Félix Serrano:»Cuando en una película corre un coche o pegan tiros, cierro los ojos y me tapo los oídos».

 

Pasar al instituto ya era suficiente experiencia. Veníamos de donde veníamos y en el instituto se suponía que, por fin, íbamos a ser considerados como seres pensantes, responsables, activos. Demasiado jaleo mental para un crío de catorce años acostumbrado al polvo de la tarima vieja,  a las clases aburridas, los profes desmotivados y los alumnos desmotivados. Pasar al instituto era una aventura de la que te habían hablado mucho pero que no alcanzabas a imaginar del todo. Tenías ganas y tenías miedo. Te sentías fuerte y te sentías débil. Tenías prisa y tenías tiempo. 

Te habían prevenido, eso sí. Te decían: “Mucho cuidado con “EL” Félix”. Y tú te decías: “No puede ser para tanto”. Y entonces, mientras esperabas en el pasillo entre clase y clase, en aquel tu primer día, veías de pronto que los demás alumnos echaban a correr hacia sus aulas y escuchabas un sonido que luego te resultaría hasta familiar pero que en aquel tu primer día no conseguías identificar y entonces te dabas cuenta de que las reglas además de para medir servían también para percutir sobre los barrotes de la escalera y hacías lo que todos, correr, ocupar tu asiento en el aula, esperar. Y entonces entraba él, “EL” Félix, el hombre al que todos se referían usando el artículo determinado, el profesor más conocido, el más activo, el más ruidoso, el más extraño a veces. 

Nada es lo que parece. Tampoco don Félix. Han pasado muchos años y ni yo tengo ya catorce ni él acostumbra a blandir su legendaria regla. Somos más bien dos viejos amigos que se profesan una mutua simpatía y deciden sentarse a charlar durante un buen par de horas. Se conserva bien, sigue siendo rápido y certero. Acaba de cumplir ochenta y siete y se ufana de ser el Serrano más longevo de toda la historia de su familia. Ahora luce una barba blanca que le hace parecer un primo segundo de Ernest Hemingway pero yo le miro mientras habla y sigo viendo a “EL” Félix. Hablamos de sus orígenes, de sus estudios, del Caspe de su infancia y hasta de mi familia, pero yo le observo mientras contesta aplicadamente a mis preguntas y tengo la agradable sensación de haber vuelto a las mitocondrias, las fanerógamas y los misteriosos seres unicelulares.

Todos te conocemos por el Instituto pero también recordamos la vieja pastelería de tu familia en la calle Baja. Pero esa que tú recuerdas no fue la primera confitería que abrió mi padre. Al principio la tenía al lado del Casino, en la Calle Baja 14, donde ahora está la carnicería. Enfrente, en los bajos de la casa de  Emilio Gómez, tenía la sastrería el amigo de tu abuelo, Emilio Bordonaba, que era presidente de Izquierda Republicana en Caspe. Tu abuelo tenía la zapatería al lado de la confitería y le hacía los zapatos a mi padre. Tenía un juanete muy pronunciado y tu abuelo le tomaba bien la forma del pie. Mi padre se hizo confitero en Zaragoza, allí aprendió el oficio, volvió a Caspe y trabajó en Casa Prospero, luego se casó, se independizó y se instaló allí.

También tu padre era republicano. Estuvo afiliado a Unión Republicana, como Mariano Menor. Mi padre era republicano pero de derechas, muy católico. Aquel era un partido republicano tibio y en aquellos años había que ser de algo. De hecho, a mi padre no lo fusilaron durante la guerra gracias a Bordonaba que, como te he dicho, era vecino y lo salvó. Mi tío Domingo Catalán era de Izquierda Republicana, tenía una tienda de tejidos donde ahora tiene la carnicería Rivera, en la Plaza Heredia. Eso no impidió que le condenaran a muerte convalidada por trabajos forzados y lo enviaran durante unos cuantos meses al campo de internamiento de Valmuel, donde fue liberado por los nacionales.

