Como continuación del artículo sobre el paso por Caspe del mítico comandante de la Brigada Lincoln Milton Wolff, publicado en El Agitador el pasado 4 de enero, transcribimos a continuación el capítulo 44 de su novela Otra Colina, publicada por Ediciones Barataria en 2005, en el que se narra la escaramuza entre miembros de la Brigada y requetés navarros ocurrida en la Estación de Caspe. Quizá algún avezado lector consiga identificar el misterioso almacén en el que se ocultan los brigadistas y desde el que disparan sus ametralladoras sobre la estación.
– Localizad posiciones para esta noche –dijo Doran. De nuevo era más una sugerencia que una orden, que dejaba a los hombres a sus anchas para montar la defensa. Doran no quería evacuar el pueblo, Castle lo tenía claro, pero nadie tenía más plan que el de resistir en cualquier jodida posición que tomaran.
Castle se reunió con Sam, Martinelli, Kaufman, Bianca y la vieja Maxim que Bianca y Al habían arrastrado durante la retirada desde Belchite. Encontraron un edificio que dominaba una franja de terreno a las afueras de Caspe, una especie de almacén; era como una réplica del molino de Belchite, sólo que más grande y más alto. Subieron tres tramos de escaleras de madera hasta lo alto del edificio y hallaron una ventana que dominaba las tierras bajas que se extendían fuera del pueblo; colocaron la Maxim tras la ventana, que era en realidad un gran boquete provisto de una polea. Sam y Al se encargaron de auparla, subieron sacos de harina y con ellos montaron una plataforma para la ametralladora, que rodearon de otros sacos, dejando espacio suficiente por delante para protegerse debidamente. La harina les dio sed, así que abrieron uno de los barriles de vino que se alineaban en las paredes del piso bajo y llenaron sus cantimploras para subirlas hasta la ametralladora. Castle no dio orden alguna. Trabajaban en equipo, entre todos tomaban las decisiones. Trabajaron de firme y en silencio hasta que quedaron satisfechos con la posición, y entonces Castle sugirió que Sam fuera a buscar a Doran para informarle de dónde estaban e intentar conocer el paradero de los demás. Por lo que Castle sabía, no había batallón, y si lo había, estaba directamente al mando de Doran. Se ofreció voluntario para la primera guardia, y se apostó junto a la ventana mientras los demás montaban camastros con los sacos vacíos y se tumbaban a dormir junto a la pared del fondo.
Dio un sorbo de vino, un tinto rico y fuerte, y se puso a contar estrellas en el cielo nocturno. Algún obús estallaba aquí y allá, había ráfagas esporádicas de fusilería, el retumbar de algunas granadas al estallar, pero según avanzaba la noche tales intrusiones se hicieron menos frecuentes y las explosiones aisladas no hicieron más que resaltar la quietud.
Sam regresó y le susurró que había localizado a Doran. Lyons estaba con él y también alguien llamado Gates. Gates, dijo Sam, gozaba de muy buena reputación en el frente del sur, cerca de Córdoba. Habían vuelto más hombres y la situación parecía controlada. Doran no tenía ordenes concretas ni para la ametralladora ni para Castle.
Castle trató de hacerse un orden mental: Doran al mando del batallón, Lyons de vuelta como comandante nominal del mismo, la llegada de Gates. Pensó que debería ir considerando en qué situación quedaba él y que quizá debería volver a la brigada para ver donde estaba, si fuera o dentro. Miró por la ventana y pensó en el tanque en la calle oscura y en los hombres que había dejado clavados contra la pared. Escuchó también los sonidos del sueño de sus compañeros dormidos y se preguntó cómo sería la mañana siguiente. La ametralladora que se alzaba sobre los blancos sacos de harina parecía una especie de monumento desarraigado.
Bianca, que había hecho la última guardia, lo despertó.
– Venid a ver esto- dijo, haciéndoles señas de que se acercaran a la ventana. Abajo, justo enfrente de su posición, había una estación de tren. Un andén de madera, techado en parte, con un pequeño edificio en un extremo y unos cuantos carros de mano y vagones por ahí dispersos. Varios hombres con boinas de vivo color rojo aparecieron por detrás del edificio. A unos ochocientos metros, dijo Castle haciendo sus cálculos.
– ¿Quiénes son los que llevan boinas rojas?- preguntó Sam.
