Sorprende,quizá por inusual, la acumulación de eventos culturales relacionados, de una u otra forma, con el advenimiento del poder bolchevique sobre la madre Rusia que en estos días están teniendo lugar tanto en Madrid como en Barcelona.

El más publicitado de todos ellos es la exposición El Hermitage en el Prado. Hasta el 25 de marzo miles de personas podrán disfrutar de una imponente selección de más de ciento setenta obras que  abarca desde tesoros arqueológicos procedentes de los imperios de las estepas hasta trabajos de abanderados de las vanguardias como Kandinsky o Malevich pasando por clásicos europeos como Caravaggio, Rembrandt, Durero o Velázquez. Antigua colección privada de los zares, el Hermitage ocupa hoy un extenso complejo arquitectónico en San Petersburgo integrado, entre otros edificios, por el célebre Palacio de Invierno, aquel cuya toma por los bolcheviques en Octubre de 1917 marcó simbólicamente el triunfo de la Revolución.

No lejos del Museo del Prado, en el Centro Cultural La Casa Encendida propiedad de la Obra Social de Caja Madrid, la exposición La Caballería Roja. Creación y poder en la Rusia soviética de 1917 a 1945 propone un recorrido alucinante y alucinado por más de treinta años de actividad cultural vinculada a la construcción del paraíso soviético en la Tierra. Partiendo del titulo de una narración de Isaak Bábel y del cuadro homónimo de Kazimir Malevich, cuyas líneas ondulantes asaltan al visitante en el inicio de la exposición mientras atruena la Internacional en ruso y el mismísimo Vladímir Ilich Uliánov, Lenin, observa con gesto severo desde una pared, se propone un exhaustivo análisis de la interacción entre poder político y vanguardia cultural y artística en uno de los momentos más atribulados y generosamente creativos de la Historia de la Humanidad. Las paredes de La Casa Encendida rebosan carteles, cuadros, bustos, revistas, textos poéticos, planos, retratos, manifiestos, posters, juguetes, bocetos, patrones, cartas, fotografías. El aire se contamina con voces, discursos, himnos, canciones populares, música orquestal. Viejos celuloides permiten volver a la vida, siquiera sea durante unos segundos, a los líderes bolcheviques, a las masas revolucionarias, a Alexander Nevsky o Iván el Terrible tal y como Eisenstein los concibió. La lista de los protagonistas es inabarcable. Artistas como Rodchenko, Chagall, Malevich, Tatlin, Kandinsky. Escritores como Zamiatin, Pasternak, Ajmátova, Mandelshtam, Tsvetáieva, Bulgákov,Gorki, Ehrenburg, Maiakovski, Bábel. Compositores como Khachaturian, Shostakóvich, Prokofiev. Y sobrevolando sobre todos ellos, la figura omnipresente y omnipotente del “padrecito” Stalin, el loco georgiano para quien, muy pronto, los experimentos de vanguardia con los que la Revolución había pretendido crear nuevas formas artísticas que ayudasen a levantar una nueva sociedad sobre las ruinas del imperio zarista se convirtieron en un estorbo que liquidó de la forma que mejor se le daba. Casi al mismo tiempo en que Stalin purgaba a la vieja guardia del Partido en sus célebres juicios-espectáculo, se repartía Europa con Hitler y enviaba a millones de disidentes, reales o imaginarios, al Gulag, decidió que el socialismo ya no iba a edificarse sobre una vanguardia a la que juzgaba demasiado intelectualizada y pequeño-burguesa sino sobre un arte realista y nacionalista que aunara el viejo naturalismo del XIX con la visión idealizada y eterna del pueblo ruso plasmada en la tradición folclórica. Este cambio de paradigma cultural significó la caída en desgracia de los mismos intelectuales que con sus radicales propuestas habían conseguido dotar a la Revolución de una solvencia intelectual y un prestigio entre las elites occidentales que contribuyeron a la consolidación de la URSS tanto o más que las victorias de la Caballería Roja en los campos de batalla. Ni que decir tiene que la mayoría de los nombres antes esbozados terminaron en el exilio o encontraron la muerte de forma violenta.

Pero también hubo artistas en la nueva Rusia que pudieron conservar el pellejo sin tener que devaluar sus propuestas artísticas para escapar a la paranoia criminal de Stalin. Tampoco demasiado lejos del Prado, la Fundacion Juan March ofrece hasta el 15 de enero la excelente retrospectiva de un artista desconocido hasta la fecha para el público español. Aleksandr Deineka (1899-1969) Una vanguardia para el proletariado nos ofrece el recorrido vital y profesional del principal representante de la corriente artística conocida como realismo socialista. Desde sus modestos inicios como cartelista e ilustrador ubicado en la vanguardia a sus lienzos finales de gran formato y vocación propagandística con escenas deportivas o relatos de la vida en el koljós.

