Cada día, las noticias ponen un clavo más en el ataúd de nuestro optimismo. Ahora que va acabando, el año 2012 solo parecería haber arrojado dosis de pesimismo y densas sombras que impiden ver luz en el horizonte. Se diría que ni siquiera hay espacio ya para la irritación que invadió calles y plazas el año anterior con el movimiento 15-M o de los “Indignados”. Y eso que razones para la indignación no faltan. De hecho, el Gobierno que se estrenó precisamente a la vez que este año ha dado tantos motivos para el enfado que se pierde la cuenta. En doce meses, ha acometido un ataque tan sistemático y general contra el bienestar de nuestra sociedad que a esta no la va a reconocer al final ni la madre que la parió. Hoy hay más parados, familias desahuciadas, niveles de pobreza y exclusión social, desencanto y desconfianza en el porvenir, mucho más, que hace un año, pero menos que el que viene.

Ahí está tal vez lo peor. No solo nos están sajando como sociedad, sin anestesia y a las bravas, sino que parecemos responder inanes y sumisos. Ocurre lo que tantas veces en la historia: la sociedad puede estar sufriendo objetivamente un sinfín de injusticias que la ahogan y atornillan, pero es mucho más difícil que se rebele abierta y generalizadamente si no tiene a su disposición un modelo alternativo que, mejor o peor, resulte creíble y operativo para una amplia mayoría. En el pasado, cuando la anterior gran crisis económica, la desatada en 1929, sí lo había. Se llamaba comunismo, en tres lustros había llevado a Rusia de ser un país cuasi feudal a una potencia política, industrial y militar mundial, y ganaba adeptos sin pausa en toda Europa. No es ni mucho menos casual que de aquella crisis se saliera con políticas que engendraron el Estado del Bienestar y que integraron a la socialdemocracia en el sistema, porque había una alternativa fuera de este acechando su colapso. Hoy, con el modelo comunista aún en ruinas tras el derrumbe de la experiencia soviética, y con el socialdemócrata apenas distinguible del neoliberal, este último puede esgrimir como Rajoy que “no hay alternativa” y se puede permitir así salir de esta crisis al revés que décadas atrás: deshaciendo aquel mismo Estado del Bienestar.

Frente a ello, lo que la sociedad está oponiendo no es una alternativa global, sino respuestas todavía diseminadas y líquidas, desconfianza hacia partidos y sindicatos y mareas sectoriales de distintos colores. Pero eso ya es algo, acaso mucho, porque los tiempos de estrangulamiento económico no son el mejor caldo de cultivo para la acción colectiva. La movilización contra los desahucios revela que el poder solo concede lo que se le exige desde abajo, y que algunas cosas solo se logran al margen de él. Y la propia exigencia y la protesta pueden ir construyendo la esperanza y el proyecto alternativo que nos faltan, aunque solo sea porque muestren que hay algo ahí fuera, real y éticamente mejor, más allá de la mendaz letanía gubernamental sobre que hacen lo único que se puede hacer. Con eso me quedo como lo mejor del año. Con que, pese a toda la negrura del horizonte que generan a diario las noticias, hay gente, más o menos numerosa, que rasga esa oscuridad y trata de generar horizontes de esperanza y utopía que desde luego están lejos de hacerse nítidos y no carecen de fallas e interrogantes, pero sin los que el futuro que nos aguarda sería todavía peor.

José Luis Ledesma

 

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