Tenemos la manía de escribir la historia de nuestros territorios sin citar a los hombres y las mujeres que un día los habitaron. Parece que lo único que merezca nuestro interés sean las visitas reales, los santos, las batallas y los edificios que levantaron curas y caciques. Los cabreros, los peones, los emigrantes no dejan rastros en los registros históricos y su triste destino es no constar.
Una mirada atenta, sin embargo, nos permite constatar que tradicionalmente han sido ellos los que, sin levantar la voz, han cargado con todo el peso de la historia. Sin su concurso no existirían ni los palacios ni los imperios, no habría leyes ni penas para quienes las incumplen, no habría ni gobiernos ni ejércitos. A mí me siguen fascinando las historias de las personas corrientes. Sigo prefiriendo el relato sincero del emigrante al discurso engolado del magistrado o el canónigo. He vivido rodeado de ese tipo de personas y alguna que otra cosa he aprendido de ellas.
Hoy me he citado con Marcelino Barriendos, un chipranesco amable y locuaz que ha vivido lo suyo y al que no le importa contarlo. Tomamos un café en un bar caspolino regentado por chinos. El volumen del televisor asusta. Los rayos del sol penetran a través de la ventana deslumbrando a Marcelino. Cogemos las tazas y buscamos acomodo en otra mesa. El café está muy rico, por cierto.
¿En qué año naciste? En 1930.
¿En Chiprana? Sí. Mi padre era alguacil en el ayuntamiento.
¿Cómo recuerdas la infancia? No fui a la escuela. Cuando tenía seis años estalló la guerra y todo se fue a hacer puñetas. Ese mismo año nació mi hermano y mi padre compró un pequeño rebaño de cabras para que yo las cuidara. Con seis años ya iba al ganado, solo. Me acuerdo mucho de las cosas que pasaron en Chiprana en aquellos años. La guerra es un recuerdo muy fuerte. Me acuerdo que jugábamos con bombas. Las tirábamos como si fueran pelotas. A un amigo pequeño le estalló una y lo reventó. Yo lo presencié. Se quiso limpiar con un pañuelo la sangre que le manaba por la boca. Me acuerdo que, cuando la batalla de Belchite, venían los Internacionales al pueblo a descansar, la Garibaldi. Nos daban a los niños un plato de rancho. He comido el rancho de las Brigadas Internacionales.
Tus recuerdos incluyen obligatoriamente la violencia que trajo la guerra a nuestros pueblos, sin embargo, Chiprana apenas padeció la violencia política que sí padecieron otros pueblos, como, por ejemplo, Caspe. En Chiprana murió poca gente, es verdad, pero también hubo muertes. Me acuerdo de dos, uno era de Caspe, un tal Centol, y el otro de La Almolda, Pepe “el alto” le llamaban. Eran de derechas y se habían escondido en el monte de El Suelto, en un mas. Uno de Chiprana les llevaba comida y agua. Los milicianos los cogieron y los encerraron en la Iglesia. Vi como los sacaban de allí y los llevaban a fusilar al cementerio. Les dieron un pico y una pala para que cavaran la tumba pero no les dio ni tiempo, enseguida les dispararon. Recuerdo que el pico y la pala salieron disparados hacia lo alto. Uno de ellos gritó: “Viva Cristo Rey”. Los vi morir. Me acuerdo que a un concejal del ayuntamiento, Manuel Berges, uno de los casquillos le dio en el ojo y se lo reventó.
Ese conocimiento tan temprano de la violencia, supongo que habrá marcado tu forma de ver la vida. Sí. Me acuerdo de un chaval de Barcelona cuyos padres eran amigos de los míos y que vino a Chiprana. Tendría unos quince años. Un día decidió irse al frente. A los pocos días llegó la noticia de que había muerto en los Monegros. Todas esas cosas me han condicionado la manera de ser. Ya de muy joven era rebelde y, a lo largo de mi vida, he sido un activista y un militante, hasta me he jugado el ser detenido, pero al mismo tiempo he tenido claro que la violencia no era el camino. He sido atrevido pero no violento.
Sigamos con Chiprana… Recuerdo que, a los pocos días del golpe, cuatro o cinco camiones con falangistas y militares pasaron por la carretera en dirección a Caspe.
Eso fue el día 24 de julio. En el cruce de Chiprana, un vecino que se llamaba Victoriano Muniente, les gritó al pasar: “Viva la República”. Le dispararon y quedó allí muerto. Era un hombre soltero, de unos cuarenta años. Aquella noche se oyeron disparos provenientes de Caspe. El alcalde, Ceferino Cebrián, le dijo a la gente: “si vienen unos vamos con ellos, si vienen los otros, con los otros”.
