Penélope, cónyuge del héroe aqueo, teje y desteje en Ítaca para frenar el ardoroso impulso de sus pretendientes. España, como la fiel esposa de Ulises, ensimismada y aturdida, anda y desanda las veredas políticas,”es un país con demasiados retrocesos”.

Hace XXV siglos Atenas tuvo que elegir entre ”un más de lo mismo” o una política trasgresora; tanto, que sus postulados aún no se han desarrollado en plenitud y, de hecho, esa carencia es causa de los vicios que corroen nuestros sistemas políticos.

Hiparco, el tirano de Atenas, pretende los favores del atractivo Harmodio. Celos y rencillas abocan al joven y su pareja, Aristogitón, al asesinato del “sátrapa” una tarde soleada en la fiesta de las Panateneas. Hipias, su hermano, venga el magnicidio y asume el gobierno de la Polis.

Atenas, sucia y bulliciosa, que huele a pescado frito y estiércol de caballo, no tarda en verse sacudida por una revuelta nobiliaria. Hipias y sus partidarios resisten el embate hasta que interviene, en favor de los sediciosos, Cleomenes, rey de Esparta. El tirano, último de su estirpe, consigue huir.

Tras su derrocamiento, los espartanos pretenden instaurar un régimen aliado y oligárquico que devuelva a los eupátridas (nobles atenienses) el control económico de la Polis, desplegando ”un capitalismo de amiguetes” mientras ellos, fruto de esa injerencia, consolidan su influencia militar en el Ática. Para materializar su proyecto cuentan con Iságoras, noble ateniense y viejo conocido de Cleomenes, quien, por cierto, ahora bebe los vientos por la mujer de su amigo.

Aunque la oligarquía ultraconservadora, con Iságoras a la cabeza, copa las instituciones de la ciudad, Clístenes logra presentar su proyecto político, una propuesta que termina con las clientelas y con el sometimiento ancestral de unos ciudadanos sobre otros, asegurando la efectiva politización de los atenienses y provocando una secularización irreversible.

Los ciudadanos de Atenas,”las clases medias”, presumiendo la intolerable presión económica que ejercerán los terratenientes sobre los que hayan hipotecado sus tierras o hayan contraído deudas, y temiendo, como antaño, la perdida de su bienestar o, peor aún, su deslizamiento a la esclavitud, no aceptan la convivencia bajo el régimen de los aristócratas y adhiriéndose en masa al proyecto de Clístenes, se sublevan. Cleomenes, a marchas forzadas, acude en socorro de su aliado pero es demasiado tarde y derrotado y humillado debe volver a Esparta.

Sin la “sombra” de los lacedemonios, espartanos, en Atenas se desarrollan las reformas de Clístenes agrupadas bajo el concepto isonomía, base de una democracia directa, que no representativa, en la que los ciudadanos votan y no se limitan a depositar el sufragio, sino que intervienen directamente en el gobierno de la ciudad; una obligación que tendrán que hacer compatible con sus tareas cotidianas, aunque para ello tengan que coleccionar miles de esclavos.

El antiguo ideal político, eunomía o buen orden, que iluminaba la vetusta legislación de Solón, se sustituye ahora por isonomía ,el orden igualitario, igualdad de los ciudadanos ante la ley. A renglón seguido esa voz, isonomía, será sustituida por otra, democratía, poder del pueblo, que, más incisiva, inflamará rápidamente la conciencia de los ciudadanos griegos, salvo en la oligárquica Esparta.

Mientras Atenas profundiza en la democracia, régimen basado en la participación y la responsabilidad, El Gran Rey, Darío, retira sus arqueros de la fallida incursión por el Danubio, puerta de Europa en el Mar Negro, conquista Tracia y somete a las ciudades de Jonia. Sin más salida que la guerra, Atenas despliega frente al Persa la infantería que diseñó Clístenes. La victoria de Maratón termina con el mito de la invulnerable tropa aqueménida, y muestra al resto de los griegos la efectividad militar y la solidez del nuevo sistema político.

La igualdad ante la ley” fue una conquista de Grecia y en especial de la polis ateniense. Un logro jurídico que los habitantes del Ática exportaron como bandera de su democracia hasta donde circularon sus monedas, con la efigie de la lechuza, o allí donde arribaron sus negros buques de guerra, “las cóncavas naves”, de la imperialista Liga de Delos.

Pero, tras dos generaciones, los espartanos quiebran definitivamente el esplendor de Atenas en una guerra infame, devolviendo ese logro jurídico, la igualdad ante la ley, base imprescindible de la democracia, al abismo de los Tiempos.

Siglos mas tarde, “ese principio” lo recuperará la burguesía del XIX en sus tortuosos proyectos constitucionales, pero aquí el fin de su propuesta jurídica ya no será tanto”la igualdad“ como“la libertad de comercio”… la libertad de enriquecerse.

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Hipias, el tirano del clan de los Pisistrátidas, se refugió en territorio persa y en el 490 navegaba a bordo de la imponente flota de los asiáticos, comandada por Datis y Artafernes, con la intención de tomar cumplida venganza y ser repuesto en su ciudad, Atenas. Él ya contaba con 80 años.

Harmodio y Aristogitón fueron una pareja más en la Atenas del siglo VI, asesinaron a Hiparco por causas estrictamente personales pero la Ciudad y la Historia dieron a su acción un sentido político y liberador que nunca tuvo. Aquel asesinato, en brazos de la propaganda, se tuvo por una gesta que rápidamente inmortalizaron escultores griegos como Antenor.

Cleomenes, fue un ciclón, su obsesión era ampliar la influencia espartana a todo el ámbito griego. Tras su fallida acción de socorro a Iságoras, intento doblegar a los atenienses embarcándose de nuevo en una guerra inútil en la que fue abandonado en el campo de batalla por el otro rey de la “diarquia espartana”, Demaratos. Acabó encarcelado y murió, según la leyenda, automutilándose, comenzó por los pies y llegó hasta los genitales.

Los persas se tenían por muy superiores a los griegos, los tachan de fanfarrones, sucios (en verano se bañan pocas veces y en invierno jamás) y mentirosos (“cabalgar, tensar el arco y decir la verdad” son las premisas claves en la educación de los persas; las de los griegos son casi las mismas, si exceptuamos que no era preciso decir la verdad).En definitiva, los tienen por una burda cultura mediterránea incapaz de vestir con elegancia, comportarse con dignidad o alimentarse de manera equilibrada, pues comen cebollas, lentejas y pescado, por lo general en conserva.

Nicolás Bordonaba Benito

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