Pixies. Gigantes y cabezudos.

A finales de los 80 la cosa (musical) estaba muy mala. Estaban todos esos grupos heavies con mechas y mallas elásticas y las secuelas de The Cure y también aquellos pelmazos llamados The Cult con sus melenas lacias y sus guitarrazos inofensivos. Estaban Bono y sus U2, que ya se lo habían merendado todo con su épica insoportable y sus gorritos de estibador portuario, y estaba el acid que, aunque ahora se reivindique tanto, en su día supuso una verdadera tortura. Quitados The Jesus And Mary Chain o R.E.M. y otros hijos del llamado “Nuevo Rock Americano”; quitados Sonic Youth y las bandas psicodélicas de Manchester (ay, aquellos Stone Roses, Happy Mondays…) las escasas alegrías empezaban a llegarnos de lugares a los que hasta entonces los rockeros de bien no nos habíamos dignado mirar. Por fortuna, el subsuelo de los Estados Unidos bullía de bandas empeñadas en demostrar que había otros mundos y que estaban en este. Public Enemy, Beastie Boys, De la Soul, Black Flag, Dead Kennedys, Minor Threat o Husker Dü marcaban, desde el rap y el hardcore-punk, cual debía ser el camino a seguir. De repente el aire se llenó de cajas de ritmo y guitarras aceleradas. Los artistas o eran negratas musculosos con cara de pocos amigos o blanquitos con sencillas camisetas de manga corta y el pelo corto. A unos la mala leche se la provocaba el hecho de vivir en el gueto sin sanidad, sin educación y sin futuro y a otros el habitar en buenas casas en las áreas periurbanas de Los Angeles o Washington D.C., estudiar en prestigiosas universidades e intuir que el futuro que les esperaba iba a ser un verdadero coñazo.

En este contexto, los Pixies podrían haber sido una más de las miles de bandas americanas empeñadas en chapotear en las aguas turbias del underground en su empeño por cruzar la agresividad hardcore con el pop, sin más pretensión que pasarlo bien y dejar una par de discos para el olvido. Pero los Pixies eran especiales y enseguida se vio claro que aquellos cuatro duendecillos de Boston habían venido para quedarse y hacer mucho mucho ruido. Antes de que Nirvana copase las listas de ventas del planeta con su hard-punk-rock depresivo los Pixies consiguieron tender un sólido puente entre las catacumbas del rock y lo que resultaba comercialmente aceptable. Sonidos que hasta entonces solo habían encontrado eco en fanzines, pequeñas salas y casas ocupadas retumbaban ahora en las emisoras de los “colleges” y encandilaban a un público de clase media que hasta la fecha había pensado que el hardcore no era más que música para nerds y adolescentes desubicados. Esos eran los Pixies, unos Beatles pasados de rosca, unos Beach Boys cabreados, unos Kinks acelerados y gritones, unos Husker Dü con suerte. Sus discos eran verdaderas enciclopedias de la música popular en los que uno podía encontrar de todo, del surf rock al garage sesentero, del country distorsionado al noise rock menos amable, del pop más convencional al aliento psychobilly de los Cramps, siempre aliñado, eso sí, por la agresividad y la urgencia del punk.