Había oído esa historia antes. Pues es cierta. El alcalde era una persona interesante. No se había presentado a las elecciones y, tras la victoria del Frente Popular, en febrero de 1936, aceptó ser alcalde. Tengo entendido que, en 1920, participó en el asalto anarquista al cuartel del Carmen en Zaragoza y que él fue el que se chivó de sus compañeros, que luego fueron fusilados… Cuando entraron las tropas franquistas en Chiprana, él se fue hacia Barcelona con la retirada republicana ya con el grado de comandante. Se dedicó a la tarea de ir destruyendo polvorines del ejército republicano para evitar que cayeran en manos de los nacionales. En la destrucción de uno de ellos murió precisamente Manuel Berges, el concejal del que antes te hablaba.
Volvamos a la noche del 24 de julio. Aquella noche se montó un retén de vigilancia a la entrada del pueblo. De madrugada apareció un hombre cojeando y pidiendo ayuda. Mi padre, que ya he dicho que era alguacil, había pasado la noche dando vueltas por los retenes y lo atendió. Iba herido y, debajo del mono de trabajo que vestía, llevaba un traje de oficial de paño bueno, era un teniente. El alcalde decidió enviarlo al ayuntamiento donde fue encerrado. Al día siguiente los milicianos entraron en Chiprana. Llegaron con una tanqueta y recuerdo que salimos todos los niños a recibirlos, también yo, y que les acompañamos hasta el ayuntamiento. Los milicianos pidieron la llave del edificio. Yo corrí a casa a pedírsela a mi padre que, por si acaso, se había escondido allí. Los milicianos entraron en el ayuntamiento y luego supe que se habían llevado al teniente a Caspe junto con el cura y que los habían fusilado. Cuando entraron los nacionales, mi padre tuvo que declarar por este asunto pero, por suerte, la cosa no fue a más.
¿Qué más cosas recuerdas de la llegada de los milicianos a Chiprana? Recuerdo que los santos de la iglesia y los papeles del ayuntamiento ardieron en dos hogueras y que era la gente del pueblo la que arrojaba los santos al fuego con euforia y participando activamente de lo que ocurría. Gente que, incluso, luego iba a misa. La iglesia no fue quemada, en ella se instaló la cooperativa.
Es curioso que recuerdes que fue la gente del pueblo la que quemó papeles e imágenes ya que la mayoría de los relatos sobre la “barbarie roja” culpan de este tipo de actos a las “hordas” venidas de fuera, especialmente de Cataluña. Pero es que fue así como te lo cuento. La República se había vivido con intensidad en Chiprana. Recuerdo la celebración de varios entierros civiles. Se ponía una mesa en medio de la plaza y sobre ella al difunto y desde la escalera de la iglesia el juez de paz leía unos artículos del Código Civil.
¿Hubo represión entre aquellos chipranescos que como tú dices habían vivido intensamente la República al llegar los nacionales? Recuerdo dos casos. Uno el del juez de paz, el señor Casanova, José Casanova, al que mataron los falangistas al entrar en Chiprana. Lo sacaron a un kilómetro del pueblo y allí, en una orilla del camino, lo mataron. Teníamos un campo cerca y mi padre vio el cadáver allí tirado y me dijo: “no vengas”. Después de dos días a la intemperie, los falangistas permitieron a los hijos que se lo llevaran y lo enterraran. Otro caso fue el de un hombre, al que de mote le decían “el Mayayo” y que, durante la República, había participado en una reyerta entre gentes de izquierdas y derechas y había matado a otro, un tal Francisco Muniente «Roces», de una cuchillada. A este señor lo metieron en la cárcel por la muerte pero fue amnistiado por el Frente Popular. Al terminar la guerra, se lo llevaron a las afueras del pueblo y lo fusilaron.
¿Cómo le fue a tu padre? Siguió siendo alguacil durante unos años aunque al final, unos años después, lo quitaron para poner a uno de derechas.
¿Y a ti? Al terminar la guerra, más o menos con diez años, pasé a llevar el ganado de Miguel Morales, el hermano de Fermín Morales, en Fonté con el tío Manuel “el Botano”, que era el pastor. Allí estuve unos años, hasta el 43. Una noche apareció un maqui y durmió conmigo en el corral. Se quedó dos o tres meses con nosotros haciendo de pastor, Juanillo le llamábamos, hasta que un día desapareció tal y como había llegado.
¿Seguías sin ir a la escuela? Las hijas del pastor me enseñaron las primeras letras.
¿Cuál fue tu siguiente parada? En el verano del 46 me fui a hacer la “agostería”.