– Los navarros. Los requetés, los carlistas, ¿quién sabe?- contestó Castle.
– ¿Qué vamos a hacer?
– Lo primero, mojar estos sacos con agua.
– Vale.
– ¿De dónde sacamos el agua?
Se miraron unos a otros.
– No hay agua ¿eh?-dijo Castle.
– No, carajo- dijo Bianca-. Miré anoche por todas partes, la bomba está seca. No hay más que vino. Vino y…
– Como en Belchite. Subamos un barril y lo vertemos en la harina- dijo Castle.
– Joder, menudo desperdicio- gruñó Kaufman.
– Venga, vamos a por él. Joe, tú quédate aquí y no le quites ojo a esos cabrones- Castle precedió a los hombres escaleras abajo.
– Oye, a ver si pilláis algo de comer- le gritó Joe.
La polea estaba fuera; si la usaban revelarían su posición. No cabían todos detrás del barril por la angosta escalera, así que Martinelli se ofreció para ir a ver si había llegado algo de manduca de la brigada.
– Pero no empecéis hasta que vuelva- dijo, y no se movió hasta que se lo prometieron.
– Pero, por Dios, date prisa- dijo Al-. Joe tiene que desayunar.
Consiguieron subir el barril por las escaleras y luego discutieron cómo mojar los sacos, decidiéndose por una caja de munición vacía. La llenaron por el agujero del tapón, inclinando el barril; el olor del vino, nuevo y de un rojo intenso, inundó la estancia a medida que tenía los sacos de rosa. Mojaron los sacos, echando algún trago, haciendo gárgaras y escupiéndolo, enjuagándose la boca, restregándose con él los dientes y las yemas de los dedos.
La retirada de Belchite a Caspe había sido una paliza sin fin, una semana de combatir y correr y cavar y combatir y marchar y correr y ver como sus fuerzas disminuían, sus flancos cedían, los oficiales caían, pero ese momento estaban regándolo todo con vino. Los fascistas de las boinas rojas se movían de un lado a otro en el andén y ellos estaban allí arriba tras los gruesos muros del almacén, sin ser avistados, sin levantar sospecha y con la ametralladora a punto. ¿Dónde cojones estaba Martinelli? Aunque Castle no lo sentía tanto como los otros, sabía a qué se refería Sam cuando dijo:
– Tío, da gusto quedarse en algún sitio en vez de retirarse todo el rato.
Al fin y al cabo, los americanos habían llegado a España a derrotar al fascismo. Ése era el meollo de la cuestión, como si proponerse el objetivo fuera lo mismo que alcanzarlo. Como si cantar “Somos los antifascistas en lucha” fuera entrenamiento suficiente para llevarlo a cabo.
Habían sido tropas de asalto en ataques, en defensas, siempre donde estaba lo más duro. Los habían desplazado de lado y al frente y se habían mantenido con firmeza, pero nunca antes se habían retirado. Habían lanzado ataques que fracasaron y habían tenido que volver al punto de partida, pero nunca habían rendido una posición a los fascistas. Los europeos estaban mucho más motivados. Por muy real que fuera el fascismo para los americanos, nunca supondría la inmediatez que tenía para aquellos camaradas, para ellos la derrota equivalía a la muerte.
Sam y Martinelli llegaron con café frío y tres panes, con el recado de Doran de que se mantuvieran en su posición. Había que defender Caspe, y punto.
– No sé qué quiere decir con eso- dijo Sam. No querían pensar en ello y, además, estaban hambrientos. Mojaron el pan en el vino y lo acompañaron con el café, sin quitar ojo a las boinas rojas de abajo.
Joe era el único que bebía con algún sentido del decoro, dando pequeños sorbos con los labios pegados a la cantimplora.
Bianca dio una palmada sobre los sacos de harina mojados de vino para ver si se levantaba polvo. Su palma golpeó como una toalla mojada. Se colocó tras la Maxim. Tuvieron una discusión democrática sobre el alcance, votaron y acordaron que eran setecientos metros. Al estaba a un lado de la ametralladora y Martinelli al otro, Al alimentando la cinta y Mart sacándola, doblando el extremo vacío dentro de la caja de munición que había servido para rociar los sacos de vino. Sam y Castle abrieron una caja de munición y se dispusieron a cargar la cinta vacía. Estaban listos para empezar, pero cuando Joe disparó una primera y breve ráfaga, Castle y Sam dieron un salto de sorpresa.