Por parte de madre eres Repollés. Sí. Los Repollés, eran músicos. El hermano de mi madre fundó la Orquestina Repollés. Su padre, mi abuelo, era organista parroquial y tenía mucha amistad con Cruz Laplana que estuvo de párroco en Caspe y luego sería Obispo de Cuenca y se haría famoso porque lo fusilaron durante la guerra y ha sido recientemente beatificado. Mi madre era hermana de José María Repollés, abuelo de Florencito, y se llamaba Florencia. Mi familia es de músicos por un lado y comerciantes por el otro.

¿La tradición confitera empezó en tu padre o venía de lejos? Mi abuelo paterno era veterinario. Eran tres hermanos y los tres veterinarios. Joaquín era soltero. Virgilio, que se casó con Pilar Barriendos y tuvo varios hijos, uno de ellos, Jesús, también veterinario, y Félix, que se casó con mi abuela Adela. Dos eran veterinarios en Caspe y el otro en Chiprana. Por eso estudié yo veterinaria.

Tres hermanos con carrera universitaria en una familia no era algo muy común en la sociedad caspolina de la época. No, de hecho en Caspe no había enseñanza media. Era de pago y la daba Don Ángel Sabanza. Creo que era un funcionario del Ayuntamiento y fuera de su horario de trabajo daba clases en su academia privada. Allí estudiaron los Morales, los Albareda, mi padre… Luego, a los doce o trece años se iban a Zaragoza a cursar los primeros cursos del Bachillerato, algunos de ellos estudiaban en los Jesuitas o en Escolapios. Un hermano de mi padre marchó a Zaragoza donde trabajó como mancebo de botica y estudió veterinaria siguiendo la tradición.

Pero tu padre la rompió. Llama la atención el número de pastelerías y confiterías que había en Caspe, sobre todo en comparación con ahora. Se consumía mucho. Llegó a haber cinco confiterías en Caspe en aquella época, que eran además tiendas de ultramarinos. Santiago Ossó cerca de los franciscanos, Prospero, Julve el de la calle Mayor, abuelo de Florencio, Eusebio Roca que tenía la tienda en la actual perfumería Gotta en la Calle Mayor, Daniel Juan, donde ahora está la farmacia Revilla y Pilar Ossó, en la plaza Ramón y Cajal. Era un trabajo muy duro y sacrificado. Se manejaban ingredientes muy delicados y las condiciones de trabajo no eran las mismas que ahora. Había que ser muy fino. Mi padre empezó a trabajar con Prospero. Pero este, que era poco trabajador, tenía muchos peones. Estaban mi padre y Pepe Cubeles, Aparicio y tres o cuatro más. Mi padre se puso por su cuenta y se llevó a Pepe Cubeles de peón. Le fue bien. Hizo dinero con su trabajo. Pudo comprar la casa donde estuvimos luego.

Era un auténtico pequeño burgués, casi casi a la francesa. Había mucha gente de clase media en Caspe. A diferencia de otros pueblos, antes de la Guerra, no había demasiada pobreza. Aunque los viernes siempre había colas de gente que iba a pedir a las tiendas. Mis padres les daban una perra gorda y unas galletas o así. Eran catorce o quince personas, no más. También estaba la “sopa boba” en los franciscanos. Pero era poca gente.

Es cierto lo que dices y llama la atención la escasa conflictividad social de la época, sobre todo si lo comparamos con otros pueblos de la redolada en los que las diferencias económicas estaban mucho más acentuadas y, en consecuencia, la sociedad estaba mucho más polarizada. En Caspe lo que más había era socialistas. Había mucha gente de UGT. No había ni anarquistas ni gentes exaltadas de derechas. Había hasta socialistas de derechas como Besteiro, que llegó a ser presidente provincial de Cáritas Diocesana. En general, antes había menos cultura y también menos conciencia social.