Su primer Ep, Come on Pilgrim, salió a la venta en 1987. Contenía ya algunos de los temas que habrían de convertirse en emblema de su sonido. Vamos o Isla de Encanta, con sus frases en español chicano, se convirtieron en clásicos inmediatos. Desde el principio quedaban claras las reglas de su juego: bajos potentes, voces chillonas, cambios de ritmo frenéticos, estribillos luminosos, guitarreos afilados como escalpelos, ironía, toneladas de distorsión. Una música capaz de desquiciar y arrullar a partes iguales, de tranquilizar y enfurecer al más pintado. Una apisonadora sónica mucho más asequible que bandas como Sonic Youth, especializadas en espantar a sus potenciales fans con descargas interminables de ruido y electricidad, pero lo suficientemente retorcida y compleja como para mantener vivo el interés de quienes buscaban en su sonido un centro de gravedad permanente. A principios de 1988, se editaba su segundo trabajo, Surfer Rosa, en el que destacaban piezas como Gigantic o el genial Where is my mind?  Y casi sin detenerse a respirar, 1989 sorprendía al mundo con el que para mí, y para muchos, es su mejor trabajo, si es que algo así puede afirmarse de una discografía tan impecable como la suya. Doolittle llegaba preñado de temas de los que uno no puede olvidarse nunca, temas que demuestran que el rock es la fuerza más poderosa del universo y que los Pixies no son simples músicos sino verdaderos chamanes de una religión ancestral que profesamos millones de devotos. Debaser, Wave of mutilation o Monkey gone to heaven bastarían para convertir el disco que las contuviera en legendario. Si a ello le añadimos una canción tan perfecta como Here comes your man, los tres minutos veintiún segundos más deslumbrantes de la historia reciente del rock, la cosa alcanza tintes mitológicos. Ese es Doolittle, el disco que ni Kurt Cobain, ni Eddie Vedder, ni Bono, ni The Edge, ni los hermanos Gallagher, ni Springsteen, ni Lennon, ni nadie que no fueran los Pixies hubiera podido componer aunque hubiera vivido mil años. Y creo que me quedo corto.

Pero es que solo un año después nos regalaban Bossa Nova, trabajo con el que no bajaban el nivel ni levantaban el pie del acelerador y que les permitía acceder a públicos más amplios, sobre todo en Europa.  Su último trabajo, antes de separarse en 1993, fue Trompe le Monde,  un disco duro y correoso en cuya portada homenajeaban al perro andaluz de Buñuel. Cinco discos como cinco soles en tan solo cinco años. Un listado de canciones perfectas, inalcanzables para la mayoría de las bandas. Una legión de fans que se ha ido incrementando con los años. La totalidad de la crítica mundial puesta a sus pies. ¿Por qué entonces los Pixies no gozan de la popularidad masiva de la que sí gozan otras bandas mucho menos trascendentales para el decurso de la música popular y, sobre todo, con curriculos mucho más mediocres? Para mí la cosa está muy clara. Por un lado su música no deja de contener una dosis de agresividad que para mucha gente resulta difícil de digerir a pesar de sus enormes aptitudes compositivas. Por otra parte eran cuatro tipos más bien feotes que se limitaban a hacer música vestidos con amplias camisas de cuadros y camisetas de algodón arrugadas, cuatro personas corrientes que no posaban con el torso desnudo cubierto de tatuajes ni se fotografiaban mirando a la cámara con ojos de maniaco-depresivo. Simplemente eran tipos normales haciendo música extraordinaria sin preocuparse mucho de lo demás. Les pasaba lo mismo que a Del Bosque en el Madrid. Era el mejor de todos, pero era el más feo de todos. Y ya se sabe que los feos no venden camisetas.

Todavía cuando escucho a los Pixies se me encienden luces de emergencia que ya creía fundidas hace tiempo. Siguen siendo, a pesar de los años, insuperables. Tras la separación les ocurrió lo que a muchas bandas geniales: las carreras en solitario de sus miembros no daban la talla. Una prueba de que el todo no siempre equivale a la suma de sus partes. La carrera de Black Francis, bajo el nombre de Frank Black, ha resultado del todo ramplona teniendo en cuenta las cimas de las que partía. Solo Kim Deal, con The Breeders, consiguió emular el éxito de Pixies con aquel tema tan sonado llamado Cannonball, pero eso fue todo. Otra cosa negativa de su separación fue la legión de grupos pelmas que, sobre todo en España, se lanzaron a la imposible tarea de emular su sonido. Aquello fue peor que lo de los anuncios de cerveza a costa del éxito de “La Roja”. Un verdadero horror. Afortunadamente los Pixies suelen juntarse cada pocos años para sacarse unos eurillos y giran por festivales y salas para disfrute de jóvenes y mayores. No podemos volver atrás en el tiempo pero, durante un par de horas, podemos sentir la misma emoción que sentimos hace veinte años con aquellas magnificas canciones. Tan pop y tan punk, tan punk y tan pop.

Jesús Cirac

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