¿Qué es eso? Ir a hacer la siega a los Monegros. Iba mucha gente de Extremadura, Andalucía y también de los pueblos de la ribera del Ebro… Tuve la suerte de ir a parar a la casa de Pepe “el alto”, aquel hombre de La Almolda al que fusilaron los milicianos al principio de la guerra. Al terminar la siega me ofrecieron seguir en la casa de criado pero uno de mis compañeros en la siega era uno de Chiprana, Isaac Casabón, que trabajaba en un pueblo del Priorato, en Taragona, y me buscó trabajo en la zona. Entré a trabajar en la casa de una viuda rica de la Serra D’Almos a la que los rojos le habían fusilado al marido. Tenía terrenos, campos, bosques… Un domingo iba yo con un amigo por la carretera y la Guardia Civil nos detuvo y nos pidió la documentación. Era en plena época de los maquis. Hacía poco que habían asesinado al jefe de Falange de Reus.
Era de Caspe. ¿Si?.
Claro, era Camilo Morales, el hermano del que fue tu jefe, Miguel Morales. ¿En serio? No lo sabía.
Sí, lo mataron milicianos del PSUC. Vaya, qué casualidad. A lo que iba. El secretario del ayuntamiento había visto a tres hombres entrando en una masía y llamó a la Guardia Civil. Esta rodeó la finca junto con el Somatén. Dos de los maquis escaparon por detrás y uno cayó y lo encerraron. A otro lo cogieron más tarde. Llevaron a los dos a las afueras de Capçanes y los fusilaron. También, una vez, en Falset, vi la sangre de un maqui al que habían matado en el suelo de la calle.
¿Y del Priorato adónde vas? Me fui voluntario a la mili. Elegí Zaragoza, automovilismo. Allí me saco el carné de conducir y aprendo el oficio de mecánico. Al terminar la mili, vuelvo a Chiprana y empiezo a trabajar de tractorista en la finca de la Torre de Baños, hasta el año 54. Es entonces cuando me voy a Barcelona con el pasaporte preparado y la idea de que, si no encontraba trabajo en Barcelona, me iría a Francia.
¿Cómo fueron los inicios en la gran ciudad? Mi hermana vivía realquilada en Barcelona y, al principio, me alojé con ella. Empecé como pude. Estuve cuatro meses trabajando en la construcción, muy cerca de la cárcel Modelo, luego de chofer en una agencia de transportes y, de ahí, ya en el 56, me hice taxista aunque a sueldo de otro porque no tenía licencia. A partir de ese momento empiezo a moverme dentro del mundo de las asociaciones, las cooperativas y tal.
¿Cómo funcionaba el mundo del taxi? De una forma muy sencilla: las licencias las tenían todas los excombatientes o las viudas e hijos de los caídos, a quienes se las había concedido el Régimen. Como muchos de ellos no explotaban directamente sus taxis, lo que hacían era contratar a alguien para que lo llevase. Entre 1956 y 1960 yo fui taxista asalariado. Además del taxi, traspasé un local y abrí un bar en el barrio de Magoria, cerca de la Plaza de España. Trabajaba en las dos cosas. En 1960, compré un coche y arrendé una licencia.
Es decir, ya no eras asalariado, pero seguías sin ser dueño de tu propia licencia. Exactamente. Mi situación pasó a ser más extraña que la del asalariado porque ni cobraba un jornal ni era dueño de mi negocio. Trabajaba para mí, pero el beneficio era para otro. Enseguida me di cuenta de la injusticia que había en el asunto. En 1972 hubo una concesión masiva de licencias que afectó únicamente a los asalariados y no a los arrendatarios de licencias que quedaron excluidos.
Una nueva injusticia. Sí. Ya te he dicho que siempre he sido bastante rebelde y, ante un caso así, decidí actuar. Envié una carta a Eduardo Tarragona Corbella, Procurador en Cortes en representación del Tercio de familia por Barcelona, y en ella le expliqué la situación, aconsejado en todo momento por el abogado del Partido.
¿Te refieres al Partido Comunista? Sí.
¿Militabas en él? Sí. Preparé quinientas copias de la carta y me puse a repartirlas entre los compañeros en una parada de la Plaza de España. Aquello sentó fatal entre la patronal del taxi, que decidió ir a por mí. Se armó una revuelta importante en el sector y a base de movilizarnos y manifestarnos conseguimos que en 1974 se publicase una ley que concedía a todos los trabajadores del taxi con más de cinco años de antigüedad una licencia. Fue un proceso en el que estuvimos de acuerdo con el alcalde de Barcelona y el de Madrid. El proceso, en Barcelona, se hizo de una vez, éramos novecientos. En el resto de España, como eran muchos, se hizo en cinco años.
Aquello fue un triunfo profesional, pero también personal. Sí. Lo siguiente que hicimos fue montar el Sindicato Autónomo de Taxis de Cataluña, del que fui Secretario General, desde el año 1977, con la legalización de los sindicatos, hasta el 79.