Si a la abundancia de confiterías sumamos la extraordinaria riqueza repostera de los hornos de pan, el resultado es que Caspe es uno de los pueblos más lamineros del mundo. Ese culto al dulce que profesamos los caspolinos choca con lo que yo siempre he interpretado como un cierto desdén por otras manifestaciones gastronómicas ¿Cuál crees que es la razón de todo ello? En todas las casas se “masaba”, también en la huerta. La gente se hacía su propio pan. Cada siete u ocho mases había un horno que se compartía entre los vecinos. Además del pan la gente hacía “paparajotes”, panetes y “augaperros” que eran pasteles de horno con cabello de ángel, trenzas, toretes, “pasteles de rodeta”, magdalenas… Había mucha costumbre de hacer dulces. En el pueblo había hornos que trabajaban para el público. La gente los usaba para hacerse su propio pan o dulces y el dueño del horno cobraba por el uso, unas veces en dinero y otras en especie. Había también mujeres profesionales, “reparaderas” las llamaban, que ayudaban en esas tareas a las que se defendían peor. Puede que esa tradición se haya perpetuado hasta hoy.

¿Llegaste a aprender algo del oficio de confitero? A envolver caramelos y guirlache y chafar almendras. Todas las mañanas de los veranos mi hermano Joaquín, que sí siguió la tradición pastelera familiar, y yo no salíamos de casa hasta terminar de chafar y elegir un doble de almendras.

Has nombrado la guerra, supongo que, para alguien de tu generación, constituye una experiencia decisiva. Mi padre no hablaba de la guerra. Yo tenía ocho años en 1936. Ese año era comulgante y el diecinueve de julio, domingo, salía yo del colegio de las monjas de misa cuando vi a los Lasheras, familiares de la madre de Florencito, a los “vajilleros”, Antonio y Paco Vicente, y a otros muchos caspolinos de izquierdas sentados en la acera del Cuartel de la Guardia Civil, que entonces estaba en la plaza Ramón y Cajal, custodiados por varios guardias. Días más tarde, me acuerdo de haber escuchado el bando del Capitán Negrete cuando salía de misa de la parroquia. En la Plaza de la Virgen estaba el pregonero, el tío Luis, con dos guardias. Yo no sabía qué significaba aquello de “ser pasado por las armas”. Mi padre me explicó lo que quería decir.

Termina la guerra y empieza tu periodo de formación. Empecé el Bachillerato en Corazonistas en Zaragoza en 1939. Estuve allí interno hasta el 41. Éramos dos hermanos y para mi padre la cosa estaba clara: uno estudiaría y el otro se dedicaría al comercio. Estudiaba con otros muchos caspolinos. Toñico Catalán, Santi Castillón, Luis Morales, Cardona… un grupo de diez o doce.

En Caspe había habido un instituto de bachillerato durante la República. Sí, era filial del Instituto Goya de Zaragoza, pero se cerró durante la guerra. Como en Caspe no se podía estudiar el bachillerato entonces, varios padres, entre ellos el mío, empujaron al Ayuntamiento para promover la segunda enseñanza en Caspe. Fundaron el Colegio del Pilar en 1941, que era una sucursal de una academia privada de Zaragoza aunque nos examinábamos en Caspe. Ficharon a tres licenciados. Marceliano Pérez, que era el director, y nos daba letras y latín. Edmundo Diaz, Físicas y Química, Jesús Piera, que luego se haría cura, y nos daba Exactas. Sola, que era aparejador y daba dibujo, Mosén Antonio del Cacho nos daba Religión y Filosofía. A esos profesores les pagaban directamente los padres por medio de un recibo con ayuda del Ayuntamiento. De esta forma se consigue montar un colegio de enseñanza media que empezó en los franciscanos en el año 41 con treinta o treinta y cinco alumnos. Yo estudié allí hasta el 46. Con el tiempo, y por circunstancias que ignoro, se suspendió lo de examinar en el Colegio y había que hacerlo en un Instituto Nacional. Como los de Zaragoza eran muy duros y se ve que no les trataban muy bien, Manolo Campos, a la sazón director, decidió cambiar a Reus porque allí daban muchas facilidades para examinarse.

