Les feuilles mortes. Historia de una canción. (Semprún, Montand, Gainsbourg)

El pasado veintiséis de noviembre, apenas medio año después de su muerte en París, un grupo de amigos y familiares de Jorge Semprún Maura se reunió en la localidad vasco-francesa de Biriatou para rendirle homenaje. La elección del lugar no había sido confiada al azar. Desde una ladera, todavía en territorio francés, se divisa con toda claridad el territorio español más allá del Bidasoa. Muy cerca de allí cruzó el joven Semprún la frontera camino de un exilio que habría de depararle innumerables azares y sorpresas. Un lugar perfecto para despedir a un hombre que confesaba que ningún sitio era su casa pero que siempre quiso ser recordado como un “rojo” español. Al leer la crónica del suceso me llamó la atención que durante el acto sonase la famosa canción Les feuilles mortes por ser una de sus preferidas en vida.

 

Hoy Les feuilles mortes es lo que, en el mundo del espectáculo, se suele llamar un “estándar”. Un tema conocido por todos e interpretado por muchos. En Francia la han hecho suya, entre otros, Edith Piaf, Juliette Gréco, Charles Aznavour, Dalida o François Hardy. En el mundo anglosajón, rebautizada como Autumn leaves, Sinatra, Doris Day, Barbra Streisand, Nat King cole, Ute Lemper (magnífica), Chet Baker, Miles Davis (brutal) o Eric Clapton. Hasta Sara Montiel se atrevió con ella, desconozco con qué resultados. De todas ellas mi preferida es la versión de Iggy Pop. Sí, también la iguana de Detroit, la bestia parda del punk, sucumbió al influjo otoñal de las hojas muertas. Lo hizo en 2009 en un disco hermoso y atípico titulado Preliminaires en el que se atrevía hasta con la bossa. Pero la versión más famosa de la célebre canción, la original, la que sonó en el homenaje a Semprún, es la de su amigo Yves Montand.

La letra de la canción es un poema de Jacques Prevert. Prevert es considerado en Francia casi una gloria nacional. Poeta y autor teatral, simpatizó con el anarquismo y el comunismo y militó en la facción menos radical del surrealismo literario. A él se deben los guiones de algunas de las grandes películas de la cinematografía francesa tales como Los niños del Paraíso o El muelle de las brumas. De la música se encargó el húngaro Joseph Kosma. Kosma fue discípulo de Béla Bartók y abandonó la dirección de la orquesta de la Ópera de Berlín para seguir a Bertolt Bretch en su aventura teatral. De ahí se pasó al cine. El equipo formado por Kosma, Prevert y el director Marcel Carné llevaba ya algunos años produciendo grandes trabajos cuando en 1946 dio a luz la película Las puertas de la noche.

La negativa de Jean Gabin, ya una estrella, a protagonizar el arriesgado film supuso la gran oportunidad para un muchacho espigado y guapetón que por aquel entonces militaba en el Partido Comunista francés y se ganaba la vida como cantante en la compañía de Edith Piaf. Yves Montand inició con esta película una larga carrera como actor que le llevaría a protagonizar títulos míticos como El salario del miedo o El manantial de las colinas e incluso más lejos, a Hollywood. Algunas de sus mejores películas portaban la firma de Jorge Semprún en tareas de guionista. La guerra ha terminado, de Alain Resnais, relataba las experiencias del propio Semprún, convertido en el falso Juan Larrea, en sus años como agente del clandestino Partido Comunista de España en el interior del país. Z y La Confesión, otros dos filmes políticos, fueron dirigidos en Francia por el griego Costa-Gavras. La Confesión es una adaptación de la excelente novela homónima del ex-brigadista y político checo Artur London en la que se narran las purgas estalinistas en Checoslovaquia. En Las puertas de la noche se mezclan el género negro, la atmósfera surrealista y la imagen de un París recién liberado de los nazis. No se cuenta entre las grandes obras de su autor y tampoco gozó de demasiado éxito comercial. Quizá su mayor valor resida en que en una de sus escenas suena por primera vez la melodía pegadiza de Les feuilles mortes.