Por su parte, el Teatro Real, también en Madrid, representa en estos días la ópera de Dmitri Shostakóvich, Lady Macbeth de Mtsenk. La historia de los crímenes pasionales de Katerina Ismailova, según el relato de Nikolái Leskov, se basa a su vez en el célebre arquetipo femenino acuñado por William Shakespeare. Estrenada en 1934 con abrumador éxito de crítica y público, no fue hasta dos años después cuando el camarada Stalin asistió a una de sus representaciones en el Teatro Bolshoi de Moscú. Al día siguiente, Pravda, diario portavoz del Partido Comunista de la Unión Soviética, publicaba en portada un editorial titulado “Caos en vez de música” en el que arremetía sin contemplaciones contra la obra que, hasta ese momento, había sido considerada
como “el mayor logro del arte operístico soviético”. Se dice que fue el propio Stalin quien redactó el texto en el que brillaban frases como esta: “seguir esta música es difícil, recordarla es imposible”. Solo un día después, la obra era retirada de los teatros rusos no volviendo a ser representada en veintiséis años. De un plumazo Shostakóvich pasaba de ser considerado como la gran promesa de la música culta rusa a ser declarado enemigo del pueblo ruso. Se le acusaba de formalista y de alejarse de la línea realista y social que, a juicio de Stalin, debía presidir la producción artística soviética. Como Deineka, también Shostakóvich sobrevivió al tirano. Habiendo considerado la posibilidad de suicidarse, prefirió adaptarse al espíritu de los nuevos tiempos y salvar la vida. En 1937, un año después de su caída en desgracia, estrenó su famosa Sinfonía número 5, a la que decidió subtitular “respuesta de un artista soviético a una crítica justa”.

El último de los eventos a los que me refería en el encabezamiento tiene lugar, hasta el 15 de enero, en el CaixaForum de Barcelona. La exposición Los Ballets rusos de Diaghilev 1909-1929. Cuando el arte baila con la música se sumerge en el universo del genial empresario ruso Serguéi Pávlovich Diághilev. A él se debe la creación de la compañía Los Ballets Rusos en la que militaron, además del divino Nijinsky y los más
virtuosos bailarines de los Ballets Imperiales rusos, la flor y la nata de la intelectualidad europea de principios del siglo XX. Stravinsky, Ravel, Satie, Debussy, Manuel de Falla, Tchaikovsky, Richard Strauss o Prokofiev compusieron piezas exclusivas para la compañía. Picasso, De Chirico, Sert, Derain, Braque, Cocteau, Coco Chanel, Gris o Matisse participaron en diversos montajes diseñando los carteles, el  vestuario o la escenografía. Durante veinte años, de la mano de Diághilev, la buena sociedad europea pudo conocer la grandeza cultural de una Rusia que pereció arrollada por las hordas de obreros y campesinos en octubre de 1917. Sólo que aquel ejercicio de nostalgia por la Rusia difunta venía envuelto en un resplandeciente sudario que habían diseñado algunas de las mentes más avanzadas del continente y era amparado por un visionario que decidió hacer dinero transformando las bases sobre las que, hasta entonces, se había construido el arte, y el definitiva el espectáculo, en Europa.

Quizá, querido lector, te haya ocurrido como a mí. Tanto arte, tanta trasgresión,
tanta revolución te hayan resultado un pelín sospechosos. Veamos: Caja Madrid, entidad presidida por el popular Rodrigo Rato, difunde las excelencias de la vanguardia soviética. La Fundación Juan March, construida con el capital del hombre que financió la guerra a Franco, nos adoctrina sobre el realismo socialista. Una institución tan elitista y monárquica como el Teatro Real programa ópera soviética en un montaje que destaca por su fuerte carga sexual y por la crudeza de algunas escenas. Tanta coincidencia en el tiempo y en el espacio no pueden ser casuales. Mucho menos en el momento en el que el centro-derecha español ha obtenido su victoria más arrolladora en las urnas. ¿Y si todo esto respondiese a un plan oculto? ¿Estamos seguros de que Mariano Rajoy es realmente quien dice ser? A mi esas gafas de falso intelectual y esa barba mefistofélica siempre me han parecido muy sospechosas ¿Y si Rajoy no fuera Rajoy? ¿Y si en realidad se llamase Boris Marianovich Rajoynikov? ¿Y si en vez de españoles fuéramos rusos sin saberlo? Visto lo visto, resulta difícil fiarse de alguien o algo.

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