¿Estudiabais solo niños de derechas o también se admitía a los hijos de los rojos? No solo estudiaban los niños de derechas, había de todo. Estaba la hija de Joaquín Valls o Santiago Lapuerta que eran de familias significadas como de izquierdas. Era más bien un colegio burgués que estrictamente de derechas.

Supongo que el acceso a la formación media y superior era uno de los mayores signos de distinción entre clases sociales en aquel Caspe de la Dictadura, ¿Cómo lo vivíais los pocos que estudiabais? ¿Teníais conciencia de vuestra posición privilegiada? En parte sí, porque veíamos a otros amigos, tan capaces como nosotros o más, que se quedaban en las Escuelas y de allí al “repaso” para acceder a un banco, RENFE, Correos o directamente de aprendiz de algún oficio o al campo.

Continúas tu formación en la Universidad. Terminado el bachillerato, marché a Zaragoza a estudiar Veterinaria en la Universidad de Zaragoza. Ya con el título, aprobé unas oposiciones a veterinario titular.

¿Ejerciste? Varios años. Primero en Aguilón, luego en Farasdués, que es un municipio pequeño en las Cinco Villas, San Mateo de Gállego, Mallén, Ascó, Villalba de los Arcos… Había mucho trabajo para un veterinario. En Caspe había muchas caballerías, de mil quinientas a dos mil, unas veinte mil cabezas de ganado, se mataban más de dos mil cerdos cada año. Había que visitar a los animales. De hecho vine a Caspe como Titular pero no ejercí. Pedí la excedencia el mismo día en que tomé posesión.

¿Por qué? Pues porque me di cuenta de que no me gustaba el ejercicio de la profesión sino la enseñanza así que decidí cambiar aunque iba a ganar menos dinero. Cursé los estudios del Instituto para la Formación del Profesorado de Enseñanza Media y Profesional durante dos años en Madrid. Era muy difícil entrar, solo admitían cada año a unos treinta estudiantes. Entré y me tocó recibir las clases en la Facultad de Farmacia, donde era catedrático José María Albareda, que por aquel entonces era Secretario General del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Llegué a visitarle en una ocasión. Salieron plazas de profesor de instituto interino que se adjudicaban entre licenciados. Entre ellas estaba Alcañiz. Lo pedí y me lo dieron. Pasados cinco años tenías que hacer otro trabajo y pasabas una oposición y te fichaban por otros cinco años más y ya luego optabas a la oposición a catedra que o la aprobabas o te ibas a la calle. Saqué la plaza de catedrático en Alcañiz en 1966.

No sabía que habías sido profesor en Alcañiz. Sí, entre 1956 y 1966. Luego vine a Caspe, donde estuve hasta que me jubilé en 1993.

¿Cómo era el Alcañiz de entonces? Era más pequeño que Caspe. Con la ENHER Caspe subió mucho. Alcañiz despegó definitivamente con la minería de las tierras refractarias y con el carbón de las cuencas mineras. Empezaron las industrias, Bolcase, Cañada, TIBSA… La importancia que adquirió se veía en el hecho de que el Gobernador de Teruel venía un día al mes a despachar a Alcañiz. La ciudad empezó a coger peso, también político. El alcalde era un abogado llamado César Gimeno. Es curioso pero todos los que salieron en la foto que se le hizo a José Antonio Primo de Rivera cuando visitó Alcañiz en 1936 tuvieron luego cargos importantes, entre ellos el citado Gimeno, Julve, Diaz…

Caspe seguía sin instituto. Sí. Estando yo en Alcañiz, el Director General me propuso ir al nuevo instituto que iba a abrirse en Caspe en calidad de comisario-director. Me dijo que estaría un año y que si me gustaba me podría quedar y si no podía volver a Alcañiz. Acepté y como me fue bien, me quedé.