Había tres boinas rojas en el andén, departiendo. Y siguieron como si nada, imperturbables.
– Te has quedado corto- dijo Al.
– No, se ha pasado- arguyó Sam.
– Decidíos de una puta vez- se quejó Joe-. Mirad, ahora se largan.
Uno de los boinas rojas caminó en una dirección y el otro fue al extremo opuesto del andén. El tercero pareció mirar primero a uno y luego al otro. Fuera lo que fuera lo que se trajeran entre manos, era evidente que la primera ráfaga no los había alterado. Castle podía ahora distinguir más detalles del andén, allí donde la luz del sol entraba sesgada bajo la techumbre.
– Tíos. ¿Os molesta si un viejo artillero da el alcance? Intenta con 600, 650 mejor…650, Joe.
Bianca puso la corredera en 650 y esperó. En un momento al boina roja que estaba solo se le unieron tres más. Cuando formaron un grupito compacto y satisfactorio, Joe probó con otra ráfaga. El boina roja que había estado hablando y moviendo los brazos se detuvo y miró a algún punto a su lado. El grupo se agitó confuso.
Joe ajustó y disparó una ráfaga más larga. El boina roja que agitaba los brazos cayó. Los demás parecieron bailar un poco.
– Un punto más a la derecha- declaró Castle. Joe golpeó el costado de la ametralladora con la base de su mano y disparó una ráfaga corta y luego otra más larga. Dos de los boinas rojas se agacharon, mirando más o menos en su dirección.
– Medio punto…, menos atrás…-declaró Castle.
Joe dio un golpecito suave al lateral del cargador y disparó una ráfaga larga. Bajó el cañón un grado y disparó otra ráfaga larga. Ahora todos estaban en el suelo. Joe siguió disparando.
– Ahí vienen- gritó Castle. Cuatro o cinco hombres salieron de detrás del edificio, caminando deprisa hacia los caídos, con sus boinas rojas brillando al sol.
– Ya los vemos, no tienes por qué pegar gritos- aulló Al. La ametralladora empezó a tabletear. Uno de los del primer grupo se levantó y empezó a tirar de otro. Los recién llegados también se pusieron a arrastrar a los demás hacia la parte trasera del edificio. Parecía que se movían entre las balas en el área de fuego, iban deprisa pero sin correr, para sacar de allí a los heridos. Joe le dio a otro antes de que desaparecieran detrás del edificio.
– Maldita sea, ¿qué coño estoy disparando, cartuchos de fogueo?- se lamentó Joe.
– Le has dado a tres o cuatro…, qué demonio- dijo Sam.
– Mira- señaló Castle-. Hay un par, justo al lado del edificio. Intentan localizarnos.
Joe movió la ametralladora y disparó otra ráfaga. Dos hombres que habían salido para quedarse a la sombra del edificio, tratando de localizar la ametralladora, desaparecieron. Castle vio cómo saltaba el polvo del edificio donde la ráfaga había impactado.
– Buena puntería, Joe.
– ¿Les he dado?- preguntó Joe.
– Sí- contestó Castle, aunque no estaba seguro. Los hombres estaban allí y luego desaparecieron. Estaba bastante seguro de que no iban a volver a asomarse, les hubiera dado o no. Pero se equivocaba. Los navarros (habían decidido que los boinas rojas eran navarros) tenían algo que hacer en aquella estación de tren y siguieron con ello, aparecían de uno en uno o de dos en dos, se movían deprisa pero sin correr, arriba y abajo por el andén, aparecían y desaparecían tras el edificio, cruzaban las vías, acarreaban objetos que no podían distinguir, volvían con las manos vacías.
Martinelli y Castle se turnaron para corregir a Joe, Sam y Al. Todos dispararon la ametralladora con distintos grados de éxito. Disparaban y un hombre caía. Pero a veces se volvía a levantar o se quedaba ahí tirado y cuando disparaban a otro que caminaba en otra dirección y luego volvían a mirar donde el primer hombre había caído, éste había desaparecido. En ocasiones, aparecía alguno, soltaba una ráfaga y parecía que aquel pegaba un salto y salía disparado para guarecerse tras el edificio o al final del andén. Nunca estaban seguros de si podían apuntarse un tanto. Los boinas rojas seguían llegando y moviéndose agitados. Si le daban a algo era por pura casualidad.