¿Cómo habías entrado en contacto con la militancia comunista? Tenía parientes en Toulouse y viajé bastantes veces. Allí contacté con mucha de la gente del exilio. Recuerdo a un paisano de Mazaleón. Le ayudé a volver a España y estuvo trabajando en el bar conmigo.
Ya introducido en la vida sindical, de qué manera transcurre tu vida. Estaba dentro del Sindicato de Transportes de Comisiones Obreras, en Barcelona, pero me reunía con compañeros por toda España. Yo era un poco el hombre del Partido dentro del sector del taxi. Mi bar era el punto de reunión de toda la gente del sindicato. Fui también el representante del PSUC en la comisión redactora de la Ley de Cooperativas. Yo pertenecía a la Comisión Nacional del Transporte, estábamos preparando una huelga general a nivel estatal en 1977. Habíamos planeado una reunión en el despacho de los abogados de Atocha, organizada por los compañeros del Partido en Madrid, y a última hora decidimos cambiarla a otro sitio, eso era algo habitual por cuestiones de seguridad, fue el día de antes de la matanza. Los pistoleros pagados por el Sindicato Nacional del Transporte iban a por nosotros y nos buscaron en el despacho de los abogados. Como no estábamos nosotros se liaron a tiros con los abogados.
¿Lo dices en serio? Totalmente.
¿Nunca tuviste problemas con la policía? No, y eso que me movía mucho. Imprimíamos octavillas a ciclostil, las repartíamos por las estaciones… Muchas noches dormía fuera de casa por precaución. Solo una vez me detuvo al policía durante unas horas, pero nada importante.
¿Por qué dejaste el Sindicato? En 1979 empiezo a tener problemas de salud y dejo la Secretaría que me exigía bastante dedicación y esfuerzo. En 1981 dejo Barcelona y me marcho para Zaragoza. Estaba un poco decepcionado con la vida sindical.
¿Por qué? Habíamos preparado una candidatura pactada entre todas las facciones para el Sindicato buscando la fuerza y la unidad pero luego el presidente que pusimos entre todos traicionó lo pactado y tiró para lo suyo. Vendí el taxi en Barcelona y compré uno en Zaragoza.
¿Cómo resultó el cambio de ciudad? Cuando llegué a Zaragoza, la extrema derecha me estaba esperando. El primer día de trabajo, unos tipos de Fuerza Nueva me asaltaron en la calle Alfonso y me dejaron el coche hecho trizas. Tuve que tirarlo. Lo denuncié pero no pasó nada. Seguí metido en la vida sindical. Colaboré en el montaje de Radio Taxi en Zaragoza y estuve de secretario en la Federación del Taxi, montamos un local en la calle Francisco de Quevedo, también fui presidente de la cooperativa, que, al jubilarme, en 1991, se deshizo.
Hoy que ya eres un apacible jubilado en tu pueblo natal, ¿sigues en la brecha? Claro que sí. Sigo como siempre, milito en el PCE y, cada catorce de abril, saco mis banderas tricolores al balcón de casa. Todos me conocen como lo que he sido siempre.
Antes de terminar, recomiéndanos un libro, una película y un disco. De película te diría “El Padrecito” de Cantinflas que no es una película política pero, como Cantinflas tenía esas cosas, acaba casi siéndolo con aquel cacique que no tenía interés alguno por la cultura. De libro, estoy ahora leyendo uno que se llama “Kerala” y que va de unos intelectuales españoles que visitan una comunidad establecida en Kerala, India, gestionada por el Partido Comunista indio. De música, me quedo con Serrat o Sabina.
El 6 de marzo de 1945 Camilo Morales resultó muerto a consecuencia de una acción perpetrada por la milicia del PSUC, “Joventut Combatent”, en la carretera de Ulldemolins, Tarragona. Camilo Morales Cortés había nacido en Caspe y era hermano del célebre médico Fermín Morales. En el momento de morir ostentaba el cargo de jefe de Falange en Reus. Fue enterrado en su ciudad natal con todos los honores y su nombre luce en una de las placas que, en recuerdo de los Caídos por Dios y por la Patria, todavía ornan una de las paredes de la parroquial caspolina.
La noche del 24 de enero de 1977 tres pistoleros de ultraderecha, pagados por el Sindicato Vertical del Transporte, irrumpieron en el despacho que un grupo de abogados compartían en la madrileña calle de Atocha y asesinaron a tres abogados, un estudiante de Derecho y un administrativo, hiriendo gravemente a otras cuatro personas. Andaban buscando a Joaquín Navarro, Secretario General del Sindicato del Transporte de C.C.O.O. de Madrid. Tres meses más tarde, un sábado santo, el PCE fue legalizado.
Jesús Cirac