¿Cómo fueron esos comienzos? El edifico estaba sin terminar. Habilitaron algunas aulas para que pudiéramos iniciar las clases. Empezamos con unos setenta alumnos en dos grupos. Al principio solo cursamos primero, luego también segundo y así sucesivamente hasta completar todo el ciclo. Me dieron la opción de que nombrara yo al profesorado. Tenía cincuenta mil pesetas para nombrar profesores hasta enero en que habría ya nuevos presupuestos. Estábamos de profesores Manolo Campos, Goyita, el Padre Baselga y el Padre Burgos, que eran franciscanos, Amparito Pascual, Jesús Ramos, que era el párroco. Nombré a todos menos a los de Educación Física y Política y Religión. A los primeros los nombraba el Gobernador Civil directamente desde Zaragoza y a los segundos, el arzobispo.

De una manera muy clara fuiste el “factótum” del instituto en el que tantos y tantos caspolinos, y comarcanos, hemos podido estudiar luego. Sí, yo fui bastante responsable de ello. Me encargaba de la gestión económica, de personal… tenía responsabilidad total. Recuerdo que montamos un acto en el Cine Goya para explicar lo que íbamos a hacer. Hasta entonces, ya te he dicho que la gente se iba a examinar a Reus. Muchos alumnos decidieron repetir voluntariamente para poderse matricular en el nuevo instituto y dar clases con nosotros, Villegas, García Cirac, el que ahora es médico…

¿Te sientes especialmente orgulloso de ello o lo ves únicamente como una tarea más de las muchas que te ha tocado sacar adelante a lo largo de tu vida? Me siento muy orgulloso. Mi lema ha sido: aprender para enseñar. A la enseñanza he dedicado casi cuarenta años. He disfrutado con ella y ha llenado toda mi vida.

Fuiste el primer director del Instituto y cuando yo estudiaba allí, muchos años después, todavía lo eras. Fui director del 66 al 75 y del 79 al 83. También fui jefe de estudios entre 1975 y 1979.

Aunque luego uno se daba cuenta enseguida de que eras buena persona y buen profesor, sabes que muchos alumnos te temían, eras casi una leyenda entre el alumnado ¿Por qué eras tan tremendo, Félix? No sé. Venía de la Dictadura y me habían cascado mucho. Venía de la autoridad. Los diez años que estuve en Alcañiz, se formaba y se rezaba… incluso se iba a misa el domingo todos en formación. Así empezamos también en Caspe.

¿Has tenido la tentación alguna vez de llevar la cuenta de todos los alumnos que has tenido en tus años de profesor en Caspe? De todos no pero sí de muchos de ellos.

El hecho de haber conocido a tantos vecinos en el aula, de haberlos podido evaluar desde un punto de vista intelectual, te otorga un extraño poder de discernimiento sobre todo ellos, incluido yo mismo. De alguna manera has penetrado en nuestras mentes y posees conocimientos sobre todos nosotros, sabes cómo somos, puedes ver lo que realmente se esconde bajo esa máscara de dignidad y eficiencia que todos llevamos puesta. ¿Cómo se vive esa experiencia? Eso de discernir o penetrar en vuestras mentes me parece muy bien, pero sin exagerar, Jesusito.

Después de toda una vida dando clases a varias generaciones de caspolinos, ¿Cómo ves la actual situación en torno a la Educación, con todas las polémicas y los desencuentros políticos que genera? Soy muy mayor y estoy muy lejos de la enseñanza ahora. Ya no entiendo nada. La ESO, ¿qué es eso? Decíamos. He conocido cuatro leyes distintas de enseñanza y no recuerdo a ningún profesor que estuviera totalmente de acuerdo con lo que en cada momento le tocó lidiar.

Tú has conocido bien Caspe y también Alcañiz, y además en una época decisiva para ambos pueblos. Uno ha ido para arriba y el otro, al parecer, un poco para abajo. En Alcañiz son muy emprendedores. Caspe, desde que se fue la ENHER, se ha quedado muy parado. Las empresas han ido a menos. RENFE, de tener ochenta o noventa trabajadores, ha caído a lo poco que es ahora, cuatro o cinco, creo. La confección también ha caído. Llegó a haber más de setecientas personas en el sector. Muchos comerciantes autónomos han cerrado sus negocios. Solo se han ido abriendo cafeterías. La calle Baja, con lo que era, se ha quedado vacía. Solo la calle La Balsa se ha mantenido un poco.