De vez en cuando el andén se vaciaba durante un buen rato. Entonces calmaban su sed con el vino y mordisqueaban el pan sobrante de la mañana. No había noticias de Doran. Oyeron cañoneos al norte y al sur, pero poco tiroteo procedente del pueblo, al parecer eran los únicos que disparaban desde los edificios de aquella calle.
– Navarros- dijo Sam-, carlistas católicos, valientes y tarados. Jugándose el pellejo por un gilipollas que reclama la corona de España. Dios mío. ¿No saben que estamos en el siglo XX? ¿Para qué cojones quieren un rey?
– Todo el mundo busca un padre- dijo Martinelli.
– Alguien que los trate a patadas. Alguien a quien le puedan decir “sí, señor; no señor”…- prosiguió Sam.
– A sus órdenes, mi cagüen rey- terció Castle en su deficiente español-. Permítame besarle el culo a su alteza real. Bueno, los derrotaremos y los derrotados no tendrán ocasión de practicar el fascismo. Cómo cuando tomamos la colina en Segura de los Baños.
– ¿Aquellos, aquellos miserables cabrones?
– Sí, no parecían muy diferentes, ¿verdad? Parecían igual a los españoles de nuestro bando. Y lo son, casi todos campesinos, como los otros. Qué estúpido soy. ¿Qué clase de fascismo iban a practicar? Me sentí un poco decepcionado, cuando vi que tenían el mismo aspecto que los demás. No sé qué aspecto esperaba yo que tuviera un soldado del otro bando. Menos aquel hijoputa arrogante de oficial. Por un instante sentí que allí había un verdadero fascista. Un creyente practicante. No como esos chavales a los que tocó por casualidad estar en el lado equivocado del mapa. Y aún así, cuando le hice bajar la colina a patadas pensando en Titus… a las dos patadas ya no significaba nada para mí.
– Hablando de Titus…, ése sí que es un buen ejemplo- dijo Martinelli-. Salvando lo presente, Castle. Pero en eso lo tenía muy claro. Afrontémoslo, todos nosotros nos aplicamos a fondo ahora que estamos aquí, fuera de las calles y de las salas de reunión. En combate el compromiso se mantiene vivo, que en parte consiste en matar al otro tío, ¿vale? Si tienes que arrebatarle una posición, lo tienes que sacar de allí o te tumba él a ti. Pero con Titus no se trataba de un vago “ellos” como nos sucede a nosotros cuando empieza el tiroteo…
-Habla por ti, camarada. Para mí son un vago “ellos”. Son el enemigo…, son los fascistas, los nazis…
– Oye, gilipollas, que acabas de contarnos cómo en Segura…
– Eso fue en Segura…
– ¿Y qué me dices de esos navarros de ahí? Son simplemente “ellos”. ¿Qué van a ser si no? No puedes llamarlos fascistas. Gilipollas, sí. Y monárquicos…
– Que es lo mismo que llamarlos fascistas, dadas las circunstancias. Míralos. Los muy gallitos, cabrones.
Joe soltó un par de ráfagas a dos boinas rojas que aparecieron fugazmente ante su vista desde detrás del edificio de la estación y desaparecieron en las sombras, que se intensificaban según iba subiendo el sol. Ahora reinaba la oscuridad a la sombra de la techumbre del andén, y los navarros habían apilado carretillas de mano y cajones a unos veinte metros de un costado del edificio. No se veía lo que hacían.
– No los pierdas de vista- dijo Mitch innecesariamente. No había nada que hacer, así que encendieron unas colillas y se pusieron a fumar, procurando tapar con la mano la brasa para evitar que los de la estación pudieran ver el resplandor de los cigarros desde el boquete a oscuras.
Milton Wolff, Salvador Melguizo y Jesús Cirac
* Sobre William Martinelli (de quien no hemos obtenido fotografía):
http://www.alba-valb.org/volunteers/william-martinelli
** «Sam» pudiera ser el alias Samuel Levine de Joseph-Sherman:
http://www.alba-valb.org/volunteers/joseph-sherman
***Todas las fotos provienen de: Tamiment Library/Robert F. Wagner Labor Archives Elmer Holmes Bobst Library 70 Washington Square South, New York, NY 10012, New York University Libraries