sólo le ofreció la paz sino que renunció a sus derechos sobre los lugares en disputa. A Sancho de Navarra, su enconado enemigo, que había asistido a las Navas, también le entregó los castillos y lugares fronterizos que codiciaba.

            La batalla de las Navas de Tolosa marca un hito en la historia de España: alejó el peligro de una invasión musulmana de los reinos cristianos y contribuyó, aunque no de modo tan decisivo como se pretende, al desmembramiento y ruina del imperio almohade. Además hizo saltar el cerrojo de la puerta de Andalucía y consolidó la frontera castellana en Sierra Morena facilitando las grandes conquistas castellanas del siglo XIII.[1]

Rodrigo Delgado Martín


[1] Resumen extraído de Grandes batallas de la historia de España, Eslava Galán, 1995 y de Rodrigo Jiménez de Rada. Historia de los hechos de España, Fernández Valverde, 1989.

 

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