¿Cómo te explicas esa divergencia? ¿Cuál ha sido, en tu opinión, la razón de ese declive? Desde que lo conozco, y en mi opinión, Caspe ha sido siempre un pueblo mal gobernado. Pocas veces ha habido gente con formación universitaria formando parte del Ayuntamiento. Hasta Florencio Repollés padre, no ha habido más de tres o cuatro universitarios… Estaba el Grupo Cultural, filial de la Institución Fernando el Católico, con Desentre, que era médico, Francisco Alloza, Casanova, médico también, Rodrigo de la Llave, juez, García Hidalgo, médico… pero estábamos muy de lado, no opinábamos, ni nos consultaban. El ayuntamiento no quería nada con la cultura.

¿No tuviste nunca tentaciones políticas? No. En el 67 o 68, justo después de Desentre, fui presidente del Grupo Cultural durante cuatro años. Luego propuse a Miguel Caballú que era mucho más activo que yo. También fui presidente de la Civan.

¿De los regantes? Tengo una finca pequeña. Lo que pasa es que ese cargo ha sido siempre un paso hacia la política y muchos lo han ambicionado. Fui presidente como figura neutral. Fue antes de jubilarme y estuve ocho años. Era muy cansado. Todos los jueves, después de cenar ir a las reuniones para hablar de los riegos, oír las protestas de la gente… Menos mal que coincidí con otros miembros de la Junta que, además de saber mucho de riegos, eran excelentes personas y eso me ayudó mucho.

Ahora que eres una persona mayor, llena de recuerdos y experiencias, ¿qué es lo que echas de menos? Añoro las tertulias del Casino. No íbamos allí a jugar, íbamos a encontrarnos los unos con los otros. Siempre había alguien con quien charlar. Mis amigos, Desentre, Casanova, Fraca y Pérez Ribes, que eran músicos… Teníamos una tertulia musical en el local donde siempre ensayó la banda, en los sótanos del Círculo Católico. Y en la biblioteca con Alloza, Goyita, Serrate, García Hidalgo… Echo de menos eso.

¿Y qué te alegra haber dejado atrás? A muchos alumnos que me recuerdan con cariño, como tú.

¿Crees que cualquier tiempo pasado fue mejor? ¿Eres optimista en relación al futuro? Cualquier tiempo pasado fue distinto. Respecto al futuro, soy escéptico.

Terminamos siempre nuestras entrevistas con tres recomendaciones a cargo del entrevistado. Música, cine y libros. Música: Me gustan mucho Bach, Mozart, Beetoven. Me gusta el Concierto para violín de Beethoven o el Requiem de Mozart. De libros el que más me gusta es El diario de Ana Frank. También recuerdo El Desertor de Lajos Zilahy que era muy novedoso. Nada de Carmen Laforet. Me gustaba mucho Stefan Zweig, Doctor Zhivago de Pasternak. De los modernos nunca he llegado a entender bien a Joyce. Nunca me he terminado sus libros. No he sido buen lector. He leído bastante pero no he sido férreo, he leído mucho de lo mío. Ya no leo libros gordos porque me cansan. En cine también tengo mis rarezas. Cuando en una película corre un coche o pegan tiros, cierro los ojos y me tapo los oídos. Me pasó con Salvar al soldado Ryan, ya me avisareis cuando dejen de disparar, y desde entonces solo veo películas en televisión porque puedo regular la voz y los ruidos. Me gustan títulos clásicos como Recuerda de Hitchcock, Ciudadano Kane, la Diligencia, La ley del Silencio. Me gustaron mucho Lo que el viento se llevó y Testigo de Cargo. Disfruto mucho viendo a actores como Charles Laughton, Lawrence Olivier, Ingrid Bergman… Todos del siglo pasado, como yo.

Jesús Cirac

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