¿Merece la pena celebrar el Sexto Centenario?

Hacía tiempo que me había propuesto escribir un artículo sobre el Sexto Centenario y me toca ponerme a ello pocas horas después de que el ministro de economía de mi país haya comparecido ante los medios para anunciar el temido y esperado rescate. Vaya, me digo, en el mismo mes en el que a España le toca admitir en voz alta que no es capaz de hacer frente a sus problemas en solitario, en ese mismo mes en el que por fin se va a producir el acontecimiento por cuya evitación se han acometido los más severos recortes sociales de nuestra Historia, en ese mes del que tanto se acordarán nuestros hijos, en ese preciso mes, los caspolinos vamos a celebrar por todo lo alto un acontecimiento ocurrido hace seiscientos años del que no poseemos memoria, en el que no participó ningún caspolino y cuyo significado último resulta, al menos, tan discutible como la necesidad de recordarlo. Y no es que me atreva a discutir la conveniencia de que la población caspolina haya asumido la celebración del Sexto Centenario del Compromiso como hecho diferencial de su identidad colectiva, lo que ocurre es que esto, a mi modo de ver, plantea al menos un par de problemas: Por un lado cuesta dinero. Por otro, es de esperar que las esperanzas depositadas sean difíciles de colmar y eso, ya se sabe, suele generar frustración.

He escuchado a muchos caspolinos quejarse de lo poco que las instituciones han hecho por el Sexto. Es evidente que las cosas fuera de Caspe se viven con menos intensidad. Independientemente de lo alto que hubiéramos puesto el listón y de lo difícil que resulte contentar a todo el mundo, es un hecho innegable que al menos una de las principales reivindicaciones sí que ha sido atendida. El salón del viejo castillo sanjuanista se incorporará en breve al paisaje urbano caspolino, una vez terminen las obras sufragadas por el Gobierno de Aragón. El presupuesto de las obras asciende a un millón seiscientos mil euros, una cantidad más que respetable. Una vez hayan terminado los trabajos, el ayuntamiento deberá hacerse cargo del mantenimiento del costoso y ansiado equipamiento. Se estima que el coste de mantenimiento de este tipo de inversiones suele ascender a un diez por ciento de su presupuesto de ejecución. Tiremos por lo bajo y quedémonos en un razonable cinco. La mitad. Ochenta mil euros, todos los años, para mantener una inversión, repito, largamente reivindicada y quizá necesaria pero para la que, a día de hoy, ni siquiera hemos sido capaces de diseñar un uso. Y lo malo no es eso, lo malo es que los usos que una inversión así es capaz de soportar no van mucho más allá del consabido museo, sala de exposiciones, salón de actos o similar. ¿Realmente necesitábamos otro equipamiento cultural? ¿No resultaba suficiente con los que yo conozco? ¿Tanta cultura consume la ciudadanía caspolina? ¿Tantos recursos maneja el consistorio caspolino?

Es el momento de entroncar con el segundo de los problemas. Mi percepción es que para muchos caspolinos (quizá los mismos que se quejan del escaso interés manifestado por esas instituciones que han apoquinado un millón seiscientos mil euros para rehabilitar una vieja fortaleza a cien metros escasos de un colegio que, muy previsiblemente, durante el curso próximo vea aumentados los módulos, recortados sus presupuestos y disminuida su plantilla) la celebración del Sexto y la consiguiente rehabilitación del castillo suponen algo así como una catarsis colectiva, un  acontecimiento que habrá de servir para que las cosas cambien de una vez por todas, para que desde fuera se reparen los viejos agravios históricos, para que Caspe vuelva a recuperar el esplendor del que un día gozó. Similares argumentos se esgrimieron para levantar el ya olvidado Museo de la Pesca en los prolegómenos de la Expo, cuando miles de visitantes iban a frecuentarlo. O el Museo de los Iberos. Sin entrar a valorar la calidad, la estética y la coherencia urbana de ambas actuaciones, lo cierto es que se puede afirmar con toda tranquilidad que su impacto en la economía caspolina ha sido, si no nulo, sí bien escaso. Quien piense, a día de hoy, que un congreso de Historia, una exposición, un museo o un centro de interpretación más o menos van a poder obrar el milagro del florecimiento económico peca de la misma ingenuidad que exhibían aquellos próceres caspolinos de principios del siglo XX que querían ver en el Pantano de Santolea el origen de una etapa de progreso que habría de llenar las calles de Caspe de automóviles y demás signos de la modernidad. Las páginas de la prensa de la época están llenas de impagables profecías firmadas por algunos de nuestros apellidos más ilustres, revísenlas. Poco imaginaban aquellos bienintencionados caspolinos que apenas diez años después de que las aguas inundasen el vaso del pantano, Caspe debería afrontar el proceso de pérdida de capital humano más intenso, doloroso y definitivo de su Historia.

No es este, sin embargo, un artículo dirigido a fomentar el desánimo, escrito por un triste agorero, un resabiado o un pesimista patológico. De natural soy optimista y de siempre me ha maravillado que la celebración del Compromiso hubiera conseguido amalgamar a tantas personas distintas en torno a una causa común. Lo que ocurre es que creo que, si de algo hemos pecado siempre los caspolinos, es de echar los balones fuera del área, de atribuirle al pasado, al patrimonio, a nuestra nobleza, a nuestra grandeza o a cualquier otro elemento mítico o legendario el poder de sanar nuestras heridas. Cualquier observador de la realidad caspolina será capaz de reconocer hoy signos positivos de algunos cambios en los que es mucho más inteligente confiar que en el Compromiso, el Castillo o la nueva aportación a la mitología local, el recién descubierto turismo religioso en torno a la Veracruz (del que hablaremos otro día). En menos de un año se han estrenado dos establecimientos hosteleros de calidad más que aceptable (uno de ellos recuperando un importante elemento patrimonial) impulsados por empresarios locales que se han jugado su pasta en el empeño. El proceso de aprobación del Plan General ha generado un importante debate ciudadano plasmado en acciones comunes en defensa de lo que se cree justo y apropiado. La gestión de la Cooperativa Ganadera acapara premios y menciones. La propia capacidad de colectivos y asociaciones locales para conseguir la rehabilitación del castillo y la celebración del Sexto es digna de encomio. Lo que tengo muy claro es que no será el Lignum Crucis quien nos salve de la quema que previsiblemente se avecina, ni el maestre Juan Fernández de Heredia quien nos asiente definitivamente en la modernidad, que no creceremos gracias a los museos ni al castillo ni a Martín el Humano. Los mitos ni frecuentan los registros mercantiles ni cotizan en el Impuesto de Actividades Económicas. Para todo eso lo que hace falta es tener ganas de arriesgar, disponer de la formación adecuada y, sobre todo, estar vivo. Supongo que al menos estaremos de acuerdo en que la mayoría de nuestros mitos locales llevaban siglos muertos cuando decidimos desenterrarlos y sacarlos en procesión.

Y al final, con tanto Centenario, me he quedado sin hablar del rescate.

Jesús Cirac

 

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