Lo que hace especial a esta canción no es solo la cantidad de versiones que de ella se han realizado sino la importancia que ha alcanzado como icono cultural más allá de sus estrictos valores musicales. Citaré dos ejemplos:

En 1961 se editaba L’etonnant Serge Gainsbourg, el cuarto trabajo del polémico cantautor francés. El primer single de aquel disco era la maravillosa La chanson de Prevert. Gainsbourg, el provocador, el golfo, el cínico Gainsbourg componía una de sus primeras obras maestras como sentido homenaje a otra canción después, eso sí, de haberle pedido permiso al propio Prevert. La canción de Prevert a la que se refería no era otra que Les feuilles mortes y así lo dejaba claro en la letra de la misma (cete chanson les feuilles mortes s’efface de mon souvenir et ce jour-là mes amours mortes en auront fini de mourir)

Gainsbourg es otra de las glorias nacionales francesas y, en mi opinión, un genio indiscutible de la música popular. Su Chanson de Prevert es al menos tan hermosa como Les feuilles mortes, a la que homenajea si complejos. A su vez, la canción de Gainsbourg ha sido versionada en multitud de ocasiones. De todas ellas me quedo con la del alocado y genial cantautor argentino Kevin Johansen incluida en su disco de 2002 Sur o no Sur. Yo diría que es incluso mejor que la original.

El segundo ejemplo tiene que ver con el poeta español Jaime Gil de Biedma y su famoso poema de 1966 Recuerdo y elegía de la canción francesa del que transcribimos sus últimas estrofas.

Y todavía en la alta noche, solo

con el vaso en la mano, cuando pienso en mi vida,

otra vez más “sans faire du bruit” tus músicas

suenan en la memoria, como una despedida:

parece que fue ayer y algo ha cambiado.

Hoy no esperamos la Revolución

 

Desvencijada Europa de post-guerra

con la luna asomando tras las ventanas rotas,

Europa anterior al milagro alemán,

imagen de mi vida, melancólica!

Nosotros los de entonces, ya no somos los mismos

aunque a veces nos guste una canción.

Gil de Biedma se valía de la canción de Kosma y Prevert para sintetizar la fascinación que miles de españoles sentían por lo francés y, en general, por todo lo extranjero. La nostalgia por la libertad que disfrutaban nuestros vecinos, el deseo de una sociedad más culta, más prospera, más justa. Todo aquello de lo que el régimen franquista privaba a los españoles y que estos ubicaban instintivamente en esa Europa civilizada de la que algún día también habrían de formar parte. Efectivamente, la canción fue compuesta inmediatamente después de que el continente fuera salvado del fascismo y justo en el momento en el que una heterogénea mezcla de políticos, intelectuales y ciudadanos sentara las bases de un proyecto democrático común llamado a situarse por encima de las distintas orientaciones ideológicas para dotar a Europa de una estabilidad política y social hasta entonces desconocida. Hoy esa Europa por la que suspiraba Jaime Gil de Biedma, con un inevitable vaso en la mano, es ya una realidad para millones de españoles aunque las dudas acerca de su futuro constituyan una sombra densa que oscurece nuestro presente. Esa Europa que parece resquebrajarse entre las manos de líderes carentes de liderazgo, bajo los golpes implacables de la prima de riesgo, fue levantada sobre los hombros de millones de europeos empeñados en no volver nunca a conocer el hambre, la guerra y la tiranía. Aquellos hombres y mujeres habían visto morir a sus hijos y sus hermanos, habían visto arder sus hogares, habían conocido los campos de exterminio, la cárcel y el exilio. Eso fue lo que les llevó a fraguar un histórico pacto que hoy parece zozobrar en medio del oleaje arbitrario de los mercados por la incompetencia humana de una generación de líderes titubeantes y egoístas que lo tuvieron demasiado fácil al venir al mundo. Hombres como Semprún, Montand, Kosma, Prevert, Biedma o Gainsbourg pertenecen a aquella generación de soñadores a la que tanto debemos. Hombres y mujeres capaces de enternecerse con las notas de una canción o de tomar las armas para enfrentarse a la injusticia si resultaba necesario. A ninguno de ellos le resultó fácil abrirse camino en la vida. Les feuilles mortes no es solo una hermosísima canción, es el símbolo de una época a la que debemos gran parte de lo que ahora nos jugamos. Escucharla hoy, como la escucharon los que el pasado noviembre acudieron a despedir a Jorge Semprún en Biriatou, debería hacernos reflexionar acerca de lo que somos y lo que queremos ser pero, sobre todo, acerca de lo que estamos dispuestos a arriesgar por ello.

Como mero ejercicio mental, hago el esfuerzo de imaginar el tipo de canciones que escucharán en privado Merkel, Sarkozy, Rajoy o Cameron y me tiemblan las piernas.

Jesús Cirac

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